Comparativa de Reyes (I)
Por José Alberto Cepas Palanca.- Isabel de Trastámara, “la Católica” (1451-1504). Reina I de Castilla y de León. Nació en el convento de San Agustín de Madrigal de las Altas Torres (Ávila) y falleció en el Palacio Testamentario de Medina del Campo (Valladolid) a causa de una hidropesía a consecuencia probablemente de cáncer de útero o en todo caso, cáncer de recto. Está enterrada en la Capilla Real de la catedral de Granada.
Hija de Juan II de Castilla y de su segunda esposa, Isabel de Portugal. Era de mediana estatura, bien proporcionada, muy blanca y rubia, de ojos entre verdes y azules, de mirar gracioso y honesto, y un rostro hermoso y alegre. Fuerte personalidad. Su carácter era recio y varonil. También afable y de trato agradable. Justiciera y generosa, olvidaba con frecuencia las afrentas hechas a su persona, pero las infracciones a las leyes las castigaba con rigor. Dotada de una gran inteligencia, poseía un corazón noble. Siempre guardó para su familia un gran afecto, y a sus más allegados los trató con deferencia y cariño. Cuidó a su madre con gran ternura. Amaba a su esposo y a sus hijos más que a sí misma. A pesar de sus preocupaciones políticas y de sus constantes viajes, siempre encontró tiempo para acudir a la llamada de sus hijos y ocuparse de su educación.
Demostró su tesón, tanto en los derechos dinásticos como en la guerra de Granada. Cuando lo consideró oportuno, vistió la armadura y participó en muchas acciones bélicas al lado de su esposo. Con su valor y presencia, levantaba el ánimo de los combatientes. Fue el alma de la conquista granadina, vigilando que no decayera la moral de su ejército, atenta siempre a que no le faltaran suministros. Dio, a lo largo de su reinado, muestras de un heroísmo que raramente se encuentra en su sexo; pero si su ardor guerrero le llevaba a exaltar el valor de sus soldados, su acendrada y sincera piedad le inducía a cuidar de su bienestar haciendo distribución de comida, ropas y dinero. Creó los Hospitales de la Reina. Dotada de un excelente juicio, su esposo no hacía nada sin consultarle, hasta en lo que se refería a su reino patrimonial de Aragón. La trashumancia se hizo en ella un hábito. Gracias a su incesante actividad, a su buen juicio, consiguió levantar a la Castilla postrada, decadente y podrida de su hermanastro Enrique IV. Bajo la vigilancia de la Santa Hermandad, volvió el orden, y los campesinos pudieron labrar pacíficamente sus tierras.
Disminuyó el poder de la nobleza: “Podéis seguir en la corte o retiraros a vuestras posesiones, como gustéis; pero mientras Dios me conserve en el puesto a que he sido llamada, cuidaré de no imitar el ejemplo de Enrique IV, y no seré juguete de mi nobleza”. Consiguió que los reyes de Castilla ostentaran la dignidad de Grandes Maestres de la Órdenes religiosas. Isabel no tuvo en cuenta a la sangre más ilustre a la hora de ocupar los puestos más altos, nombrando a los más capacitados sin importarle que fueran de clase inferior. Era muy temerosa de Dios, teniendo gran respeto a sus ministros en la Tierra y, sobre todo al Papa, pero se mostraba muy susceptible cuando se trataba de la independencia de la Corona o de sus derechos, respondiendo con altivez y energía. Creo el Consejo Real que se transformó para que fuera el órgano central del Gobierno, asesor de los monarcas y Tribunal Supremo de Justicia. Acometió la reforma del Ejército, que se transformó en permanente y mejor, dotándolo de mejor armamento y dando mayor importancia a la artillería, de reciente invención. Creó el cargo de corregidor, funcionario nombrado por los reyes para imponer la autoridad del trono en las grandes ciudades. Junto a su esposo, Fernando, fue el artífice de la creación de España, tal y como hoy la conocemos.
Fernando II de Aragón (V de Castilla y León), “el Católico” (1452-1516). Nació en el caserón de la familia Sada, en Sos (Zaragoza), y falleció en la Casa de Santa, en Madrigalejo (Cáceres). Hijo de Juan II de Aragón y de su segunda esposa, Juana Enríquez, perteneciente a la familia de Trastámara. Creció en medio de continuas luchas y embrollos diplomáticos. Según Hernando del Pulgar: “no era ni alto ni bajo, simétrica figura, hermoso de rostro, cejas pobladas, nariz recta, buen color, los ojos rientes, los cabellos prietos y lisos, ancha frente, la voz un tanto aguda, pero firma y bien timbrada, y el habla, igual, ni presurosa ni espaciosa, complexión recia y templado de movimientos”.
Solidario con la política de su esposa, Fernando apoyó con sus consejos y sagacidad política las difíciles medidas que se tomaron para llevar a buen puerto las reformas que se efectuaron en Castilla. Isabel y Fernando estaban perfectamente de acuerdo en destruir el poder islámico en España y unificarla bajo la religión católica. Ambas voluntades, coordinadas al unísono, supieron vencer, gracias a su tesón y energía, todas las dificultades que la larga guerra puso en su camino. La unión de Castilla y Aragón había proporcionado a Fernando unos recursos y un ejército capaz y entrenado, que antes no tenía. Gracias a la excepcional capacidad política y a la habilidad diplomática de Fernando, Castilla y Aragón tendrían una verdadera política exterior al asumir los monarcas los intereses de la Corona de Aragón frente a Francia. Más pragmático que su esposa, Fernando se valió de la Iglesia para encubrir sus propósitos terrenales. Se le acusó de tacaño, cuando no lo era, sino, más bien, frugal en sus gastos, porque, para llevar a cabo sus numerosas empresas, tuvo que controlar con mano férrea los recursos de que disponía. Nadie le ha acusado de enriquecerse o de apropiarse de lo ajeno por la violencia; antes bien, cuando murió, apenas si se encontró en sus arcas lo necesario para sufragar los gastos de sus funerales. Falleció a la edad de 64 años de una afección cardíaca, aunque expertos en el tema señalan que la causa fueron las pócimas que tomó para aumentar su vigor sexual cuando se casó con su segunda esposa, Germana de Foix. Fue enterrado por expreso deseo suyo al lado de su amada Isabel de Castilla.
Juana I de Castilla, “la Loca” (1479-1555). Tercera de los hijos de Fernando e Isabel; los “Reyes Católicos”, nació en Toledo. Falleció en el Palacio Real – actualmente desaparecido – de Tordesillas (Valladolid) a la edad de 75 años. Poco se sabe de su infancia, aunque se puede asegurar que recibió una esmerada educación. Dotada de una excelente cultura, Juana estudió comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras propias de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, el entrenamiento como amazona y el conocimiento de lenguas romances propias de la península Ibérica, además del francés y del latín. No es de extrañar que, rodeada de clérigos y severos educadores, sintiera deseos de ser monja. Al menor descuido de sus ayas, dormía en el suelo o se flagelaba. Ya en 1495, Juana daba muestras de escepticismo religioso y poca devoción por el culto y los ritos cristianos. Este hecho alarmaba y descomponía a su madre Isabel, que ordenó que se mantuviese en secreto. No quería firmar documento alguno, ni prestar juramentos, ni ser responsable de nada. Deseaba ser reina, pero no quería asumir el peso del gobierno, aunque se daba perfecta cuenta de todo: se negó a recibir el juramento de fidelidad de las Cortes, alegando que España no podía ser regida por un flamenco ni por la mujer de un flamenco, siendo su voluntad que su padre se encargara del gobierno hasta la mayoría de edad de su hijo Carlos V. Tampoco quiso firmar nada ni con los partidarios del rey, ni con los comuneros. Seguía sin permitir que en su séquito hubiera una sola mujer, fuera de la vieja aya. Sus habitaciones estaban enlutadas, y vestía de riguroso luto, pasando los días sumida en un profundo letargo.
Con el transcurrir de los años, iría cayendo en la soledad, en el retraimiento y en la abulia, desarrollando un carácter taciturno y obcecado. En su juventud, poseía un rostro atrayente y gran simpatía. En lo físico, tenía la cabeza un poco alargada, achatada transversalmente, la mandíbula inferior sobresalía de la superior, el labio inferior grueso, la nariz alargada, y los ojos sobresalientes, un poco rasgados, lo que le daba un aire exótico que la hacía atrayente. El parecido de Juana con su abuela paterna, Juana Enríquez, hizo que su madre la llamara humorísticamente “mi suegra”, y su padre, “madre”. Fiel expresión del estado de Juana, pasado algún tiempo desde su boda con Felipe “el Hermoso”, es la descripción que Valentín de Carreras dejó de un retrato de la Archiduquesa, pintado posiblemente por el maestro Michel: “La cabeza baja, los párpados tumidos y enrojecidos por el llanto, velando casi por completo las grandes pupilas de sus empañados ojos, y la incierta y vaga mirada, pintan su espíritu agitado por los celos o abatida por la pérdida del objeto amado”. Su estado mental empeoró, posiblemente a causa de los justificados celos generados por su marido o bien por su forma de proceder, totalmente desproporcionado actuando en ocasiones como una persona que no regía mentalmente bien, hasta el punto que en Flandes la llamaban “la terrible”.
Su situación mental degeneró al no querer ocuparse de los asuntos del gobierno y su despreocupación por los actos oficiales. En el testamento que su madre Isabel hizo, poco antes de morir, dejaba bien claro que “dejaba por gobernador de sus reinos a su marido Fernando en ausencia de su hija, la reina doña Juana, y que no queriendo o no pudiendo gobernar, gobernase su marido el rey don Fernando”. El fallecimiento de su marido Felipe la trastornó totalmente. Su vida se convirtió en una desdicha infinita. El juicio de Juana se iba oscureciendo. En sus accesos de repentina cólera, arrojaba a sus camareras cualquier utensilio que tuviera a mano, y ellas tenían que huir en busca de refugio. Pasaba las semanas sin cambiarse de vestido ni de ropa interior. Fue el único caso que en España hubo tres reyes a la vez: la reina Juana “la Loca”, su marido, Felipe “el Hermoso”, y el rey Fernando “el Católico”, aunque las decisiones las tomaba Fernando. Cuando falleció su marido, comenzó un camino itinerante dirección Granada, donde teóricamente se iba a enterrarle, que nunca se materializó. Finalmente, su padre, Fernando, tomó la decisión de encerrarla en el castillo-fortaleza de Tordesillas de donde nunca saldría, estando encerrada durante 46 años. Estuvo recluida con su hija la pequeña Catalina. Su hijo Carlos V nombraría al marqués de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas, que confundió el cargo de mayordomo de Juana con el de su carcelero. A pesar de sus extravagancias, Juana se conservaba sana de cuerpo.
El aislamiento, su naturaleza mórbida y abúlica, contribuyeron de una forma decisiva a concentrarla cada vez más en sus obsesiones, lo que resultó totalmente pernicioso para su estado mental. Aparecieron las alucinaciones; tanto en sus pesadillas como en estado de vigilia, Juana veía a un gato negro que arañaba a su padre y a su marido (ya enterrado en Granada). En su desvarío, creía que ese gato se había comido a su hija Catalina (que ya no vivía con ella pues se había casado con Juan III de Portugal) y estaba preparado a devorarla a ella también. Se imaginaba que los que la rodeaban, la perseguían con toda clase de burlas y, para mortificarla, escondían sus libros de oraciones. Las dueñas eran almas muertas que tomaban la figura de tal o cual personaje y la insultaban. En ciertos momentos, daba terribles aullidos y, en otros, presentaba claros signos de manía persecutoria. Los últimos años de su vida fue de un gran sufrimiento físico. Se le declaró una parálisis parcial en una pierna y como consecuencia no podía ni levantarse de la cama. Su cuerpo se llenó de úlceras purulentas. Hubo que recurrir a la violencia para lavarla y cauterizar las pústulas. No controlaba sus evacuaciones. Al final, recuperó algo la lucidez. Pidió un confesor que le administró los sacramentos. Dispuso que su cuerpo fuera cubierto con un hábito, de la misma orden que había llevado su madre y que la enterraran junto a su esposo en Granada. Había permanecido recluida casi medio siglo.
Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, “el Emperador “(1500 – 1558), También llamado popularmente “el César”. Reinó junto con su madre — esta última de forma solamente nominal— en todos los reinos y territorios de España con el nombre de Carlos I. Hijo de Felipe “el Hermoso” y de Juana “la Loca”. Nació en Prinsenhof, Gante, en el palacio Casa del Príncipe, Condado de Gante, Países Bajos, perteneciente al ducado de Borgoña. Falleció en el Monasterio de Yuste, Cuacos de Yuste (Cáceres). Está enterrado en la Cripta Real del Monasterio del Escorial.
Carlos era feo, cualidad que se acentuaría con los años. Como herencia genética de los Habsburgo y de la Casa de Borgoña recibirá de los primeros, el labio inferior prominente y, de los segundos, el prognatismo del maxilar inferior que le impedirá cerrar totalmente la boca, afeada, además, por una dentadura desastrosa. No hablaba nada de castellano durante bastante tiempo, incluso cuando fue jurado rey por las Cortes de Castilla. No dio pruebas de una inteligencia precoz. De carácter poco expansivo, reflexivo, tímido sobre todo, no anunciaba lo que sería en el futuro. Débil de constitución, acabó siendo un consumado jinete y un cazador insuperable. Aprendió a tocar la espineta (instrumento de teclado de cuerda percutida) y el órgano. Le gustaba la música y las voces musicales. Su educación dejaba mucho que desear. El único idioma que conocía era el francés. Ignoraba por completo el flamenco, el italiano y el latín, lengua diplomática de la época. No obstante, cuando los necesitó, los aprendió. Carlos fue un joven de desarrollo tardío. Una vez emperador, se le retrató:
“El Emperador es de mediana estatura, ni grande ni pequeño. Tiene la piel blanca, más bien pálida que coloreada, siendo bien proporcionado de cuerpo. Las piernas fuertes, los brazos proporcionados, la nariz un poco aguileña, los ojos pequeños. Ninguna parte de su cuerpo es criticable, sino es el mentón y sobre todo la mandíbula inferior que es larga y prolongada, que no parece natural sino postiza; de lo que resulta que cuando cierra la boca no puede juntar los dientes de arriba con los de abajo, pues hay entre ellos el espacio del grosor de un diente. Así, al hablar o acabar un discurso, hay palabras que balbucea y que a menudo no se le entienden. Se adiestra con algunos señores de su Corte en los torneos y en los juegos de cañas. Su temperamento es melancólico, sanguíneo, y su naturaleza es acorde con su complexión. Extremadamente religioso, muy justo y exento de vicios. Las voluptuosidades juveniles, no ejercen imperio sobre él, y no se da a ninguno de estos pasatiempos. Va raramente de caza y su único placer es ocuparse de los asuntos de Estado”.
Poseía una fría y clara inteligencia. Amaba la soledad, parco en palabras y corto en razones, prefiriendo madurar sus decisiones. Casó con su prima hermana Isabel de Portugal, hija de Manuel I “el Afortunado” y de María, su segunda esposa y segunda hija de los “Reyes Católicos”, a la que le fue siempre fiel.
La conquista y colonización del Nuevo Mundo trajo oro, tan necesario en sus empresas bélicas, en detrimento del trabajo constante y pacífico, que quedó ignorado y aun fue despreciado. En España solo quedaban briznas de ese oro, el resto quedaba en los campos de batalla europeos y en los bolsillos de los banqueros. Tuvo dos frentes bélicos que le ocuparon casi toda su vida: Francisco I de Francia y la guerra contra el Turco. Desde niño, Carlos demostró una seriedad imperturbable, siendo, ante todo, un político y un militar. Heredó de su abuelo materno, Fernando II de Aragón, el espíritu y la astucia para la política; de su bisabuelo, Carlos “el Temerario”, el valor caballeresco; de su abuelo paterno, Maximiliano, el gusto por las Bellas Artes y el talento para la música; de éste, y de su madre Juana, una melancólica tristeza y el gusto por lo macabro. Su capacidad política le llevaba a ceder cuando no podía castigar, esperando el momento de fortaleza propia para beneficiarse de la debilidad del contrario. Carlos encarnó con grandiosidad la idea imperial. Su estatura moral excedía en mucho a la física, y su temperamento era una rara mezcla de sensualidad y ascetismo, alternando los placeres desordenados de la mesa con la fatiga de la guerra y las mortificaciones del penitente.
La opinión que tenía de los pueblos que gobernaba quedó patente en una frase: “Un buen ejército debe tener la cabeza italiana, el corazón alemán y el brazo castellano”. Aunque no se educó en España, murió siendo un español de corazón. El país que lo recibió con recelo al principio, ganó sus simpatías poco a poco. Ninguno de los pueblos que gobernó secundó con más valor sus aspiraciones de gloria y sus proyectos de belicosidad defensiva contra turcos y franceses que el español. Las lejanas empresas del Emperador costaron sangre y caudales a España; a cambio recibió los timbres de inmortalidad, haciendo que su nombre se pronunciara con respeto en los confines del Orbe. Carlos fue el soberano más poderoso del siglo que le vio nacer. Los detalles últimos de su vida sirven para explicar el fin de su exis-tencia política. Las múltiples enfermedades, la intemperancia invencible y los ardores crecientes de su fe le condujeron del trono a la soledad y, rápidamente, de la soledad a la tumba. A sus habituales enfermedades, se añadieron unos temblores que le dejaban helado de pies a cabeza. De poco servían las tisanas, los baños de vinagre y aguas de rosas que le recetaban los médicos. De la misma eficacia resultaban los amuletos con los que se cubría para alejar la enfermedad, a los cuales la credulidad de los tiempos daba un poder curativo. No podía comer y, a veces, perdía el conocimiento. Perfectamente lúcido hasta el último momento, pidió que le trajeran el crucifijo que tenía su esposa al morir, y ya no se separó de él. Hacia las dos de la mañana, se acercó el fin. En la mano diestra, el crucifico de su esposa, y en la otra, sostenida por un mayordomo, un cirio. Al poco, murmuró: “Ya es tiempo”. Era el 21 de septiembre cuando entregó su alma a Dios.
Felipe II, “el Prudente”. (1527-1598). Hijo de Carlos V y su esposa Isabel de Portugal, nació en Valladolid y falleció en San Lorenzo del Escorial, siendo enterrado en la Cripta Real del Monasterio del Escorial.
Aprendió de sus preceptores: religión, latín, griego, matemáticas, arquitectura, geografía, historia, equitación, esgrima y maneras cortesanas. También autocontrol y autodisciplina. No se le enseñó francés, italiano ni flamenco, jamás los habló, aunque llegó a entenderlos. Su madre ejerció una notable influencia inculcándole el sentido del deber y una profunda religiosidad. Su padre, “el César”, en sus famosas “Instrucciones” destacó: “Desconfía de tus consejeros y resérvate siempre la autonomía de tus resoluciones”. Consejo que Felipe lo tuvo in mente toda su vida, y que le liberaría de las miserias del mando y de las dependencias de los validos. Habló en repetidas veces con su padre confesándole – las “Instrucciones” así lo aclaran – “no haber tenido comercio carnal con ninguna mujer, y que estaba decidido a permanecer así hasta el día de su matrimonio”.
Felipe era de mediana estatura; miembros cortos pero bien proporcionados; el pelo rubio; los ojos grandes de color azul claro; tez blanca y rosada; el labio inferior carnoso y sensual; el mentón prominente, si bien el maxilar inferior era menos pronunciado que el de su padre, pero marcado por el inconfundible sello de los Habsburgo. Afable y atento, carácter reservado y poco comunicativo. Disfrutaba mucho con la música y era un consumado bailarín, aunque cantaba muy mal.
Apasionado de la caza y la equitación. No desdeñaba echar una partida a las cartas después de la cena. Gran aficionado a la arquitectura (de la que llegó a tener grandes conocimientos), la pintura, la poesía y las matemáticas. El amor que sentía por las Bellas Artes le llevó a ser uno de los grandes mecenas de su siglo. En El Escorial re-unirá una de las bibliotecas más importantes de la época, que pondrá al servicio de los estudiosos. Sintió, también, un gran amor por la naturaleza.
Felipe era paciente y tenaz, pero muy preocupado por los escrúpulos de conciencia, lo que le hacía titubear en tomar decisiones. Estas dudas e indecisiones, que a veces se eternizaban, llegarán a atormentarle de tal manera que perderá un tiempo precioso en consultas y deliberaciones, sufrirá molestias y hasta descomposición de vientre. Un claro ejemplo fue el asunto de su secretario para Italia, Antonio Pérez; la princesa de Éboli, Ana Mendoza de la Cerda; su hermanastro Juan de Austria y su secretario, Juan de Escobedo. Esta incapacidad de su naturaleza le hizo sentir aversión a la guerra, donde las decisiones han de ser tomadas resueltamente y con celeridad. Hablaba con lentitud y después de reflexionar, meditando y midiendo con parsimonia sus palabras que decía. Su natural reflexivo le inclinaba a expresar su pensamiento por escrito, por lo que sus secretarios dejaban anchos márgenes en el papel para que el monarca pudiera hacer anotaciones, comentarios o rectificaciones a los despachos que le enviaban. No es sorprendente que la mayor parte de su vida se sintiera agobiado por el trabajo, teniendo que decidir sobre cada uno de los asuntos de sus vastos dominios, por muy insignificantes que estos fueran, aunque dio muestras de un excelente juicio y de una gran disposición para los asuntos de Estado.
Siempre fue un acérrimo defensor de la unidad de la península Ibérica, demostrándolo con su boda en el palacio de María de Solís y Fonseca, con María Manuela de Portugal, hija del rey luso Juan III, hermano de la difunta emperatriz Isabel, y de Catalina, hermana de su padre. Era, por lo tanto, doble prima de Felipe. Una vez más las “Instrucciones” de su padre hicieron acto de presencia; ”Te aconsejo que evites toda clase de excesos en tu vida conyugal”, por lo que una vez casado y finalizadas las ceremonias nupciales, separaron a los novios de vez en cuando para que no durmieran juntos. Así transcurrió su vida conyugal hasta que se decidió que María debía dar un heredero al trono; Carlos. Fallecida ésta al cabo de dos años después de dar a luz al problemático hijo, y después de la boda con la inglesa María Tudor, nieta de los Reyes Católicos e hija de Enrique VIII, que también falleció, y con ella la esperanza de unir Inglaterra, España y los Países Bajos, se volvió a casar con Isabel de Valois, muy querida por el monarca y por los españoles.
Después del fallecimiento de la Valois, Felipe nunca más vistió alegres galas, sino las negras ropas que le darán el aspecto sombrío con que le recuerda la Historia. La última esposa que tuvo fue Ana de Austria, hija de su primo Maximiliano de Habsburgo, y de su hermana María de Austria y Portugal, por tanto, sobrina carnal suya por partida doble. También falleció Ana, pero el monarca no se volvió casar. Tenía 53 años. Fue el rey que más veces contrajo matrimonio y enviudó. Pero es de justicia comentar que Felipe intentó casarse ¡por quinta vez! La elegida era la archiduquesa Margarita de Austria, hermana de su difunta esposa, Ana, o sea, su cuñada, pero la boda no prosperó a causa de la negativa de la novia, alegando ésta que ella tenía 15 años y el novio 40 más que ella; podía ser su hija, incluso su nieta. La pretendida novia prefirió entrar en el claustro de las Descalzas Reales de Madrid.
Felipe conservaba la frente clara y espaciosa, los ojos grandes, despiertos, azulados, de mirar grave – su mediana estatura no impedía que su figura se conservara airosa y bien proporcionada -, los cabellos rubios, que ya empezaban a clarear por las sienes, la tez blanca y sonrosada, así como los signos exteriores de los Habsburgo; el labio inferior mayor que el superior y el ligero prognatismo.
Felipe II fue un rey que rigió los destinos de sus reinos con el más férreo absolutismo. La educación recibida del rígido latinista cardenal Silíceo, y su corta estancia en los Países Bajos, no le capacitaron para comprender la realidad y peculiaridades del pueblo flamenco, lo que acarreó para su monarquía gravísimos problemas en aquella parte de sus dominios, que andando el tiempo se perderían en su totalidad y para siempre.
Aunque Felipe II gozó de mejor salud que su padre, padeció con frecuencia de fiebres tercianas (malaria). La gota le atacó a partir de 1563, y sus ataques eran más frecuentes conforme pasaban los años. La artrosis le fue paralizando, hasta el extremo que no podía firmar con la mano derecha, teniendo que hacerlo su hijo Felipe III. Antes de cumplir los 70 no podía mantenerse, ni de pie, ni sentado. Su ayuda de cámara, Juan Lhermite, hombre habilidoso, construyó una silla-hamaca para aliviar los insoportables sufrimientos que sufría. Mediante un tosco, pero sencillo mecanismo, el rey podía estar tumbado, inclinado y sentado, pero con los pies extendidos, lo que le aliviaba los dolores de la gota. Viajar le resultaba doloroso. Todas sus dolencias se estaban agravando. Su vida se había convertido en un verdadero calvario.
La influencia de Carlos V sobre Felipe II fue muy importante. En las largas pláticas que mantuvieron, le fue educando en la política. En las “Instrucciones”, le dejó las pautas a seguir en el gobierno de sus Estados. Felipe siempre mostró una gran admiración por su padre, obedeció siempre sus órdenes puntualmente y sin discutirlas, por difíciles que éstas fueran. Reiteradamente, le exhortó a que no emprendiera una guerra sino como último recurso y a que se esforzara en mantener el “statu quo”. Si, ya por naturaleza, Felipe era lento en tomar decisiones, estos consejos le harían más precavido e indeciso. Estas continuas dudas le impedirán dar el golpe decisivo, llevándole a contentarse con resultados mediocres que no solucionaban los grandes problemas que tenían planteados. Sus enemigos, conscientes de su incapacidad de resolución, se aprovecharon de su idiosincrasia.
El 13 de septiembre de 1598, a las cinco de la madrugada, expiraba Felipe II en El Escorial. Antes de fallecer legó a su hijo Felipe III algunos sabios consejos: no abandonar nunca la fe católica, gobernar con justicia, permanecer en España y cuidar su prestigio en el extranjero. Lo cierto es que no confiaba en exceso en su primogénito: “Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos. Temo que me lo gobiernen”.
Ningún rey ha despertado tantas controversias, tantos odios, y levantado tantas pasiones como Felipe II. Es el eje central de la “leyenda negra” levantada contra España. La “leyenda negra” fue una consecuencia de los errores de Felipe II y de la propaganda partidista de sus enemigos. Dicha leyenda la inició Guillermo “el Taciturno”, con su célebre “Manifiesto”, y rápidamente la asimiló toda Europa. El protestante italiano Gregorio Leti, en su “Historia de Felipe II”, incrementó las increíbles patrañas contra el monarca español. Schiller con su “Don Carlos” – que influenció bastantes años después en Verdi a componer la ópera “Don Carlo” – y Víctor Alfieri con su “Philippo”, que aunque crearon obras maestras de la literatura, fantasearon perniciosamente con la figura de Felipe II.
También se le tachó de ignorante, verdugo del pensamiento y enemigo del saber, sin tener presente que fue un impulsor de las artes, las ciencias y las letras. En El Escorial reunió la más espléndida biblioteca de Europa, con códices y libros valiosísimos que hizo traer de todos los rincones del mundo, poniéndola a disposición de los estudiosos. Instaló en su propio palacio una academia de matemáticas Encargó a Diego de Álava y Esquivel el mapa estadístico y geopolítico de la Península. Costeó la “Biblia políglota”, conocida como la “Biblia Regia”. Promovió la enseñanza de la filosofía luliana (Raimundo Lulio). A Francisco Hernández le comisionó para que estudiara la fauna y flora de México. A Ambrosio de Morales le encargó que hiciera un registro de los archivos de iglesias y monasterios. Alentó los trabajos metalúrgicos de Bernal Pérez de Vargas. A Tiziano le encargó numerosas obras. Muchas más cosas hizo Felipe II, como se puede comprobar en la correspondencia que mantuvo con Benito Arias Montano, humanista, hebraísta, biólogo y escritor políglota.
A Felipe II le podemos condenar, alabar o compadecer. Gracias a su costumbre de anotar sus instrucciones y sus pensamientos en los márgenes de los documentos que despachaba para sus secretarios, nos es posible entrar en su intimidad y tratar de comprender su personalidad, su aislamiento y sus razones. Aquí radica su persistente atractivo y, aún hoy, sigue siendo un monarca lleno de controversias y fascinación.
Se podría decir de Felipe II que “con todas sus virtudes y defectos puestos en una balanza, daban por resultado un gran rey”. Felipe II encarnó el espíritu de España. Hasta el último instante de su vida, postrado, con las piernas gangrenadas, flaco de cuerpo, dolorido, consumido por la gota, llevará sobre sus débiles hombros todo el peso de los asuntos de sus reinos.
El mejor epitafio para Felipe II es que fue profundamente español, diri-giendo el Orbe desde su querida España. Su criterio se guio por miras puras y elevadas, sin mezclas de intereses bastardos.
Él realizó el sueño de los “Reyes Católicos”, la unidad ibérica, que los abúlicos de sus sucesores no supieron conservar.
Muy buen articulo, de historia. Estos grandes reyes, han sido los mejores que ha tenido España, junto al Generalisimo Franco, completarían la mejor historia de España y los mejores gobiernos que hemos tenido. Cuanto hacen falta hoy en día , todos estos gobernantes. Recordando esta parte de la historia, cualquiera se puede dar cuenta, que los gobernantes actuales, son unos mequetrefes, que no les llegan ni a la punta del talón.
Estaba yo pensando en su artículo ayer por la tarde (puede ver que me causó honda impresión) y se me ocurrió que quizá estos reyes fueron grandes porque gobernaban, porque decidían y porque eran vistos, aún hoy, como personas con carácter que lo imprimían al conjunto de la Nación. No como “esto” que tenemos ahora, que se limitan a veranear en Mallorca, “inviernear” en Baqueira y tener negocios particulares de olor indefinido.
Sr. Orgulloso: Este artículo es el primero de una serie sobre todos los reyes y reinas que hemos tenido. En este, tiene usted razón, tenían autoridad, pero ya vendrán algunos que serán todavía mucho peores que los gobernantes actuales. Le adelanto uno, en atención a usted: Felipe III, que será desarrollado en al próximo artículo. Ya me dará la razón.
Como en todo en la vida (y en botica), hay monarcas y gobernantes para todos los gustos.
Vuelvo a agradecerle sus comentarios.
Desde Sur America, justamente estos dias estamos viendo la serie Isabel de TVE asi que el articulo vino como anillo al dedo, y resalto lo que comento alguien aca, ver la vida de esos tiempos nos permite apreciar la diferencia con lo que tenemos hoy. Saludos y gracias a Isabel que cambio la historia.
Gracias por su comentario Sr. Freedom.
Muy buen resumen.
Gracias Sr- Orgulloso por su alabanza.
Estremecedora es la vida e historia de Juana de Castilla “la Loca”.
Gracias por su comentario.
Muy buen artículo, me ha parecido muy interesante y me ha gustado mucho la información que ha dado sobre los primeros reyes de España, creo que conocer tiempos pasados y mejores (en cuestión de valores) nos hace ver mejor la realidad en la que vivimos.
El único “problema” que le encuentro es que el primer retrato no es de Isabel de Trastámara, sino el retrato, pintado por Tiziano, de Isabel de Portugal:
http://www.artehistoria.com/v2/obras/961.htm
Un saludo
Gracias por su comentario señora Catherina. Opiniones así animan a seguir con la “faena”.
Con respecto al retrato que menciona, tiene usted toda la razón. Es la de la mujer de Carlos V. Pero yo no soy el culpable del error, ya que el artículo lo mandé para su publicación sin retrato/foto alguna. Pienso que habrá sido un equivocación de AD.
Un saludo.