Rememorando a Cleopatra
José María Ortuño Sánchez-Pedreño*.- Cleopatra nació en el año 69 a.C. Era hija de Ptolomeo XII Auleto. Por voluntad de éste fue declarada reina de Egipto, como Cleopatra VII, junto con su hermano Ptolomeo XIII Dionisio, con quien casó según tradición del Reino egipcio. Estos dos reyes, junto con sus hermanos menores, Ptolomeo y Arsinoe, quedaron bajo la protección de Roma. Diecisiete años contaba Cleopatra cuando recogió la herencia paterna, en el año 52 a.C., que corresponde al tiempo de la rivalidad de Julio César y Pompeyo.
Trece años tenía su hermano y esposo cuando el amo de Ptolomeo XIII, Fotino, Aquilas, jefe principal del ejército, y su preceptor Teodato, que estaban encargados de la administración, aprovechando el desorden de la república romana, usurparon a Cleopatra la parte de autoridad que le correspondía y declararan al joven Ptolomeo como único soberano de la monarquía egipcia.
Cleopatra, lejos de sufrir resignada esta injuria, huyó del palacio junto a sus partidarios, buscó socorro en Siria y Palestina y, tras una corta ausencia, volvió a Egipto para luchar contra su hermano y marido. Éste se hallaba en Pelusium observando los movimientos de Cleopatra. Comenzaron a moverse los dos ejércitos. Cuando parecía que iba a comenzar la lucha, Pompeyo, vencido por Julio César en Farsalia, llegó huyendo con su armada a las playas de Egipto confiando en que el rey Ptolomeo, de quien era tutor, le prestaría gustoso el auxilio que necesitaba. Pero el rey de Egipto le cortó la cabeza.
Poco después llegó Julio César, que perseguía a Pompeyo. Al verle llorar a César la muerte de su rival, los ministros de Ptolomeo, que temían su venganza, viendo que el número de tropas de César era escaso, empezaron a levantar a Egipto en su contra. César, en nombre de Roma, dispuso que los dos hermanos compareciesen ante un tribunal y que les acompañasen abogados que defendieran sus respectivas pretensiones.
Cuenta la tradición que Cleopatra, fiada en sus atractivos, se hizo introducir dentro de un lío de telas y ropas en el palacio que ocupaba Julio César. La reina de Egipto, según se cuenta, no era una belleza extraordinaria, pero poseía tantas gracias y hechizos que, según Plutarco, era muy difícil resistirlos, por lo que César, en pocas horas pasó a ser amante de Cleopatra y mandó al rey Ptolomeo que compartiese la autoridad con su hermana. No se le ocultó al rey de Egipto la verdad de lo sucedido y, para mover la opinión del pueblo egipcio contra los romanos, recorrió las calles contando su deshonor
Por su parte, Fotino, ayo del rey, excitó al pueblo, que atacó el palacio de César. Aunque éste mandó prender al rey Ptolomeo XIII, los sublevados no cedieron. Es más, aumentó su número. Sin la habilidad y firmeza del vencedor de Pompeyo, que prometió satisfacer los deseos de los amotinados, César y todos los suyos hubiesen perecido. Al día siguiente confirmó, en nombre de Roma, el testamento de Ptolomeo XII. Dispuso que los dos hermanos reinaran juntos, dando la isla de Chipre a Ptolomeo y Arsinoe, hermanos menores de los reyes.
Fotino logró entonces que Aquilas, jefe del ejército egipcio, avanzase con su ejército y, cuando éste estaba cerca de Alejandría, el dicho ayo del rey sublevó otra vez al pueblo. César reprimió el alboroto, derrotó al ejército de Aquilas, mandó prender fuego a la escuadra egipcia, cuyo fuego alcanzó a la ciudad y a su célebre biblioteca. Se apoderó de la fortaleza del faro, llamó a las legiones de Asia y se fortificó en el mismo palacio, sirviéndole de ciudadela el teatro. Preso el rey y muerto Fotino, Ganímedes logró que Aquilas fuera condenado al último suplicio y, tomando el mando del ejército, procuró acabar con los romanos privándoles de agua dulce. César abrió pozos para salvar este conflicto. Después de varios sucesos, triunfó César sobre sus enemigos y puso en libertad al rey Ptolomeo XIII, quien, por una nueva tradición egipcia, perdió la vida.
Julio César, victorioso, dio el trono de Egipto a Cleopatra y al hermano pequeño de ésta, a quien había dado anteriormente Chipre, que era un niño de once años, también llamado Ptolomeo. César, magnánimo, hizo unir por el vínculo del matrimonio a los dos hermanos. Pero esto fue sólo un ardid para dar a Cleopatra todo el poder soberano, pues su hermano menor, inhábil para gobernar por su tierna edad, quedó bajo la tutela de la reina. Cuando el niño cumplió los catorce años, edad en la que debía tomar parte en los negocios del Estado, lo envenenó.
Mientras César permaneció en Egipto, Cleopatra, según parece, vivió en su compañía y le distrajo con magníficas fiestas. Con él visitó la reina todo Egipto y pasó frecuentemente las noches en festines hasta romper el alba. Juntos hubiesen ido en un mismo barco hasta Etiopía si el ejército romano no se hubiese negado a seguirles. Más adelante, César mandó que Cleopatra fuese a Roma y no la dejó volver a Egipto sino después de haber hecho a su amante egipcia todo tipo de honores. El héroe romano dejó que Cleopatra diera su nombre a un hijo que había tenido con ella y que se llamó Césarión. Según algunos cronistas griegos, éste se parecía mucho a Julio César, tanto en sus facciones como en sus ademanes. César mandó construir en Roma un templo a Venus y colocó, junto a la imagen de la diosa, la de Cleopatra. Según nos consta por los cronistas de la época o algo posteriores, tuvo la intención de casarse con ella. Mientras tanto, Egipto parecía un campamento romano
Una vez muerto César, la reina de Egipto favoreció a los amigos de aquél, negó socorro a Casio y auxilió con una flota a Octavio y Marco Antonio, los cuales, por ello, consintieron que Cesarión usara el título de rey de Egipto. Posteriormente siguió el partido de Bruto y Casio, por lo que Marco Antonio ordenó a la reina de Egipto que se presentase ante su tribunal, confiando el cumplimiento de esta misión a Delio, historiador muy hábil y hombre que brillaba por las dotes de su espíritu seductor.
Delio conocía el carácter de Marco Antonio y su propensión decidida a los placeres que proporciona el sexo femenino. Por ello, dijo a Cleopatra que, usando un lenguaje insinuante y atrevido, fuese a buscar sin demora al triunviro, asegurándole que sería bien recibida. Marco Antonio la esperaba en Cilicia. Cleopatra llevó consigo grandes sumas de dinero, todas sus alhajas más preciosas, sus vasijas de oro y plata y los ornamentos más ricos de los reyes de Egipto. Apareció ante la vista de Marco Antonio en una galera cuya popa resplandecía por el oro, las velas eran de púrpura y los remos estaban guarnecidos de plata.
Sobre cubierta y bajo un pabellón formado con ricas telas y brocados de oro iba la reina de Egipto rodeada de las jóvenes más hermosas de su corte, con el traje de las Gracias y la Ninfas, mientras llenaban el aire melodiosos acordes y aromas. Marco Antonio la invitó a comer en su palacio pero ella le rogó que pasase a su tienda, donde ya tenía preparado un banquete. El triunviro, ardiendo en amores por la reina egipcia, se convirtió de juez en esclavo, descuidó sus intereses políticos y, aunque bastante mayor que Cleopatra, se enlazó en escandalosa relación con ésta. Pasó los días en fiestas y placeres, en los que desplegaba la reina el mayor encanto y la mayora voluptuosidad.
Cleopatra regalaba en sus banquetes a los oficiales romanos vasos de oro y plata que adornaban la mesa. Un día declaró la reina a Marco Antonio que gastaría una fortuna en un convite. Al dudarlo el triunviro, hizo disolver en vinagre una perla de mucho dinero y se la bebió. Marco Antonio pudo lograr que no hiciese lo mismo con otra de semejante valor, la cual fue enviada después al Capitolio.
Por fin, Cleopatra volvió a Egipto. Marco Antonio dejó el mando del ejército y marchó a pasar el invierno con la mujer que amaba (41 a.C.). La reina lo seguía a todas partes. Un día que el triunviro romano estaba pescando con una caña, la reina de Egipto mandó a un buzo que, sumergiéndose en el río, pusiese en el anzuelo un gran pez, ya salado y cocido y, burlándose de la buena suerte de Marco Antonio, le dijo: “Deja la caña a nosotras las reinas de Asia y África. A ti sólo te conviene la pesca de reinos, caudales y reyes”.
Más tarde, otra vez en Roma, Marco Antonio casó con Octavia, la hermana de quien sería Octavio Augusto. Regresó a Egipto y estrechó sus relaciones con Cleopatra que, protectora de las letras y las ciencias, reedificó la biblioteca de Alejandría, a la que el triunviro envió desde Pérgamo miles de volúmenes. Resentida estaba Cleopatra por la boda de Marco Antonio con Octavia. Marco Antonio, para aplacarla, le cedió Fenicia, Celesiria, la isla de Chipre, Siria, Judea y una gran parte de Asia. A tal extremo llegó la pasión del romano que, por volver pronto al lado de la reina, hizo una guerra desastrosa contra los partos y los medos.
Octavia emprendió un viaje para unirse con su esposo. Cleopatra, al saberlo, fingió una profunda melancolía, lloró en presencia de su amante y se negó a tomar alimento alguno. Impresionado Marco Antonio, mandó a Octavia que no continuara su viaje y que se volviese a Roma. Él se quedó en Egipto, proclamó a Cleopatra, junto a Cesarión, reina de Egipto, Chipre, Libia… Dotó a los tres hijos que había tenido con Cleopatra de otras provincias, dándole a cada uno el fastuoso título de rey de los reyes. Cleopatra se coronó en Alejandría sobre un trono de oro y plata, vestida con una tela preciosa y singular que los egipcios destinaban sólo y exclusivamente para el adorno de la diosa Isis, cuyo nombre quiso adoptar. Marco Antonio declaró a Cesarión hijo legítimo de Julio César. Aquel año, el decimosexto de su reinado, fue el más intenso y feliz de la vida de Cleopatra. Ésta vio a sus pies a reyes y príncipes y a su amante, que por ella se olvidó de su esposa Octavia y de Roma.
Juntos Cleopatra y Marco Antonio salieron hacia la isla de Samos cuando la guerra con Octavio fue inevitable y convirtieron aquella isla en morada de placeres sin cuento. A los pocos días se trasladaron a Atenas, a cuyos habitantes colmó Cleopatra de beneficios, convirtiéndose ésta en ídolo de los atenienses, los cuales le mandaron una comitiva, de la que formaba parte el mismo Marco Antonio, con un decreto en que se concedían a Cleopatra los honores que hasta entonces no había recibido mujer alguna. Repudiada Octavia por Marco Antonio, creyó la reina de Egipto próximo el día en que fuese la señora de Roma, como lo demuestra el hecho de que acostumbrase a jurar con la fórmula siguiente: “Tan cierto es esto como que espero dar leyes en el Capitolio”.
Altiva con su dominio, despreció a los amigos de Marco Antonio, que se separaron de su partido. Roma comisionó a Geminiano para que manifestase a Antonio que, si no mejoraba de conducta, sería declarado enemigo de la patria. El comisionado llegó a la ciudad de Atenas. Dijo a Marco Antonio, delante de la reina de Egipto, estas palabras: “Me han dicho que mejoraría tu situación si dejases a Cleopatra en Egipto”. A lo que ésta respondió: “Has hecho muy bien en comunicarnos tu secreto, porque nos has ahorrado el trabajo de arrancártelo con el tormento”.
Octavio, futuro primer emperador de Roma, logró que el Senado declarase la guerra a Cleopatra, la cual dio a Marco Antonio 200 naves, 8000 talentos y abundantes víveres. Llegado el momento de combatir, el jefe romano, por complacer a Cleopatra, prefirió la batalla naval antes que la terrestre, contra el consejo de sus lugartenientes. Cleopatra, claro está, deseaba que la victoria se debiese a sus naves. Nos consta por los cronistas que cuando el triunfo en la batalla naval estaba indeciso, huyó la reina con su galera, a la que siguieron más de sesenta. Marco Antonio, olvidado de su deber, abandonó la lucha, alcanzó la nave de Cleopatra y penetró en ella humillado. Permaneció muchas horas con la cabeza oculta entre sus manos, sin querer hablar con la mujer que lo había llevado a la perdición. Así terminó la célebre batalla de Actium.
Plutarco dice que la reina de Egipto había concebido ya, antes de comenzar el ataque, el proyecto de apelar a la fuga en caso de derrota, sin cuidarse de Marco Antonio ni ayudarle. Los dos amantes llegaron a Ténaro, en la Laconia, donde se separaron, marchando la reina a Alejandría. Cleopatra, temiendo que los egipcios la rechazaran de su capital si sospechaban la derrota que había sufrido Marco Antonio, coronó sus barcos con vistosas guirnaldas de flores, como solían practicarlo los antiguos jefes navales egipcios, después de haber conseguido alguna victoria.
Antes de entrar en Alejandría se le había reunido Marco Antonio. Le siguió engañando la reina de Egipto con voluptuosos encantos y mentidas esperanzas, diciéndole que morirían juntos o que se retirarían a lugares solitarios, a la vez que enviaba a Octavio los símbolos de la monarquía, le entregaba la ciudad de Pelusium y recibía con agrado los mensajes galantes de aquél. Marco Antonio, moribundo, se hizo conducir al lado de Cleopatra y espiró en el lecho de ésta. La reina mandó embalsamar el cadáver, celebró su funeral con gran majestuosidad y lo colocó en una de las tumbas de los reyes de Egipto. Cleopatra había facilitado la entrada de Octavio en Alejandría. Pero, dudosa de su suerte, ocultó todos sus tesoros en un monumento sepulcral que había mandado construir junto al templo de Isis. Más tarde, se encerró en el sepulcro con dos de sus esclavas e hizo propagar por la ciudad la noticia de su muerte. La ceremonia de los funerales de Marco Antonio impresionó mucho a Cleopatra: su mucha aflición le causó una fiebre violenta.
Proculeyo, enviado de Octavio, pidió a Cleopatra que se rindiera, entrando por una ventana con algunos soldados, e impidiendo a la reina que se suicidara. Ella pareció someterse. Pero se reservaba. Perdió todas las esperanzas de levantar algún amor en Octavio, porque, si bien ésta la prodigó en muchos cuidados y lisonjas, permaneció indiferente a los halagos y gracias seductoras de Cleopatra.
«La muerte de Cleopatra» (1878), de Achille Glisenti
La reina de Egipto determinó entonces suicidarse. A tal efecto escribió a Octavio una carta y la entregó a Epafrodito, que, por mandado de aquél, la vigilaba muy de cerca para impedir su suicidio. Epafrodito fue engañado por la serenidad y buen humor que portaba la reina de Egipto y pensó equivocadamente que lo que Cleopatra deseaba, lejos de un suicidio, era alguna gracia. Se aferró a tal engaño por parte de la reina. También contribuyó el hecho de que Epafrodito había notado en ella una alegría natural que le disipó de toda sospecha de que Cleopatra abrigara el pensamiento de suicidarse.
Apenas Epafrodito se separó de la reina de Egipto para llevar la carta a Octavio, se retiró a su aposento acompañada de sus esclavas favoritas, Nacra y Carmión. Se atavió con sus mejores trajes. Se acostó pomposamente vestida, con su real diadema en la cabeza, en un lecho lujoso y cómodo y luego pidió que un cesto que contenía algunos higos que acababa de recibir de uno de sus más fieles servidores, disfrazado de aldeano. En medio de aquella fruta estaba oculta un áspid, cuyas mordeduras producen un sueño profundo, que sin dolor lleva a la muerte.
La reina se dejó morder por la serpiente, se durmió y al poco rato murió en los brazos de sus dos esclavas. Con ella acabó la dinastía de los Lágidas en Egipto. Cleopatra anunciaba en su carta a Octavio que había buscado un puerto de salvación en el suicidio y le pedía como gracia que depositara su cadáver en la tumba en que yacía Marco Antonio. Octavio acudió y quiso vanamente volver a la vida a la reina de Egipto. Consagró magníficos funerales en honor a ella y cumplió la última voluntad de la reina. Nada sabemos de los dos hijos varones nacidos de la unión de Marco Antonio y Cleopatra.
Una vida tan dramática tenía que inspirar a los poetas. En efecto, Horacio entre los antiguos, y poetas ilustres de otras épocas, han contribuido a inmortalizar el nombre de Cleopatra, una realidad, una leyenda y un mito.
*Historiador y Doctor en Derecho