Charlatanería y estafa
Las leyes de memoria llamada histórica o para más injuria “democrática” significan que unos políticos, generalmente incultos y a menudo corruptos, pretenden dictar a los españoles lo que deben creer y pensar sobre la guerra civil y el franquismo, dos sucesos clave que han modelado la historia de España hasta hoy. Pretensión en sí misma corrupta y un ataque en toda regla a las libertades democráticas más elementales, y entre ellas, de modo destacado, a las propiamente universitarias de investigación y cátedra. El asunto entraña tal gravedad que debemos preguntarnos, ¿cómo es posible que la osadía de tales políticos de fuerte tradición liberticida, nuevamente confirmada, no haya provocado una auténtica revuelta en la universidad? La única respuesta posible es que la universidad se ha degradado a límites insondables, pues precisamente esos políticos apoyan sus leyes en una corriente o gremio de profesores universitarios, aquí tratados de charlatanes. Ese gremio se ha impuesto en la universidad al punto de que los profesores disconformes apenas osan levantar la voz, por temor a verse aplastados con consignas políticas, condenados a una suerte de aislamiento, y ahora atemorizados por la amenaza de fuertes multas. Tenemos entonces por un lado a los profesores inspiradores de las citadas leyes, y por otra los que apenas les hacen resistencia, lo cual termina por ser una forma de complicidad.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Desde los años 80 se consolidó en la universidad la aludida versión histórica con formas agresivas y amenazantes, que tachaban cualquier discrepancia de fascista o franquista, condenando a quien levantase la voz a una especie de muerte académica, como pasó con Ricardo de la Cierva, el disidente más destacado, y a su exclusión de las bibliografías universitarias. Agresividad despótica que combinaba muy bien con un lenguaje seudohumanitario y sentimental, que llegaba a la cursilería y añadía algo como indignación ética contra el disidente. A principios del siglo actual podía darse por absoluto el triunfo del que se llamaba a sí mismo “gremio de los historiadores”, y sus “consensos básicos”, apoyados por los grandes medios de masas y partidos, incluido el PP, que en 2002 condenó oficialmente el alzamiento del 18 de julio del 36, con lo que no solo condenaba a sus propios padres y abuelos, sino que dejaba en el aire la transición, la democracia y la monarquía, salidas finalmente del suceso histórico condenado. No había necesidad de ninguna ley, simplemente la versión de había vuelto oficial en la práctica, en la política y hasta en la sociedad.
En estas circunstancias, llegué por mi cuenta, examinando entre otros los archivos del PSOE, a conclusiones muy contrarias a las ya dominantes, y publiqué en 1999 Los orígenes de la guerra civil, seguido de otros dos títulos.
Apenas hubo reacción gremial, pues estos libros, de escasa difusión, quedarían como unas curiosidades más, desdeñosamente marginadas en la gran corriente oficialista. Sin embargo, en 2003 ocurrió algo nuevo: Los mitos de la guerra civil, no solo desmontaba en puntos clave la versión oficializada, sino que tuvo un éxito de público impresionante, haciendo peligrar los “consensos” entonces alcanzados. Lo cual causó una alborotada furia en el gremio y en medios periodísticos, políticos y sindicales, con clamores de censura contra “el revisionismo”, el “neofranquismo”, etc. Exigencias que han desembocado en las leyes de “memoria” contra las libertades democráticas… ¡en nombre de la democracia!. Al modo staliniano.
Llamar charlatanes a tales universitarios y a los que callan ante ellos resulta algo inadecuado y en cierto modo eufemístico. Por supuesto, tienen derecho a exponer sus versiones, que en principio podrían acercarse a la verdad histórica…, sólo que si fueran veraces no precisarían imponerlas por ley, sino que prevalecerían en un debate intelectual, como pasa en las democracias y parecía haber ocurrido ya a principios de siglo.
En cuanto al común esquema historiográfico base de las leyes de memoria, puede resumirse así: en los años 30, unas fuerzas reaccionarias o fascistas, sintiendo amenazados sus privilegios por las reformas progresistas y democráticas de la II República, se rebelaron contra esta provocando una sangrienta guerra civil. Ganaron la guerra combinando el apoyo de la Italia fascista y sobre todo de la Alemania nazi, con una feroz represión sobre el pueblo trabajador, causante de infinidad de víctimas entre los demócratas republicanos. Luego, durante casi cuarenta años, sometieron a España a una brutal dictadura, oscurantista y explotadora, residuo del fascismo derrotado en la II Guerra Mundial. Si bien, aceptan algunos, desde finales de los años 50, el régimen se vio forzado a liberalizarse levemente y el país logró una modesta mejora económica, superando un poco los primeros “veinte años perdidos”. Añádase que el jefe de la reacción o fascismo, Francisco Franco, sería un sujeto tan malvado como mediocre, ignorante y tosco, militar y políticamente.
Este es, con tales o cuales matices, el fondo del relato común prevaleciente en la universidad y en la política españolas desde los años ochenta, hasta el punto de haber sido aceptada en lo esencial por corrientes católicas y políticas derivadas directamente de aquel régimen “opresor, explotador y oscurantista”. A poco que se piense, el relato no solo choca con multitud de hechos y detalles bien conocidos, sino que se contradice de modo esencial: ¿cómo podría el franquismo, dirigido por un inepto, haber vencido a fuerzas y dirigentes mucho más ilustrados y capaces, haber escapado a la guerra mundial y haberse mantenido hasta el final sobre un pueblo en estado de rebeldía latente contra tanta opresión y en un medio internacional, sobre todo europeo, que lo execraba? No resulta fácil explicarlo, máxime cuando el número de presos antifranquistas fue muy pequeño desde finales de los años 40.
De entrada ya cabe sospechar que las versiones “memoriadoras” son pura palabrería o tienen demasiado de ella.
Todo el problema se resume en el aserto “teórico” de que el franquismo fue una dictadura, y por tanto contrario a la democracia, una simplificación que sería simplemente burda si no fuera deliberadamente falsaria. ¿Quiénes representaban la democracia? ¿Eran los demócratas los partidos sovietizantes PSOE, PCE y otros que atacaron a la república buguesa hasta destruir su legalidad? ¿Eran demócratas los comunistas que constituyeron la casi única oposición real al franquismo? ¿Podía haber salido de ellos una democracia? Sabemos bien quiénes hicieron inviable la democracia en la II República, de dónde ha salido la democracia actual y quiénes la están destruyendo con leyes como las de memoria.
El tercer punto exige, como decía, distinguir dos aspectos en el relato historiográfico: los sucesos y detalles parciales estudiados con mayor o menor precisión metódica, por una parte, y el enfoque o concepción general con que se los encuadra por otra. Un enfoque falso desvirtúa o distorsiona en profundidad el relato, aunque puede dar lugar a infinitos trabajos parciales: baste pensar en la inmensa bibliografía generada por el marxismo. Sin duda muchos de los que autores aquí criticados han hecho estudios más o menos acertados sobre cuestiones parciales o de detalle, pero si, como ha sido demasiado frecuente, enfocan la historia reciente de España como originada en una guerra civil de reaccionarios o fascistas contra demócratas republicanos, ya todo va mal, aun si aciertan en tales o cuales puntos. Es como reconstruir una estatua pegando los pies a la cabeza, o fabricar un coche con buenos materiales, pero con volante rígido, ruedas desiguales o tubo de escape orientado al interior, etc. El coche no funcionaría, y sus elementos, por buenos que fueran, solo serían útiles como material de desguace.
Así sucede cuando la historia general se distorsiona mediante “metodologías” marxistas o similares (las he llamado lisenkianas en honor al ilustre biólogo soviético Lisenko, que casi arruinó la agricultura rusa), o acordes en líneas generales con la leyenda negra. Julián Marías lo expresó justamente en su España inteligible (de enfoque tan distinto a los dislates historiográficos de su maestro Ortega): “Explican la hegemonía española destacando los rasgos que la habrían hecho imposible”. En otras palabras: esos autores pueden ser maestros en algunos asuntos parciales, secundarios o de detalle, pero falseadores en el conjunto. En ese sentido cabe hablar de charlatanería.
Los historiadores nunca podemos estar por completo seguros de nuestras conclusiones o tesis, pues percibimos la gran variedad de factores y perspectivas que pueden entrar y combinarse en casi cualquier suceso. La historiografía consiste en una pugna por acercarse a la verdad del pasado, nunca plenamente alcanzada, aunque hay grandes diferencias de aproximación; o incluso alejamiento de la verdad, motivado por otros intereses. Por ello estamos siempre dispuestos a la crítica y el debate público, que he ofrecido innumerables veces. Pero el charlatán rechaza el debate, y se entiende por qué: teme, es más, está seguro de perderlo, por lo que recurre a descalificaciones arbitrarias, a menudo personales y amenazantes, para finalmente buscar refugio en tales leyes. Qué mejor prueba de que ellos mismos perciben, aunque sea oscuramente, la falsedad de sus tesis.
Por mi parte, ya que no querían debatir (salvo raras excepciones, y a medias, como veremos), me he ocupado en someter a crítica libros o artículos de los más significados. Lo hice durante años, en el periódico Libertad digital sobre todo. Algunos de los criticados han fallecido, pero casi ninguno juzgó oportuno en su momento contestar a las críticas, se ve que tenían más que hacer. Por lo común prefirieron el silencio acompañado de poses de superioridad, mezcla de pedantería e insospechada arrogancia infantil: ¿cómo iban a dignarse a cuestionar, máxime con alguien ajeno al “gremio”, los tópicos con los que han forjado sus carreras y prestigios?
Tarea para mí harto pesada, pues obligaba a repetir e insistir mucho en los temas clave, a menudo desfigurados con datos secundarios o tergiversados: pero tarea necesaria por su relevancia no solo académica sino también política actual. Porque ¿no tiene algo de extraño y hasta enfermizo esa cerrazón fanática en torno a una guerra terminada hace más de ochenta años, o un régimen franquista inexistente desde hace cuarenta y cinco? Pero el cerrilismo tiene su propia racionalidad, pues la identificación con los vencidos en la guerra civil y la repulsa radical al franquismo se usan como supuesta autoridad moral que cubre muy bien a políticas actuales, así sean corruptas o liberticidas. Sirve para que partidos y políticos de la “memoria”, sean etarras o golpistas separatistas, comunistas y socialistas, hasta la derecha PP, se presenten como demócratas y autores de una democracia con cuyo origen no tuvieron en rigor casi nada que ver. La verborrea sobre el pasado sirve así a la estafa en el presente. Pero clarificar el pasado ayuda a clarificar el presente y a despejar el porvenir.