La derecha se ha rendido y se niega a hacer frente al marxismo gramsciano
Son muchos los que afirman que, quien no conoce su propia historia, está abocado a repetirla. Es por ello que viene a cuento hablar de cómo y por qué cayó el Imperio Romana; claro que, no está de más recordarles a las víctimas de las diversas leyes educativas progresistas que, la Civilización Occidental es resultado del mestizaje de la cultura griega, la cultura romana y la cultura y forma de vida judeo-cristiana.
Tras milenios de esplendor, de apogeo, la Civilización Romana entró en declive, emprendió el camino hacia el abismo, desde el momento en que sus ciudadanos perdieron de vista los valores en los que se asentaba su forma de vida, sus diversas fórmulas convivenciales que, habían demostrado sobradamente que funcionaban, tras ensayos, aciertos, errores, y abrazaron el ideal del “homo festivus”, cuando se adoptó por parte de los gobernantes la máxima de “panen et circenses”, y se condujo a los romanos a una situación de igualdad en la necedad, igualdad en la mediocridad… por supuesto, la administración del estado acabó endeudándose cada vez más, despilfarrando, provocando inflación, entrometiéndose en el mercado, recurriendo al control estatal de los precios, regalando generosamente subvenciones y un larguísimo etc., las ciudades se fueron empobreciendo, la gente productiva fue esquilmada por el estado, y como era de esperar acabó huyendo al campo, abandonando las ciudades.
¿Por qué, y para qué, hacer el esfuerzo de trabajar tu propia tierra cuando sus productos no pueden venderse a precios rentables, ya que el Estado los distribuye casi gratis en Roma? Antes de la invasión de los “bárbaros” ya se había producido el colapso del Estado romano, por haber aplicado durante largo tiempo políticas socialistas, por hacer que los ciudadanos llevaran una vida regalada.
Las similitudes entre la forma de vida del mundo occidental contemporáneo y del imperio romano en lo que respecta a decadencia son increíblemente turbadoras: la misma falta de objetivos éticos, la misma degeneración cultural y la misma ausencia de creatividad, la misma brutalización, el mismo envilecimiento, la misma zafiedad y el mismo culto a la violencia sin venir a cuento. El circo romano en el que los gladiadores derramaban su sangre para la satisfacción sádica de las multitudes se sustituye ahora por el cine y la televisión, en los que el ketchup ha reemplazado a la sangre para satisfacción del mismo tipo de multitudes narcotizadas y alienadas. Pero psíquicamente el significado es idéntico en ambos casos.
La caída del Imperio Romano tiene una causa fundamental: la estupidez y las ideas de la izquierda van de la mano.
Los “valores” de eso que se hace llamar izquierda son formas de estupidez que han anidado profundamente en la conciencia de la mayoría de la gente, estupideces propias de la modernidad que, se han colado en las diversas religiones, en el Estado (en el poder ejecutivo, en el judicial, en el legislativo… e incluso en el “cuarto poder”), en la mente de todo el mundo, hasta en quienes dicen no ser de izquierdas y que, e incluso han acabado introduciéndose en nuestras casas. De la mano de los “valores progresistas” se ha ido instalando entre nosotros, casi sin apenas darnos cuenta, la estulticia… habiendo llegado a tal extremo que la idiocia ha dejado de ser vergonzante; tal cual los diversos fanatismos religiosos.
No se olvide que, al fin y al cabo, la izquierda es una forma de herejía del Cristianismo.
Tampoco debemos olvidar que, la idiocia y la maldad no son excluyentes; es más, como decía Sócrates, la maldad es solo un tipo de estupidez.
Uno de los rasgos más característicos de la estupidez es que generalmente ningún estúpido piensa que lo es. Por el contrario, el más estulto de los estultos actuará y hablará con la convicción de que posee una mente privilegiada. Tal cual dice, también Sócrates, si uno cayera en la cuenta de cuan estúpido es, en una determinada circunstancia elegiría no actuar como un necio.
A poco que uno se acerque a la Historia de la Humanidad, y particularmente la de los últimos siglos, acaba llegando a la conclusión de que, si ha habido una causa determinante, especialmente influyente en las tragedias, maldades, desgracias, genocidios… por los que se han visto afectados millones y millones de seres humanos esa ha sido la estupidez izquierdista. Y lo paradójico del asunto es que todavía las diversas utopías intervencionistas siguen teniendo buena fama y predicamento.
Generalmente tendemos a culpar a la perversidad intencional, a la malicia, a la megalomanía, a la codicia, a la conspiración… de las malas decisiones que se toman, y de los resultados de las mismas que, por supuesto existen, pero un estudio exhaustivo de la conducta humana nos lleva inevitablemente a la conclusión de que, el origen de los terribles errores que cometen los humanos está en la pura y simple estupidez.
Como decía el historiador italiano Carlo María Cipolla, cuando la estupidez se combina con otros factores -como la ideología izquierdista, los diversos socialismos o comunismos-, sus efectos son devastadores.
Los estúpidos son peligrosos, mortíferos porque a los individuos sensatos les es difícil comprender un comportamiento estúpido. Por el contrario, una persona racional, con una mente lúcida, puede entender la “lógica perversa” del malvado, ya que sus actos persiguen su provecho personal, y son previsibles. Pues, aunque una persona malvada no sea lo suficientemente inteligente como para conseguir beneficios sin causar daño a los demás; sus acciones no son éticamente admisibles, pero sí son “racionales” y por tanto podemos anticipar tanto sus movimientos como sus consecuencias y por lo tanto, tomar precauciones para tratar de protegernos o defendernos.
Sin embargo, cuando se trata de personas estúpidas, todo ello es absolutamente imposible; no hay manera racional de prever cuándo, cómo y por qué, un estúpido llevará a cabo su pérfida y cruel embestida. Frente a un individuo estúpido nadie está nunca completamente a salvo.
Si todos los miembros de una sociedad fueran malas personas, la sociedad apenas avanzaría, pero no se producirían grandes desastres ya que los beneficios de unos serían los males de otros. Se produciría una cierta “redistribución de bienes y servicios” movida por vileza; aunque no se produciría apenas “riqueza”. Pero cuando los necios actúan las cosas cambian por completo: ocasionan trastornos, destrucción, daños a otras personas sin obtener ningún beneficio para ellas mismas e inevitablemente la sociedad entera se empobrece.
Tampoco debemos ignorar que cuando los estúpidos se “coordinan y organizan”, el encontronazo puede aumentar como una progresión geométrica, es decir, por multiplicación, no adición, de los factores individuales de estupidez. Esa es la situación que actualmente sufrimos España y los españoles.
Y, recordando una vez más a Carlo Cipolla: la combinación de la inteligencia en diferentes personas tiene menos trascendencia que la combinación de la estupidez, porque la gente no estúpida tiende siempre a subestimar la capacidad de causar daño que posee la gente estúpida.
Tal como también nos enseña Carlo Cipolla el poder tiende a situar a “malvados inteligentes” en la cima de cualquier organización -que en ocasiones acaban comportándose como “malvados estúpidos”-; y ellos, a su vez, tienden a favorecer y proteger la estupidez y mantener fuera de su camino lo más que puedan a la genuina inteligencia. Esto es lo que los psicólogos denominan Mediocridad Inoperante Activa, y el español Joaquín Costa “meritocracia por lo bajo”.
Decía Carlo Cipolla que, en determinados momentos históricos, cuando una nación está en situación de ascenso, de progreso, posee un alto porcentaje de personas inteligentes fuera de lo común que, intentan mantener al grupo de los estúpidos bajo control, y que, en el mismo tiempo, produciendo bienes y servicios, ganancias para sí mismos y para los demás miembros de la comunidad, suficientes para convertir el progreso en perdurable.
Así mismo, afirma Cipolla que, en cualquier comunidad en declive el porcentaje de individuos estúpidos es incesante; haciéndose notar, acabando por influir en el resto de la población, especialmente entre quienes ocupan el poder, un alarmante crecimiento de malvados con un alto grado de estupidez – y, entre aquellos que no están en el poder, un igualmente alarmante crecimiento de la cantidad de individuos desprovistos de inteligencia. Cuando en la población predominan los estúpidos, inevitablemente la sociedad está abocada a la destrucción, a llevar hacía su propia ruina.
La reversión de esta tendencia a veces es posible, pero requiere una combinación de factores muy poco comunes, como la convergencia de personas inteligentes capaces de asumir poder, con un empuje colectivo para introducir un cambio trascendente.
Una vez llegados hasta aquí, es imprescindible preguntar en qué se diferencia la derecha que recurre a eufemismos diversos, a denominaciones más o menos “gaseosas”, para evitar denominarse DERECHA, de esa izquierda profundamente estúpida -y malvada- de la que venimos hablando y sobre todo, por qué ha renunciado a hacer frente a las diversas “guerras culturales”, y actúa como si no existiese.
¿Por qué la derecha tradicional, a pesar de haber tenido los medios, la influencia y el poder durante décadas, es incapaz de disputar la hegemonía cultural a la izquierda? ¿Por qué en las “guerras culturales” la derecha tradicional no está ni se la espera?
¿De qué hablamos cuando hablamos de guerras culturales?
El concepto de “guerras culturales” se remonta a la década de los años 60 del siglo XX, cuando la protesta juvenil incubada en los campus anglosajones tomó la delantera y se impuso a sucesivas generaciones de conservadores morales y culturales. A partir de entonces la derecha tradicional se puso intelectualmente a la defensiva, y así permanece; mientras que la izquierda, adaptada a las condiciones culturales del nuevo capitalismo, no ha parado de reinventarse.
Y qué sucede actualmente.
El que hayan surgidos diversos “populismos de derecha” ha sido en gran parte consecuencia de la impotencia cultural de esa derecha tradicional de la que se viene hablando. Generalmente, cuando la derecha actual se pone en pie de guerra (cultural) normalmente lo hace para deplorar las guerras culturales, o para decir que hay que centrarse “en lo que de verdad importa” (la economía, los impuestos, etcétera).
La gente de derecha, salvo excepciones, no acaba de entender que la batalla de las ideas no se libra desde trincheras estáticas, sino que consiste en una guerra de posiciones en la que se hacen incursiones en terreno enemigo y se retorna con un botín.
La derecha tradicional tampoco acaba de darse cuenta de que, el objetivo final no es ganar las elecciones sino cambiar la sociedad; son muchos, demasiados quienes dicen no ser de izquierdas que, siguen sin enterarse de que para tomar el poder político es condición imprescindible llevar a cabo, previamente, un trabajo intensivo en el orden cultural; sin esa acción previa, es casi imposible la toma del poder político.
La guerra cultura que ha emprendido la izquierda, y de la que la mayoría de la gente de derecha sigue sin enterarse, está ligada íntimamente a la idea de identidad: Libertad, Igualdad, Identidad son las palabras talismán en las que basa su lucha la actual izquierda.
Pero, tenemos un problema: a la derecha tradicional no le gusta hablar de identidades. Quienes dicen ser de derecha afirman que, hablar de identidad es volver al pasado, propio de gente nostálgica, reaccionaria. Por desgracia, la derecha actual ha interiorizado, ha hecho suya la visión progresista de la historia. Y, como buenos conversos, la gente de derecha pretende darle lecciones a la izquierda, a la que suele acusar de “reaccionaria”. Las políticas identitarias – nos dicen sus cabezas pensantes –suponen la vuelta a un estadio primitivo de la humanidad, un regreso a los mitos historicistas y al tribalismo, un asalto a la razón, en suma. Afirmaciones que solo pueden hacerse desde una pobrísima teoría de la historia.
Como afirmaba hace no mucho tiempo, el francés Alain de Benoist: “los hombres aspiran en primer lugar a la libertad. Adquirida la libertad aspiran a la igualdad, porque ésta está amenazada por la libertad. Adquirida la igualdad aspiran a la identidad, porque ésta está amenazada por la igualdad. Nos encontramos justamente en ese momento”. Los desajustes entre ambos estratos – la libertad y la igualdad – abren paso al tercer estrato, el de la identidad, que se sitúa hoy en el corazón de las “guerras culturales”.
¿Volver al pasado, cualquier tiempo pasado fue mejor?
Evidentemente, regresar al pasado es imposible, pero no lo es reconocerse en él. Al fin y al cabo, nuestra identidad es una historia, es “la historia de nuestras transformaciones identitarias específicas” (Alain de Benoist). El presente es tridimensional, en la medida en que aúna el pasado, la actualidad y el futuro. Y la identidad es el hilo conductor. Por eso nuestra mirada sobre la historia nunca es neutra, y por eso vivimos sumidos en la convivencia de múltiples temporalidades.
Por más que les disguste a los progresistas el pasado nunca pasa del todo, en la medida en la que “de él extraemos las representaciones simbólicas de nuestra identidad, las que nos constituyen como sujetos sociales y actores de nuestra libertad”. Las identidades cristalizan en narrativas que se reformulan una y otra vez.
Si la derecha no quiere, definitivamente, perder la guerra cultural deberá abandonar la visión progresista de la historia, tener en cuenta las políticas de identidad y no olvidar que la “posmodernidad” ya ha llegado y lo ha hecho con intención de quedarse. Evidentemente, a la derecha actual le cuesta admitir todo esto, así que, lo mejore será que vuelvan a leer a Fukuyama.
En su ensayo “Identidad” Fukuyama sitúa bien el problema: el deseo de identidad es un componente esencial de la psique humana. El autor norteamericano lo identifica recurriendo a un término platónico: el thymos, la “tercera parte” del alma humana, la sede de la rabia y del orgullo, de los juicios de valor, del sentimiento del honor y de la propia dignidad. Los seres humanos no son totalmente racionales, aspiran también al reconocimiento de su dignidad. Fukuyama reconoce la insuficiencia de la antropología liberal que menosprecia los comportamientos no-utilitarios. Admite que ninguna comunidad puede subsistir sin algún tipo de adhesión irracional de sus componentes.
Frente al afán de reconocimiento – que tiene mucho de irracional e innegociable– Fukuyama coincide con los conservadores tradicionales en que las políticas de identidad pueden llevar a la disgregación social, al desarraigo y al nihilismo. Por eso critica a las “políticas de identidad” de la izquierda, que a su juicio promueven la intolerancia, el narcisismo y un enfoque terapéutico sobre las instituciones.
Patriotismo desinfectado, suave…
El problema es que la falta de identidad produce “horror vacui”. Cuando una identidad se bate en retirada, es inmediatamente substituida por otra. Por eso los constructos flácidos tipo “el patriotismo constitucional” son impotentes para luchar contra las identidades carnales y arraigadas, sostenidas en relatos y genealogías movilizadoras. Al evacuar la idea de nación española -como ocurre en España- y sustituirla por la defensa del “constitucionalismo”, la derecha -boba- española perdió la guerra cultural contra nacionalistas vascos y catalanes.
Al fin y al cabo, los separatistas sabían que el ideal de una sociedad basada exclusivamente en vínculos contractuales, voluntarios y racionales se quedará siempre corto, porque ignora la sed de comunidad del ser humano. Algo que la izquierda siempre ha sabido, como lo demuestra con su ingeniería posmoderna de identidades de recambio (el feminismo es la apuesta de temporada).
Quienes dicen formar parte de la “derecha identitaria” también lo saben y levantan la bandera de la nación y la patria, y ondean la bandera nacional y hacen sonar el himno con estruendo… Mientras, la homilía popperiana de la derecha boba se va pareciendo, cada vez más, a la melopea de un borracho, todo el mundo la oye, pero casi nadie la escucha.
Continuará.
La derecha no se ha rendido, son los líderes de la derecha los traidores tras haberse dejado caer en manos de la mafia masónica, brazo estratégico del sionismo financiero señor oculto del mundo