De multimillonario a símbolo del mal
«Condeno enérgicamente la muerte de Bin Laden porque ahora nunca sabremos de verdad lo ocurrido el 11-S». Bufadel Abdulrahman es el responsable de los 42 diputados que el principal partido islamista, Islah, tiene en el Parlamento yemení. Frustrado y enfadado por la noticia del «asesinato a manos del CIA» del líder de Al-Qaida, pone sobre la mesa los atentados por los que Osama -cuya familia es de origen yemení, un país donde la red terrorista se ha consolidado como amenaza global en los últimos años- se convirtió en 2001 en el enemigo público número uno y al que el presidente George W. Bush puso un precio de 50 millones de dólares (casi 34 millones de euros) por su captura «vivo o muerto».
El espigado y barbudo saudí de 54 años falleció de un disparo en la cabeza en el exilio paquistaní, su tercer país de acogida después de su etapa en Sudán y sus largos años de lucha en Afganistán, primero con los muyahidines contra la ocupación soviética, y después con los talibanes. Su imagen vestido con ropa militar de camuflaje, tocado con un turbante blanco y el Kalashnikov en mano no era la que correspondía a un multimillonario saudí de su categoría, el que renunció a su vida de empresario de la construcción en alguna de las empresas familiares para consagrarse a la yihad y que en los últimos diez años se convirtió en el auténtico icono del islamismo radical.
Osama bin Laden fue el decimoséptimo hijo de los 52 que tuvo su padre, un importante magnate del ladrillo de origen yemení que hizo fortuna gracias a sus relaciones con la familia real saudí. Hasta que acabó en la universidad sus estudios de Economía y Gestión de empresas no se adentró en el mundo de la religión que llamó a las puertas de su corazón y mente a comienzos de los ochenta cuando viajó a Peshawar, norte de Pakistán, para enrolarse en la guerra santa contra la Unión Soviética como hacían miles de jóvenes musulmanes en aquellos días. Una iniciativa aplaudida y respaldada por Washington que veía en estos voluntarios un elemento más para vencer en su guerra fría particular contra el entonces régimen de Moscú.
Así comenzó a gestarse su idea de formar una bolsa de guerrilleros árabes venidos de todo el mundo para apoyar a los afganos y que en 1988 se convirtió en Al-Qaida. Gracias a su enorme fortuna fue capaz de pagar a miles de jóvenes al final de la yihad que de pronto volvieron a sus países de origen y se encontraron sin trabajo y en muchos casos encarcelados por el temor de los dictadores locales a su religiosidad radical.
Exilio en Sudán
Bin Laden apenas duró tres años en su país de origen donde chocaba constantemente con la política de la casa real. Tras la primera guerra de Irak en 1991 se exilió de forma definitiva a Sudán, adonde le siguió su inseparable Ayman al-Zawahiri amigo desde los tiempos de Peshawar, y cinco años después volaron a Afganistán para unirse a los talibanes y ser una pieza más de su lucha por hacerse con el poder del país y establecer un emirato islámico. Los cinco años siguientes compartió muchas jornadas con el mulá Omar, el líder tuerto insurgente cuyo cuartel general estaba en Kandahar y en el país centroasiático encontró un lugar seguro donde entrenar a sus comandos y organizar operaciones en el extranjero como los ataques contra las embajadas americanas en Kenia y Tanzania o el del destructor ‘USS Cole’ en el puerto yemení de Adén.
Hasta aquí la historia más o menos pública del líder de Al-Qaida. Desde los atentados del 11-S -de los que le acusan de ser financiador e ideólogo junto a Al-Zawahiri- y la invasión estadounidense de Afganistán, pasó a la clandestinidad absoluta gracias a su relación con las tribus de la frontera afgano-paquistaní y a la falta de cooperación de los servicios de inteligencia de Islamabad.
Su última aparición pública fue en las montañas afganas de Tora Bora, después solo se supo de él a través de mensajes de vídeo (las últimas imágenes son de 2007) y grabaciones de voz como la del pasado 1 de enero en la que aseguraba que «la liberación de los rehenes franceses retenidos en Níger depende del abandono de las tierras musulmanas por parte de los soldados franceses», en referencia al secuestro de siete extranjeros en ese país en septiembre de 2010.
En los últimos diez años expertos en lucha antiterrorista le habían dado por muerto en varias ocasiones por su enfermedad renal, por un supuesto envenenamiento y por ataques de aviones no tripulados, hasta el punto de que su existencia se elevó a la categoría de mito y gran parte de la opinión pública comenzó a dudar incluso de que Bin Laden hubiera existido alguna vez. Casado en al menos tres ocasiones y padre de unos diecinueve hijos, su muerte asesta un duro golpe a Al-Qaida, que ahora pasaría a manos de Ayman al-Zawahri, el doctor egipcio que desde el comienzo de la aventura yihadista fue su mano derecha, pero que posee bastante menos carisma que su líder.