Akenatón: el faraón apóstata
Antonio Pérez.- La mayor parte de los expertos en literatura asegura que, a pesar de la aparente variedad de argumentos manejados por el hombre en sus relatos a lo largo de la Historia, éstos pueden reducirse a uno solo: la eterna lucha del Bien contra el Mal.
Incluso en la más modesta de las obras actuales, donde la ambigüedad, la confusión y la extravagancia suelen poseer más importancia que la calidad, la belleza o el ejemplo moralizante, el sentido último de las narraciones es el mismo. Se entiende el Bien como todo aquello que beneficia al protagonista, por más que éste sea un ladrón, un farsante o incluso un asesino, frente al Mal, que le perjudica. Se trata de una influencia evidente de la religión y la espiritualidad común en todas las culturas, y que durante miles de años dotó de sentido la vida de nuestros antepasados a través de diversas creencias.
Con el triunfo de la razón en el siglo XVIII, la sociedad occidental comenzó un proceso de progresivo ateísmo e irreligiosidad, que ha ido despojando sistemáticamente a millones de personas de todo interés más allá de lo económico y lo estrictamente material. Sin embargo, en la actualidad, es en los países más desarrollados donde paradójicamente se producen mayor número de suicidios y enfermedades mentales con cuadros depresivos. La inversión en solidaridad (a través de ONG) o en supercherías (echadores de cartas, tarotistas, santeros y videntes) ha intentado llenar el hueco dejado por esa carencia de religiosidad.
Los antiguos egipcios, y también los griegos, creían que existía una especie de guerra secreta entre la Tradición y la Antitradición desde el principio de los tiempos, lo que en el fondo no es más que otra faceta del eterno enfrenamiento entre el Bien y el Mal. Esta guerra soterrada, en opinión de los antiguos, y también de modernos especialistas, es el motor de los acontecimientos, y acaba dotando de sentido cualquier época o personaje de la Historia si somos capaces de superar los prejuicios, ir más allá de las explicaciones convencionales y sacar a la luz el tenue rastro que da sentido a diferentes sucesos en apariencia sin conexión.
La Tradición abarca una serie de verdades de origen no humano reveladas a los iniciados, hombres y mujeres más evolucionados espiritualmente que el resto de la humanidad, que se agrupan discretamente en pequeñas sociedades herméticas. En apariencia, su misión consiste en guardar y transmitir esas verdades, además de ponerlas en práctica en beneficio de todos los seres humanos. Pero no siempre es así. Supuestamente, estos iniciados disponen de capacidades desconocidas para las personas corrientes, aunque viven en el anonimato porque no buscan honores materiales ni tienen interés en mostrar su identidad en público. Su poder es espiritual y su reino, ciertamente, «no es de este mundo». Uno de sus símbolos sagrados es la espiral, utilizada ya por los primeros cristianos, una forma de naturaleza que se encuentra por todas partes, desde lo más sublime a lo más banal: desde la forma de algunas galaxias hasta la cadena de ADN. Equivale al principio de la evolución.
La Antitradición utiliza las mimas verdades, pero, en lugar de respetarlas tal y como son, las prostituye para aprovecharse de ellas y aplicarlas en exclusivo beneficio de los miembros de sus propias sociedades secretas. Éstos tienen como objetivo principal la acumulación de secretos y bienes, el reconocimiento social y el ejercicio del poder personal sobre los demás. Generalmente de forma abusiva. Para ello no dudan en manipular, explotar, traicionar e incluso sacrificar a los demás seres humanos en su afán por alcanzar y mantenerse en la cúspide de la simbólica pirámide del Poder. Uno de sus emblemas más característicos —además de la propia pirámide— es el círculo, considerado como el símbolo geométrico perfecto porque no tiene en apariencia principio ni fin. Significa que lo que ahora está arriba pasará con el tiempo a estar abajo y viceversa, aunque el círculo permanezca siempre en el mismo lugar. Equivale al principio de la revolución.
El fin de la Tradición, en suma, va más allá de la simple existencia física y presupone la certeza de un espíritu inmortal como verdadero Yo. El de la Antitradición busca la satisfacción inmediata de un yo con minúscula o, mejor, de una serie de yoes de carácter personalista y cuyos intereses se circunscriben únicamente al plano material. Por lógica, ambas fuerzas están abocadas a un pulso en el que cada una de ellas utilizará sus propias armas. En el caso de la Antitradición, uno de sus instrumentos favoritos es la mentira. No sólo el engaño defendido con vehemencia, sino, sobre todo, la inducción al error a partir de todo tipo de especulaciones y la mezcla de medias verdades con falsedades.
El hecho de que ambos bandos utilicen algunos símbolos similares (como la pirámide o el triángulo, su representación en dos dimensiones) tampoco ayuda a la hora de diferenciarlos. De hecho, en cierto momento histórico, la Antitradición descubrió que, en lugar de enfrentarse abiertamente a la Tradición, le resultaba más rentable crear sociedad secretas y escuelas de pensamiento y filosofía, que, bajo la apariencia formal de pertenecer a la segunda, fueran en realidad tributarios de la primera. De esta manera, desviaban de su camino a genuinos buscadores del conocimiento que ingresaban en sus filas y trabajaban sin saberlo para satisfacer sus fines ocultos. Otra de las tácticas consistió en infiltrase en las sociedades defensoras de la Tradición para ir escalando puestos en ellas hasta el punto de tomar el mando y apartarlas de sus objetivos originales.
Las primeras referencias históricas de las que disponemos acerca de este reñido combate entre Tradición y Antitradición se remontan al antiguo Egipto. Entre la pléyade de grandes reyes y guerreros protagonistas de formidables hazañas de esta impresionante cultura hay un pequeño espacio reservado para un faraón. Tan pequeño, que hasta hace pocos años ni siquiera le conocíamos. Sin embargo, hoy sabemos que fue el artífice de la primera gran revolución religiosa de la Antigüedad y el precursor del monoteísmo.
Su personalidad, y buena parte de su biografía siguen siendo un auténtico enigma para los egiptólogos. Se trata del faraón Akenatón, al que ya hemos mencionado, y su nombre significa «El que complace a Atón». Éste dios, Atón, era la representación del espíritu solar, un dios único y por encima de la miríada de divinidades que hasta entonces habían sido adoradas por la mayoría de los egipcios, cuyo panteón estaba presidido por el dios Amón-Ra.
Amón, es la helenización del nombre egipcio Amen. Originalmente una deidad tebana, cuyo culto se popularizó cuando la ciudad de Tebas pasó a ser una de las más influyentes de Egipto, tras la expulsión de los hicsos a manos de los príncipes tebanos que darían origen a la dinastía XVII. En el Imperio Antiguo, Amón era un dios menor del Alto Egipto, pero durante la XII dinastía (1980-1790 a.C.) fue considerado un importante dios monárquico asimilándolo paulatinamente a Ra, el dios solar por excelencia. Asimismo, Amón fue identificándose con los dioses Horus y Osiris, que se consideraron manifestaciones de Amón.
A este dios solar dedicó Akenatón su famoso «Himno de Atón», una de las más hermosas alabanzas sagradas jamás compuestas, que el propio faraón entonaba cada mañana cuando aparecía el disco solar. El himno comienza con las siguientes palabras: «Bello es tu amanecer en el horizonte del cielo, ¡oh, Atón vivo, principio de la vida! Cuando tú te alzas por el oriente lejano, llenas todas las tierras con tu belleza. Grande y brillante te ven todos en las alturas. Tus benefactores rayos abarcan toda la creación».
Según la concepción de Akenatón, que incluso había cambiado su nombre original de Amenofis IV (traducido como «Amón está complacido») en honor de la divinidad única, todos los hombres eran iguales en deberes y derechos y, en consecuencia, serían recompensados por sus buenos actos y según se hubiesen comportado en la tierra. Para dejar claro el cambio de orientación religiosa que deseaba imponer (pues se trató de una imposición), Akenatón trasladó la capital del reino desde Tebas, donde se levantaban los principales templos consagrados a Amón-Ra, a la nueva ciudad que construyó y que llamó La Ciudad del Horizonte de Atón, hoy Tell el Amarna, que hizo construir en medio del desierto en un tiempo récord.
A pesar de la prohibición explícita del faraón, los poderosos sacerdotes de Amón siguieron celebrando sus ritos en los sótanos y subterráneos de los viejos templos tebanos, mientras que los templos de Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias sagradas dedicadas al dios único. El reinado de Akenatón y su esposa, la deslumbrante Nefertiti, se caracterizó por un pacifismo insólito (hoy lo llamaríamos buenismo) comparado con épocas pretéritas. Entretanto, la guerra, el hambre, la peste y la miseria asolaron Egipto, pues la administración pública, que durante siglos había estado a cargo de los sacerdotes de Amón-Ra, se desmoronó.
Por esto, el clero y la oligarquía militar nunca le perdonaron a Akenatón su revolución religiosa y, cuando falleció, trataron de hacerlo desaparecer también de la historia por considerarle un «falso faraón». A su muerte destruyeron los templos de Atón y restauraron los antiguos cultos. Incluso borraron su nombre escrito con jeroglíficos de las columnas de los templos y de los monumentos públicos. Por eso conocemos tan poco acerca de la vida de ese faraón, en comparación con otros mucho más populares como la gran reina Hatsepsut, Tutmosis III, Seti I, Ramsés II o el célebre Horemheb, que fue el último faraón de la XVIII dinastía y gobernó entre los años 1323 y 1295 a.C.
Horemheb era el comandante de las tropas de Akenatón y, aunque se mostró siempre leal al faraón apóstata, no dejó de reprocharle su herejía y su debilidad en cuestiones militares. Horemheb salvó a Egipto de caer bajo el yugo de los temibles hititas cuando el faraón ordenó disolver el ejército. Tras abolirse la reforma religiosa de Akenatón, Amón se convirtió en el dios de todo Egipto como Amón-Ra, «rey de todos los dioses» y dios supremo de Egipto.
No obstante, varios especialistas señalan que la herencia de Akenatón es mucho más profunda de lo que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica proyección de la privada, ya que Akenatón fue, según ellos, uno de los más importantes dirigentes del más arcano rito mistérico de la Tradición. Una sociedad secreta que habría sido instaurada y regulada por el gran faraón Tutmosis III (sexto faraón de la XVIII dinastía que gobernó de 1479 a 1425 a.C.), cuyo nombre iniciático habría sido Menes, en honor del primer rey que unificó Egipto y gobernó hacia el año 3000 a.C. Esta sociedad hermética recreada por Tutmosis III se reunía en secreto en una sala subterránea del templo de Karnak, y sus miembros nunca aclararon cuáles eran sus propósitos ni los objetivos que perseguían, y sólo tenían acceso a ella «los aspirantes cuyos valores humanos y espirituales atraían el interés de los miembros de la fraternidad». Cuando Akenatón fue nombrado maestro del grupo secreto, éste ya contaba con algo más de trescientos miembros.
En las últimas décadas, algunos historiadores han considerado, no sin cierta cautela, que el faraón Amenofis IV, que cambió su nombre por el de Akenatón e intentó imponer en Egipto el culto monoteísta del dios solar Atón, pudo haber sido el enigmático «Moisés» bíblico.
Entre los que huyeron de Egipto guiados por Moisés, estaban los jefes de las Doce Tribus y los descendientes del patriarca Jacob (Israel), quienes siguiendo las instrucciones de su caudillo, construyeron el Tabernáculo en las estribaciones del monte Sinaí. Tras la muerte de Moisés, su lugarteniente Josué (Jesús) y sus hombres iniciaron la reconquista de Canaán, el país que habían abandonado sus antepasados. Pero durante ese tiempo, oleadas de filisteos, fenicios y otros pueblos semitas habían repoblado el territorio de Canaán (Palestina). Las crónicas hablan de grandes batallas entre formidables ejércitos para controlar el territorio.
Al final, los israelitas dirigidos por Josué, vencieron y cruzaron el río Jordán, arrebatando la ciudad amurallada de Jericó a los cananeos y se instalaron en la Tierra Prometida. Pero una larga serie de desastres acontecieron al pueblo hebreo a la muerte de Josué, durante la época conocida como la del gobierno de los «Jueces de Israel». Alrededor del año 1020 a.C., las diferentes tribus se confederaron bajo un único caudillo que se convertiría en su primer rey: Saúl.
Tras la conquista parcial de Palestina (Canaán), David de Belén, un descendiente de Abraham, tomó por esposa a la hija de Saúl y se convirtió en rey de Judá, reino que abarcaba aproximadamente la mitad sur de la región reconquistada a los filisteos. Hacia el año 1000 a.C., David declaró la guerra a Saúl y conquistó el reino del norte, Israel, con lo que se convirtió en soberano de todo el territorio.
A David le sucedió su hijo Salomón y, cuenta la leyenda, que grande fue la sabiduría de este rey, pero más grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de ellos fue Hiram Abiff, el arquitecto del templo sagrado que mandó construir el propio Salomón en Jerusalén. Comoquiera que la obra requería de un gran contingente de obreros, Hiram los organizó como un ejército, instituyendo una jerarquía de tres grados: aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos tenía sus propias funciones y su retribución económica, y disponía de una serie de palabras, signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única forma de subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.
Tres compañeros, irritados por no haber sido todavía promocionados a maestros, decidieron confabularse para conseguir la palabra exacta que permitía acceder al salario de grado superior. Se escondieron dentro de las obras y esperaron a que terminara la jornada y todos los obreros se retiraran. De acuerdo con su costumbre, Hiram recorría cada noche la obra en construcción para comprobar si se cumplían sus previsiones. Cuando iba a salir por la puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados, que le amenazó con golpearlo si no le revelaba de inmediato la palabra secreta. El arquitecto se negó y le reprochó su actitud, por lo que el frustrado compañero le dio un golpe en la cabeza. Malherido, Hiram corrió hacia la puerta de Septentrión, donde se encontró con el segundo conspirador, que repitió la exigencia. Obtuvo la misma respuesta y también atacó a Hiram que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de Oriente. Pero allí se agazapaba el tercero de los compañeros, que, al cosechar idéntico resultado que los anteriores, asestó el golpe mortal a Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos recogieron el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron clandestinamente. Para reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la plantaron sobre la tumba.
Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y que nadie sabía de él, mandó a nueve maestros en su busca. Tras diversas peripecias, tres de ellos llegaron junto a la rama de acacia, donde se detuvieron a descansar. Uno se apoyó en ella pensando que era lo bastante sólida para sostenerle, sin embargo, la rama cedió bajo su peso, y se fijaron entonces en que el terreno había removido recientemente. Los tres maestros escarbaron afanosamente y exhumaron el cuerpo de Hiram. Después de llorar su pérdida, decidieron llevar el cadáver ante Salomón, pero al intentar levantarlo comprobaron horrorizados cómo la carne se desprendía de los huesos. En el idioma que utilizaban, la expresión «la carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros decidieron que, a partir de entonces, ésa sería palabra de paso a su grado.