La estafa democrática (II): Las personas, al servicio de la producción
Durante buena parte de los siglos XIX y XX el hombre occidental estuvo muy ocupado buscando soluciones a los problemas inherentes a la organización de la producción: invención y perfeccionamiento de máquinas, creación de utillajes, análisis de sistemas, conversión de la mano de obra agrícola en industrial, obtención y tratamiento de materias primas, disponibilidad de energía… No es de extrañar, en consecuencia, que los héroes de la mitología popular de finales del siglo XIX surgieran de dicho campo -pioneros, inventores, industriales- ni que la acumulación mediante el ahorro fuese considerada como la virtud por excelencia, mientras que las hipotecas y el crédito manchaban los blasones familiares.
Hoy están resueltos casi todos los problemas relacionados con la producción, cuyos límites principales son la capacidad de consumo y la amenaza de agotamiento de los recursos naturales. El pago aplazado y las hipotecas se han convertido en virtudes, y los héroes populares de nuestras democracias liberales son deportistas, actores, concursantes televisivos y frikis en su más amplia colección, cuya función social más relevante consiste en exhibir el derroche y la inmoralidad como modelo de conducta. Son los aceleradores del consumo. Me gustaría que los lectores apreciaran la diferencia entre la función teórica que les conceden a la democracia y su papel real: la de servir de coartada moral para el rito del consumo. Ante todo se mitifica la acumulación de objetos como signos que nos traerán la felicidad. Atacar este principio te expone a la rechifla general.
En la época de los héroes de la producción, en que la pobreza económica era general, se soñaba sin embargo con la igualdad. En la actualidad, que la mayoría de los trabajadores han adoptado los ideales de las clases burguesas y limitan sus reivindicaciones a los aspectos cuantitativos, se sueña con la felicidad como consecuencia de la posesión. La igualdad, objetivo colectivo, es un concepto matemático que no admite matices: no podemos ser más o menos iguales. Lo somos o no lo somos. La felicidad, en cambio, tal y como nos la venden -mensurable en función de la pura acumulación de objetos y signos- es una mercancía de uso individual que admite infinidad de matices. Y si parte de la virulencia que tenía la lucha por la igualdad se ha transferido a la lucha por la posesión de objetos que “producen” la felicidad, es decir, a la lucha por la igualdad en el consumo, quien ha salido ganando en el cambio es el poder y quien ha salido perdiendo es el individuo, al que además se ha impuesto un código de valores que le lleva a relativizar la utilidad real del objeto de consumo.
Nos contaron los arúspices económicos del sistema que el crecimiento del consumo nos conduciría a una sociedad de abundancia en la que todas las necesidades estarían cubiertas. Una vez más los hechos desmienten a las palabras, ya que es imposible que la abundancia nazca de un mercado basado en la competencia, que no trata de colmar unas necesidades naturales del hombre, sino las nuevas necesidades que se le crean progresiva y artificialmente a fin de mantener en funcionamiento el aparato de producción. Ningún producto tiene posibilidad de ser fabricado en gran serie si no ha sido adoptado, digerido y abandonado antes por la cúspide social, que lo ha reemplazado por otro a fin de que la distancia entre ella y la masa sea mantenida. De modo que cuando un producto o servicio llega a la mayoría, la minoría ya ha adoptado otro cuya rareza lo hace deseable, y cuando este es serializado, el horizonte vuelve a estar ocupado por otro. Es evidente que al margen de lo que dicen los dircursos oficiales, la sociedad de consumo se basa en la rareza estructurada, puesto que siempre existen unos productos y servicios que sólo están al alcance de una minoría, y en cuyo disfrute sueña la mayoría. Con toda razón observaba Sahlins que la verdarera abundancia se encontraba entre las primeras comunidades cristianas, a pesar de su absoluta pobreza. Nosotros no poseemos más que los signos de la abundancia. Y ningún ideal trascendente que sirva para cuestionar ese modelo de vida al servicio exclusivo del consumo.
Los signos. El gran imán de la sociedad de consumo. No deja de ser paradójico que la cultura, definida como herencia asimilada a la que se aporta la propia reflexión crítica, esté convirtiéndose en algo exótico precisamente en un momento en el que existe la mayor tasa de escolarización de toda la historia. Entre las llamadas masas cultivadas se ha sustituido la cultura por la capacidad de reconocer y recordar en cada momento los signos de lo que hay saber sobre las cuestiones del día en función del grupo al que se pertenece. Es por ello que la simple curiosidad ha sustituido a la actitud comprometida.
Este vacío tras los signos se pone de manifiestio en la gran industria que existe en torno al aspecto físico de la mujer. “El aspecto natural con el que una mujer siempre soñó” se adquiere artificialmente consumiendo como signo determinado maquillaje, vistiendo determinada ropa o poniéndose en manos de determinados cirujanos plásticos. Resulta evidente, pues, que lo realmente natural, la cara o el aspecto de cada mujer, no tiene estatuto de signo ni afilia en consecuencia a ningún grupo porque no es materia de conmsumo. Lo mismo ocurre con las creencias que los cristianos se empeñan en mantener a flote y que, por eso mismo, se han convertido en objeto de vituperación. Nada más perjudicial para el mercado que la existencia de una masa de personas que anteponga solemnemente esta posición a la de meros cobayas al servicio de la producción.
En estas democracias aparentemente al servicio de las personas, se exige a éstas que permanezcan pasivas, sin salir de los caminos trillados en cualquier campo, sin tener iniciativa propia ni independencia de juicio. Si usted quiere ser considerado un ciudadano democráticamente intachable y tratada como una persona no sujeta a delirios ni extravagancias extremistas, no tenga iniciativa propia, ni ideas originales; recuerde que su vida y sus ilusiones pertenecen a la producción. En este momento de la historia de España usted no es más que un producto fabricado en serie.
Podemos entonces afirmar que surgen unos deseos de consumo como consecuencia del sistema de producción, subrepticiamente sugeridos por autoridades anónimas como la opinión pública y explícitamente impuestos por la publicidad y los medios informativos, que cristalizan en un sistema de signos cuyo consumo permite afiliarse a un grupo y diferenciarse de otros. Las miríficas promesas de obtener la felicidad a través del consumo de objetos y servicios, no son más que ruidos en el aire. Puede que sin proponérnoslo estemos dando respuesta a la esterilidad que sufre Europa en el campo de la creación artística ¿Qué debería ser en definitiva cada vida humana sino una creación . Por lo que hace al arte, la felicidad está en el trabajo, en la capacidad y la aptitud para crear algo que responda al anhelo de nuestro corazón. Lo resumió así de bien Herbert Read: La felicidad no reside en la posesión del objeto creado, sino en el acto de crearlo. Pero si el trabajo no es actividad creadora, sino simple moneda con la que adquirimos nuestra capacidad de compra de signos consumistas, la felicidad se convierte en algo imposible de obtener.
Incluso el ocio no es más que el consumo de un tiempo no productivo pero con valor de signo que afilia a un grupo. El consumo del ocio como signo, como demostración de la inutilidad del tiempo, es a su vez una actividad productiva en la que se le pide al individuo que mantenga- tomando el sol en determinada playa o participando en viajes organizados- la misma actitud de pasividad e irresponsabilidad que se le exige en su trabajo y en el resto de sus quehaceres ciudadanos.
Mucho café para este sujeto… de madrugada o a medianoche
Si una piedra cae el hombre la recoge, si un hombre cae la piedra le entierra. La raza humana producto de la “gran piedra” utiliza la misma para mercadearse. La piedra nos utiliza para alimentarse.
Un abrazo estimado Armando, razón tienes.
José Luis
MIRE QUE CONVERSA BIEN DON ARMANDO NUNCA PENSO EN TIRARSE DE POLITICO LA PARLA LA TIENE HABLA LINDO NO SE LE ENTIENDE NADA PERO BUENO ESE ES OTRO PROBLEMA, MIS SALUDOS DON ARMANDO RECUERDE CUANDO VENGA POR EL URUGUAY DE AVISARME.