El lado siniestro de la condición humana
Si paseamos por la ciudad vemos a gran número de personas que van y vienen, llenan los bares, en grupos o solos, sin agredirse ni insultarse, por lo común. Muy rara vez, o ninguna, contemplaremos un suicidio, un homicidio, una violación, incluso un robo, aunque sabemos que esas cosas existen. La impresión general es de gente sana, aunque algunos parezcan algo enfermizos, y no descontenta, a menudo contenta. Veremos muchos o pocos mendigos, según los países, pero siempre muy minoritarios, etc. Esa impresión es al mismo superficial y veraz. Describe una superficie social real, pero bajo ella ocurren gran número de sucesos más o menos trágicos, desde dramas familiares a robos, ruinas económicas, crímenes… Ellos manifiestan el lado oscuro o siniestro de la condición humana. De modo semejante, cuando contemplamos la belleza de un paisaje salvaje, no percibimos la cruda lucha por la existencia que tiene lugar en él, dado que la vida se alimenta de la vida.
Dejando aparte hechos a menudo terribles como algunas enfermedades o la muerte, gran parte de esos hechos “oscuros” se debe a las relaciones interhumanas. Las cuales, tan necesarias y a menudo gratas, tienen siempre un elemento de roce o de choque, de insatisfacción, derivado de la diversidad de deseos individuales. Ese choque suele ocasionar graves disgustos y hasta asesinatos. La causa radica en la tensión entre los individuos y su entorno social.
La sociedad permite al individuo desarrollarse y cumplir parte de sus aspiraciones; pero al mismo tiempo le impone reglas, normas y prohibiciones explícitas o implícitas, que pesan como un fardo sobre sus deseos. Lo mismo ocurre, en un plano más reducido, en las relaciones familiares, de amigos, de trabajo, etc.: abren posibilidades y al mismo tiempo son obstáculos para el individuo. Freud creía que el precio de la convivencia social era la neurosis, por la frustración forzosa de la mayor parte de los impulsos sexuales, idea que puede aplicarse a cualquier otro impulso, en particular al, digamos, económico. La mayoría de las personas se resignan de mala gana ante el obstáculo, por temor al castigo, o lo razonan y aceptan conscientemente; pero otros tratan de romperlo, sea por una fuerza irrazonable del impulso, sea porque el obstáculo se ha vuelto insufrible. En este último caso no se suele hablar de crimen o se le encuentran atenuantes.
El criminal propiamente hablando pone sus deseos o intereses por encima de cualquier norma moral o legal o de deseos o intereses ajenos. Aquí cobra significado la frase sartriana de “el infierno son los otros”, que él explicaba de forma restringida (sentirse juzgado por los demás) pero que puede interpretarse más ampliamente. El crimen llega a hacerse aparentemente gratuito. Hay personas que sienten placer en el dolor ajeno, y no solo en el dolor de quien consideran enemigo sino, más aún, del inocente, como se ve en muchos crímenes de pederastia. En el plano de grupo, ello se percibe en costumbres brutales o en los crímenes de guerra.
Lo que llamamos crimen es la manifestación típica de ese lado oscuro del hombre, que se hace parcialmente visible en las secciones de sucesos de los medios de difusión, secciones que suelen ser las más atendidas por la gente. Como dijo creo que W. R. Hearst, la gente estará siempre atraída principalmente por dos cosas, el crimen y el sexo; y él, desde luego, sacó pingües rentas de la explotación y trivialización de ambos. En los países anglosajones, particularmente, la prensa amarilla es la de tirada más espectacular, pero el dicho de Hearst tiene aplicación general.
Y la causa de esta atracción, a menudo fascinación morbosa, por los crímenes y criminales, radica en que de algún modo nos vemos reflejados en ellos. No pocas veces el delincuente o el criminal suscita admiración en muchos individuos, como aquel que ha osado desafiar las normas que los demás obedecen a desgana, por miedo o cobardía. Ahí radica también la loa de los anarquistas (o de muchos de ellos) a los criminales comunes. Después de todo, siempre se puede racionalizar que las leyes son impuestas por unos pocos, y que el orden social encubre los intereses de unas minorías, las cuales se imponen mediante la amenaza y la violencia policial. De ahí que cuando la ley cae por tierra, en las revoluciones, por ejemplo, suelan desatarse masivamente los odios y los actos de venganza o de rapiña.
Podríamos distinguir entre crímenes y delitos. Los delitos serían las vulneraciones de la ley, con daños sociales más o menos grandes, pero sin un componente moral claro, mientras que llamaríamos crímenes a aquellas transgresiones con un fuerte contenido moral. La diferencia importa: la ley es una norma convencional decidida por un grupo muy pequeño de personas, que se suponen representar “pueblo” –aunque esto es a su vez una convención más bien que un hecho real–; norma que los individuos deben obedecer aunque no la conozcan, y cuya infracción va asociada a un castigo. Crimen, en el sentido que aquí queremos darle, es un acto que afecta a nuestras convicciones profundas, más bien sentimientos, sobre el mal y el bien, incluso si la ley de un modo u otro lo permite o no lo contempla. Por supuesto, la ley tiene un componente moral, que consiste en el mantenimiento del orden social, y la moral tiende a manifestarse en leyes o costumbres concretas; pero ley y moral no son equivalentes.
En cuanto al crimen, el “fardo” no es tanto el temor al castigo por el estado, un temor en cierto modo externo, como la culpa interior asociada a la moral. Cuando examinamos la ferocidad con que se produjo la persecución religiosa en la guerra civil, percibimos pronto la falsedad de las acusaciones a los curas como “enemigos del pueblo, unidos a los explotadores y suministradores de un peculiar opio en beneficio de los ricos”, etc. El fondo del asunto era la rebelión contra las exigencias morales predicadas por la Iglesia, que culpabilizan el desencadenamiento libre de los deseos. El castigo legal a los delitos empieza y acaba en sí mismo, generalmente no supone al delincuente otra cosa que el daño externo, en cambio la culpa moral es un sentimiento penoso, interior y persistente, difícil de proyectar, pero que puede originar reacciones explosivas como aquella de la guerra civil, con su especial ensañamiento. La ideología promete, en general, una libertad sin responsabilidad ni culpa, en que los deseos se cumplirían sin trabas. De ahí su atractivo y también su imposibilidad.
Por lo demás, la promesa se acompaña de la idea de que la sociedad (o el estado, o el capitalismo…) es mala, pero el individuo es bueno, por lo que este no tendría en definitiva más que buenos deseos, que no precisarían represión alguna. La historia real indica más bien lo contrario: los deseos del individuo son en principio ilimitados e insaciables, se ejercen a menudo a costa de otros individuos, por lo que la sociedad va poniéndoles trabas que permitan la convivencia en paz, mediante normas y castigos. Si bien esas normas o leyes pueden ser sentidas como injustas o inmorales, y no pocas veces lo son: la ley tiende a la moralidad, pero no la sustituye.
Facha de mierda
Como decía mi abuela “de visita, todos somos buenos”…Eso es lo que ocurre, Porque la verdad es que tras la máscara se esconde la verdadera naturaleza de la condición humana, aunque es cierto que en el comportamiento no todos tienen el mismo nivel de oscuridad, y porque, además, existen algunos seres excepcionales, casi angélicos, que no pertenecen a esa lucha que se desarrolla cada día en la selva de la vida, pero que aún siendo pocos, son los únicos que pueden salvarnos. En el grueso del pelotón el peso de la materia inclina siempre la balanza hacia ese lado oscuro… Leer más »
Realista artículo, una vez más, de don Pío.
Magnífico artículo.