Breves notas sobre las independencias coloniales
Por José Alberto Cepas Palanca.- Inicio. Todo empezó años antes del regreso de Fernando VII a España. No sólo fue una “crise de conscience” para España y Europa, según señala el hispanista inglés Raymond Carr, sino un acontecimiento decisivo allende los mares atlánticos en cuanto que creó la independencia concatenada de toda la América Latina. La política americana de los liberales de 1820 reprodujo los malentendidos y confusiones de las Cortes de Cádiz, que no podían ni prolongar el despotismo, ni elaborar una política que juntase la España liberal con sus insurrectas colonias. El gobierno seguía empeñado en una política de conciliación; las colonias “tenían”, les gustara o no, que reconocer la soberanía de la España constitucional; el rey y su gobierno no comprendía que los americanos verían poca diferencia entre la Constitución de 1812 y su representación en las Cortes españolas y el despotismo. Ellos no deseaban “principios filosóficos que cautivaran la mente”, incorporados en una Constitución unitaria, por muy liberal que fuese, simplemente deseaban el libre comercio y el absoluto control de sus asuntos. Similar a lo que expresó Ghandi unos 40 años después, a los británicos en su lucha por la independencia de la India: “Señores, son nuestros problemas, no los de ustedes”.
Todos los proyectos de autonomía para América bajo las monarquías borbónicas, aunque fuesen descentralizadas, se estrellaron ante la idea inamovible de, en este caso, Fernando VII, de su relación constitucional con los territorios americanos y de no ocuparse nunca seria y sistemática de los asuntos coloniales. Los diputados americanos no disponían de información exacta de lo que ocurría en la Península, pensaban que sólo había ligeras perturbaciones en la vida española; “unos cuantos disturbios”. Más se podría aprender sobre América en “una taberna de Londres que en Madrid”, decían ciertos diputados americanos.
Los gobiernos españoles entre 1809 y 1814 no tenían fuerza para acabar con la rebelión, y el pensamiento político liberal no alcanzaba a comprender la idea de autonomía colonial. Las premisas liberales daban lugar a distintas teorías sobre el Imperio dependiendo de qué lado del Atlántico se estaba. Los latinoamericanos citaban el lema de los patriotas de 1808, en defensa de la Patria contra el despotismo extranjero, pero para ellos, la Patria era la “gran extensión de ambas Américas” y el opresor era España. La solución de los liberales de Cádiz para el deseo colonial de autogobierno era la concesión de derechos políticos plenos a los ciudadanos americanos “dentro” de un Imperio unificado; las colonias eran parte integrante de la España metropolitana y serían “liberadas” con la misma Constitución que le daba a España su libertad. El primer paso era dar una representación en las Cortes a las colonias – aunque se evitó emplear esta expresión. Se trataba simplemente de una transformación de la teoría imperial de los Habsburgo en términos liberales. “A partir de este momento… españoles americanos… debéis consideraros hombres libres…” Lo que había servido antes, bien podría servir ahora o si una Constitución liberal unitaria había de ser un remedio en España, también debía ser un remedio en América. Cuando la generosa metrópoli regaló unas instituciones liberales comunes, la negativa americana a aceptar el gobierno de España se consideró ingratitud “indecente”, rebelión separatista.
Los liberales hicieron muy poco por ganarse la opinión colonial; restringieron el número de diputados americanos en la nueva Constitución por miedo a que la opinión americana “encharcara” las Cortes; desatendían las protestas de que los diputados “americanos” ya en Cádiz, alegando que carecían de ningún título válido para representar a la opinión americana, y negaron toda concesión representativa al libre comercio. Vieron en la presión británica en favor de un acuerdo negociado una consecuencia de intenciones comerciales egoístas respecto del mercado americano. Su insistencia en la integridad de la monarquía española y su arraigada hostilidad a cualquier forma de autonomía, permitió, por tanto, a los criollos que deseaban cortar la relación con España, presentar la rebelión como única salida.
Río de la Plata y Nueva Granada. En 1806, cuando tropas británicas conquistaron Buenos Aires, las autoridades españolas se retiraron. Fueron los propios criollos quienes levantaron un ejército de ciudadanos para defender la soberanía española. Al derrotar dos veces a los invasores ingleses, los criollos descubrieron su propia fuerza. También descubrieron los beneficios del libre comercio; haciendo caso omiso de las objeciones de los funcionarios peninsulares y de los comerciantes españoles, comerciaron con los mercaderes británicos que acudieron numerosos al Río de la Plata. Curiosamente, la emancipación económica de Buenos Aires fue una realidad antes de que se iniciara su independencia política.
Al llegar la noticia de la ocupación de Andalucía por los ejércitos franceses, Buenos Aires implantó una junta que depuso al virrey, Rafael de Sobremonte y Núñez (1745-1827), para “conservar” el virreinato para Fernando VII. Sobremonte se retiró hacia el interior del país a organizar tropas para la reconquista, pero en Buenos Aires, el gesto fue interpretado como una huida. Cuando el 12 de agosto una fuerza compuesta por milicianos criollos y un ejército regular acorralaron y vencieron a los ingleses, el virrey fue suspendido en sus funciones militares y se le impidió regresar a la capital. Ante la inminencia de una nueva invasión, el coronel Santiago de Liniers —a cargo del ejército— organizó y adiestró una nutrida fuerza de milicias.
El 3 de febrero del año siguiente, la ciudad de Montevideo fue ocupada por los ingleses, aumentando el descrédito de Sobremonte: un cabildo abierto lo depuso y lo reemplazó por Liniers. Era la primera vez en la historia colonial española que un virrey, representante directo del rey de España, era depuesto por el pueblo. Por esta acción, el 25 de mayo de 1810, al crear un gobierno criollo, se celebró como nacimiento de una República Argentina independiente, aunque la independencia formal no se declaró hasta 1816. En lo que finalmente sería Venezuela, las implicaciones revolucionarias serían decisivas; en Caracas una junta barrió a la administración existente y, en nombre de la conservación de América para Fernando VII, se negó a reconocer la autoridad de la Regencia de Cádiz; del gobierno legal de España. Las implicaciones animó a la junta creada a abrir los puertos a todos los países, a lo que la regencia contestó con un bloqueo; en 1811 un Congreso se declaró independiente y proclamó una Constitución republicana.
Esta rebelión tuvo dos focos principales: los virreinatos del Río de la Plata y el de Nueva Granada, donde la resistencia habría de estar simbolizada por Simón Bolívar (1783-1830), el libertador más representativo de América Latina. La independencia fue conquista de una heroica minoría que se valió de un mito: la “esclavitud” de las gentes sudamericanas bajo el despotismo español. La gran mayoría (especialmente los mestizos, la población india y de color, que algunos casos eran esclavos) era indiferente o activamente hostil a las ambiciones políticas de los criollos blancos de las ciudades o de las grandes propiedades, que representaban una represión más inmediata que la de la Corona española. Hacia 1814, Bolívar fue expulsado de Venezuela por una salvaje revuelta en el interior, accidentalmente realista, encabezada por Boyes, contrabandista y sargento de la Infantería de Marina española que sometió a un brutal dominio a los guardas de ganado montados de la llanura. Los mestizos de Boyes tenían como meta el exterminio de los criollos ricos y la destrucción de sus propiedades. En Venezuela, la Guerra de la independencia fue, en sus primeras fases, una Guerra Civil con grandes tintes raciales.
Ese mismo año (1814), con la finalización de la Guerra en la península y la llegada de 10.000 soldados mandados por el general Pablo Morillo (1775-1837), conocido como “El Pacificador”, las perspectivas de independencia languidecieron; Bolívar había sido expulsado de Venezuela y Nueva Granada estaba a punto de ser reconquistada. Sólo la población blanca de las Provincias Unidas del Río de la Plata parecía tener asegurada la independencia. Fernando VII podía creer que, aquí, como en España, los años 1808-1814 podían considerarse “como si no hubiesen existido”, y que era posible recobrar el orden antiguo. Fue el intento del rey felón de recobrar por la fuerza su Imperio, así como la Guerra americana que trajo consigo, lo que rasgó la máscara de lealtad al rey, adoptada por los patriotas de la primera hora de la lucha por la independencia. De esta manera, pudo la minoría que siempre insistía en que la independencia total era la única salida, imponer su modo de ver.
Conjuntado esto con la impotencia militar resultó un cuadro muy real y virtualmente peligroso para la Monarquía española. El movimiento de pinza realizado por la expedición de José de San Martín (1778-1850), de Chile al Perú, transportada por el almirante inglés Thomas Cochrane (1775-1860), y el avance de Bolívar, desde el Norte para liberar Lima y El Callao, independizaron el virreinato de Nueva Granada (1819) – hoy podría corresponder a Colombia, Ecuador, Panamá, Venezuela y regiones de Perú, Brasil, Costa Rica, Nicaragua y Guayana, hasta entonces bajo diferentes jurisdicciones, se unieron bajo una misma autoridad colonial establecida en la ciudad de Santa Fe de Bogotá -, quedando las fuerzas independentistas concentradas ante las últimas plazas fuertes de la resistencia realista en el Perú. En julio de 1822, San Martín y Bolívar se reunieron en Guayaquil, en el actual Ecuador. Antonio José de Sucre (1795-1830), lugarteniente de Bolívar, derrotó a las tropas realistas en Ayacucho (ciudad del Perú, capital de la provincia de Huamanga y del departamento de Ayacucho) (*), en diciembre de 1824 y que significó el final definitivo del dominio colonial español en América del Sur. Bolivia se independizó en 1825.
Nueva España. La antigua colonia consiguió su independencia convirtiéndose en México. El movimiento independentista y la expulsión de los “gachupines” – españoles procedentes de la Península que llevaban viviendo allí más de un año – y que eran los que controlaban el comercio y la administración, fue más lenta, a causa de que los gachupines actuaron con más decisión en medio de la confusión creada por el colapso de las autoridades metropolitanas durante la Guerra de la Independencia y porque el movimiento adquirió visos de revolución social favoreciendo al indio y al pobre contra los criollos ricos – descendientes de españoles, pero nacidos en esa tierra – que eran los que realmente dirigían la liberación. El sacerdote Manuel Hidalgo y Costilla (1753-1811), padre de la patria mexicana, hizo un llamamiento a los indios – “grito de Dolores” – cuando fracasó en 1810 la conspiración criolla. Fue detenido, y fusilado en Chihuahua. Le sucedió en la insurrección mexicana, el también sacerdote y antiguo trabajador agrícola mestizo, José María Teclo Morelos (1765-1815), que estaba dispuesto a iniciar una revolución agraria, pero ante la perspectiva de ser expropiados o asesinados por “un grupo de indios furiosos e ignorantes”, los criollos ricos prefirieron apoyar la administración española, independientemente de que también deseaban la independencia. Por esta razón, la autoridad real perduró en México cuando ya había desaparecido en otras partes.
En 1820, la perspectiva de una Constitución liberal con una legislación anticlerical impuesta por una metrópoli liberal puso a los conservadores y a la Iglesia en los brazos de la independencia; solamente un México independiente podría conservar el viejo orden peninsular. El ambicioso político y militar criollo novohispano, Agustín de Iturbide (1783- 1824), desarrolló el “plan de Iguala” que era a la vez un instrumento de independencia y una garantía para los intereses comerciales. Dicho plan posibilitaba la monarquía independiente regentada por un infante de la casa real española, aceptado por el jefe local español, pero las Cortes españolas lo rechazaron equivocadamente; se hubiera podido conservar México como territorio dependiente de la Monarquía, pero la España liberal “no podía” ni pensar en rendirse. Resultado: en mayo de 1822, Iturbide fue proclamado emperador de un Estado independiente: México.
La España oficial se negó durante muchos años a reconocer que las colonias americanas se habían perdido. Pensaba ilusoriamente en una reconquista del Perú, o del retorno “espontáneo” de un continente agotado por la anarquía de la independencia. De ahí su negativa a reconocer a las nuevas naciones: la presión en favor de la reconciliación procedía de un deseo de volver a abrir el comercio, cesado en 1824, y conservar las únicas posesiones ultramarinas que quedaban en América: Cuba y Puerto Rico. Esto dio lugar a que se difundiera la idea de que la emancipación había sido inevitable y que España no debía resentirse por la “separación prematura”. Las expectativas españolas de restablecer su prosperidad sobre la base de un comercio con América eran muy escasas; los productos procedentes de la península no eran lo bastante baratos para competir, en un régimen de comercio muy libre, con los importados desde Gran Bretaña y los Estados Unidos. Tampoco podía España convertirse en un gran mercado para las exportaciones de sus antiguas colonias, porque con el tiempo sólo Europa y los Estados Unidos podrían absorber la carne y el trigo argentinos. Por tanto los intereses españoles se centraron en conservar los marcados cubano y puertorriqueños, cerrados a los comerciantes no españoles. El reconocimiento de las antiguas colonias en el continente americano, ya naciones independientes, pese a todo, tardó 60 años en hacerse realidad.
Cuba y Puerto Rico. La Revolución Gloriosa en septiembre de 1868, también llamada “La Septembrina”, y que supuso el destronamiento de Isabel II y el comienzo del Sexenio Democrático y que fue liderada por el almirante Juan Bautista Topete y los generales Juan Prim y Francisco Serrano, buscó el apoyo de la llamada Coalición de Septiembre formada por unionistas, progresistas y demócratas. Casi inmediatamente, los demócratas extremistas, reconvertidos en republicanos, rechazaron todo intento de solución monárquica. Para ellos, los generales y políticos del Gobierno provisional era revolucionarios “a posteriori”, “caballeros respetables” – los llamaban, porque que reivindicaban el fruto que otros habían hecho caer del árbol. Los republicanos de provincias intentaron proseguir la revolución con la rebelión del verano de 1868. Los unionistas y progresistas, unidos para defender la Constitución monárquica de 1869, se dividieron por la persona del monarca a elegir. Cuando Amadeo de Saboya se hizo cargo de la Monarquía, la Coalición de Septiembre estaba ya deshecha. Una vez dimitido el rey saboyano, Alfonso XII, hijo de la reina destronada, se hizo cargo de la casi extinta Monarquía.
El verdadero problema de “La Septembrina”, no fue las diferencias entre los partidos políticos; fue la guerra de Cuba, que llevaba 20 años coleando. En 1868 lo más rico de lo que quedaba del Imperio colonial estaba todavía sometido al poder absoluto del Capitán General y de sus aliados en la comunidad española en la isla. Los criollos estaban resentidos por la existencia de una administración formada por “peninsulares” y por sus aliados cubanos, pero desde un punto de vista económico, la vinculación a España era un anacronismo. El brote de prosperidad de la Cuba de mediados de siglo, se debía al mercado norteamericano; de él se obtenía el capital, a él se exportaba el azúcar. Los plantadores ricos iban a Saratoga Springs, (ciudad ubicada en el condado de Saratoga en el Estado americano de New York), durante la época de baja actividad y eran los hombres de negocios americanos quienes suministraban las máquinas de vapor para la industrialización de las plantaciones, y la sidra para los inmigrantes asturianos.
En Puerto Rico y Cuba eran partidarios de no iniciar un movimiento contra España; sólo la población criolla tenía alguna remota posibilidad de conseguir la independencia, pero el miedo de acabar con su osamenta en la cárcel era más que fuerte; su riqueza podía quedar en nada; una guerra de independencia en las islas caribeñas podía ser el preludio de un levantamiento de esclavos como el que había esquilmado a los plantadores franceses en Haití. Su única posible elección era la anexión por parte de los Estados Unidos, pero todo fracasó cuando los estados sureños, esclavistas como ellos, perdieron la Guerra Civil Norteamericana.
Los “peninsulares”, verdadera clase media, eran los que tenían el indiscutible poder en la compleja sociedad de la Cuba urbana, desde los sargentos y funcionarios inferiores, pasando por los tenderos, hasta las grandes casas comerciales; peninsulares como Pastor, Arrieta o Zulueta, o criollos como Aldama, Francisco Frías, etc. Todos buscaban beneficios explotando la relación con España. Por así decirlo, eran “judíos completos”, que amasaban verdaderas fortunas en una sola generación, inmigrantes dispuestos a trabajar duramente y por consiguiente se ganaban la antipatía frente a los advenedizos que no estaban muy dispuestos a hacer algo útil. Como pertenecían a los cuadros de la administración y que su fidelidad quedaba fuera de duda, estos peninsulares y criollos aparentemente peninsularizados tenían generalmente más ascendiente sobre los Capitanes Generales que los terratenientes criollos.
La primera de las tres Guerras de independencia cubana (1868-1878) – también llamada la Guerra grande o de los diez años – cambió el panorama; una parte importante de los terratenientes criollos apoyó el movimiento reformista, que fue derrotado. Menos seguros de las perspectivas de una economía esclavista, los plantadores criollos estaban dispuestos a apoyar al partido Reformista (partido Liberal Autonomista) siempre y cuando cumpliera sus promesas de 1837 de unas “leyes especiales” para Cuba, otorgando la autonomía local y una reducción en las barreras arancelarias que dificultaban los productos cubanos. En abril de 1867 el gobierno reformista de Isabel II aumentó los aranceles. Mientras, seguía el viejo sistema con el Capitán General de Cuba, Francisco Lersundi Hormaechea (1817 – 1874), enemigo declarado del reformismo, y estalló una revuelta separatista. El gobierno de la Revolución no podía comprender más solución política que la de otorgar derechos similares a todos los ciudadanos del Imperio. El nuevo Capitán General, Domingo Dulce y Garay (1808- 1869), marqués de Castell-Florite, cuatro veces laureado y senador designado por la Revolución, llegó a la isla prometiendo elecciones, libertad de prensa y de asociación.
Este programa no satisfizo a los secesionistas, porque desconfiaban de los reformistas; su fuerza iba aumentando a causa de los repetidos desaires por esta última tendencia en Madrid. Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), propietario culto, se pronunció en favor de una República independiente cubana (10 de octubre de 1868) pero necesitó el apoyo de los esclavos y de los plantadores pobres de la provincia de Oriente (Santiago de Cuba); de este modo el movimiento se hizo democrático y la guerra pasó de la aristocracia criolla a manos de los grandes dirigentes mestizos de la guerrilla en Oriente.
Una vez estallada la guerra, la política cubana quedó en manos de los voluntarios – fuerza de milicia urbana de los peninsulares – financiada por familias ricas españolas que dominaban la vida política. La autonomía y el libre comercio habrían terminado con la privilegiada posición de la comunidad española, reaccionando ésta con una violenta reafirmación de la soberanía española en Cuba como parte de la España metropolitana. Los leales de la capital se impusieron al Capitán General Dulce que había deseado negociar el término de la guerra, pero el general tuvo que enfrentarse a dos revueltas: los secesionistas criollos en el campo y la de los leales a España en la capital. Los unos exigían la continuación del antiguo sistema en su totalidad, y los otros deseaban que España se retirase de Cuba. Como no hubo acuerdo con ninguna de las dos partes, la política de Dulce se vino abajo en cinco meses.
El jefe del Gobierno, Juan Prim y Prats (1814-1870), deseaba un acuerdo y la finalización de la guerra cubana; incluso estaba dispuesto a una posible autonomía o incluso la venta de la isla a los Estados Unidos. No encontró apoyo alguno entre los partidos gubernamentales y fue duramente combatida por los cubanos leales. La opinión pública consideraba que no se debía hacer concesión alguna hasta que la rebelión secesionista fuera derrotada. Y como el Ejército era incapaz de acabar la guerra, no se podía llegar a acuerdo alguno. En los años 1895-1898, guerra de Independencia cubana o guerra del 95, la misma lógica iba a tener idénticas consecuencias. Se enviaron más tropas a Cuba, llegando a los 100.000 hombres, para terminar con esa guerra salvaje, pero lo peor de todo eran las enfermedades – según cuenta Ramón y Cajal en sus memorias. De este modo, el gobierno provisional se desdijo de dos de sus promesas: abolición de las quintas y la reducción de los impuestos. Cuba, a la postre, empujó contra la Revolución a los republicanos que organizaban las alargadas de las quintas y a los intereses conservadores que desconfiaban de las intenciones conciliadoras de Prim; la reacción conservadora organizada en contra de la esclavitud desempeñó un papel crucial en el asesinato de Prim y en la caída de Amadeo I de Saboya.
El desastre cubano (1895-1898) Cuba había llevado el descrédito a la Revolución de Septiembre, “La Septembrina”, y evidenciado las deficiencias de la Restauración. Acaba con éxito la Guerra de los diez años, con la paz de Zanjón (febrero de 1878), los estadistas de la Restauración no llegaron a un acuerdo respecto a la cuestión cubana que hubiera podido solucionar el problema de España en la Antillas. En 1895, otra nueva revuelta separatista, la Guerra de Independencia Cubana o Guerra del 95 (1895-1898), hubiera podido derrotar la alianza del separatismo cubano con el poder de Estados Unidos. El Partido Autonomista cubano había hecho reiterados llamamientos a un estatuto de autonomía moderado para la isla, rechazado mayormente por las Cortes de Madrid: “la libertad de Cuba, adquirida por medios legales, y dentro de la nacionalidad española”, por miedo a que se popularizara las exigencias separatistas de una república independiente.
Los criollos ricos del partido autonomista habían visto amenazado su liderato durante la “guerra larga”. Su deseo de salvarse a sí mismos mediante la autonomía dentro de la soberanía española, daba al gobierno español una oportunidad para recuperar la alianza de un sector importante de la opinión cubana, que perdieron en parte los gobiernos metropolitanos, especialmente el “partido español” en la misma isla; los unionistas constitucionales partidarios de la asimilación. Formado por las clases burocráticas y comerciales españolas, fabricantes, tenderos y artesanos emigrantes, afirmaba que la autonomía conduciría inevitablemente al separatismo. La autonomía no sólo podía destruir el control de la vida local de los unionistas, sino amenazar sus ingresos. La colonia española, desde los comerciantes al por mayor a los tenderos, temía que un autogobierno permitiera a los productores criollos abolir la unión arancelaria proteccionista con España, base de sus beneficios, y que ya había sido modificada para atender las peticiones cubanas. La economía cubana vivía de la venta del azúcar y tabaco a los Estados Unidos, de forma que los intereses “españoles” eran contrarios al que los isleños llamaban su mercado natural. Los productores cubanos alegaban que la verdadera solución era el libre cambio. Los comerciantes y economistas españoles aducían lo contrario.
Los políticos españoles, Cánovas del Castillo, entre otros, afirmaban que aun teniendo en cuenta los ingresos proporcionados por los aranceles, Cuba era una carga para el erario nacional. Cánovas iba más allá al decir que al “reducir aranceles para la isla suponía el abandono de Cuba, convirtiéndose en una carga intolerable”. Una economía metropolitana pobre no podía abastecer el mercado natural, y el control político se hizo insoportable para los colonos cuando se utilizó para impedir el suministro de productos baratos o para viciar los mercados “naturales”. En la década de los 90, los privilegios arancelarios de que gozaban los productos españoles en Cuba resultaban insuficientes para el poder competitivo de la industria española, lo que condenaba a muerte toda esperanza en un sistema de preferencia imperial. Las pocas reformas que se hicieron, llegaron tarde y mal para poner coto al separatismo. Los debates de los partidos políticos dinásticos en el Congreso sobre Cuba eran tratados con indiferencia. Como consecuencia, los autonomistas cubanos se aliaron con los republicanos. Maura, ministro de Ultramar del gabinete Sagasta, se convirtió a la solución autonomista. En éstas, comenzó la verdadera guerra de Independencia cubana o guerra del 95 (1895-1898).
Francisco Romero Robledo (1838-1906), ministro de Ultramar de Sagasta y casado con un rica heredera cubana, sentenció “autonomismo y separatismo son sinónimos”, además los generales pensaban que se podían concesiones administrativas a Cuba tan sólo “después” de que el Ejército hubiera impuesto el reconocimiento incondicional de la soberanía por parte de Cuba, ya que el honor del Ejército exigía la rendición incondicional de los rebeldes. El fracaso reiterado de los autonomistas al tratar de conseguir de Madrid alguna concesión, incrementó la actitud de ciertos separatistas que se habían negado a aceptar su ideal de una república independiente al rechazar la paz de Zanjón por lo que comenzaron la “guerra chiquita” (1879-1880), cuya alma mater fue el político y escritor cubano José Julián Martí Pérez (1853-1895), cuyo odio hacia todo lo español se remontaba a sus tiempos de estudiante y que fundó en los Estados Unidos el Partido Revolucionario Cubano.
En febrero de 1895 comenzó, bajo las órdenes de Martí, la rebelión en Cuba, falleciendo éste poco después; los separatistas continuaron la guerra hasta que la intervención norteamericana aseguró la independencia. La ayuda norteamericana sirvió de bien poco; las enfermedades y la manigua acabaron prácticamente con los soldados yanquis. Pasó a Cuba, como máximo jefe militar al general Arsenio Martínez Campos, siendo sustituido al poco tiempo por el general mallorquín Valeriano Weyler (1838-1930) que por medio de la conocida “Reconcentración de Weyler” (**), pudo sino acabar, por lo menos disminuir bastante la fuerza militar de los rebeldes cubanos. Para desgracia española, el gobierno no quería saber nada algo que no fuera la política de la guerra, en un intento de acabar con la revuelta mediante la fuerza militar antes que la opinión pública norteamericana pudiera pasar de una simpatía por Cuba, que sin embargo respetaba la soberanía española, a la intervención armada contra España para detener la ulterior destrucción de vidas y propiedades.
Los presidentes norteamericanos Claveland y McKinley esperaban evitar semejante intervención mediante concesiones que aplicaran a los rebeldes y al mismo tiempo satisficieran la dignidad española. Por parte de las autoridades americanas se ofreció a España la posibilidad de compra de la isla, pero, para desgracia otra vez, el gobierno de Madrid no tomó en consideración la oferta (muchísima más generosa que lo que al final dieron); el orgullo español estaba por encima de cualquier compensación económica.
Tratado de Paris (10 de diciembre de 1898). Como es sabido, a causa de la voladura del acorazado americano “Maine” (15 de febrero de 1898) (***), en el puerto de La Habana, y sin mediar palabra, los norteamericanos echaron la culpa del suceso a los españoles y declararon la guerra a España. Aunque posteriormente se demostró que todo había sido un desafortunado accidente, a Estados Unidos le vino como anillo al dedo esta catástrofe, pues gracias a ella pudo iniciar las hostilidades y preparar a sus hombres para tomar las colonias españolas. España entró en guerra contra los Estados Unidos; perdió Cuba, Puerto Rico, las Filipinas y otras islas aisladas en el antiguo “lago español”, en una guerra perdida de antemano, a causa del poderío militar norteamericano y la sin parangón debilidad militar española, mientras que la opinión y los periódicos españoles despreciaban a la marina americana, – “tocineros” les llamaban la prensa española – alabando, sin justificación alguna la fortaleza de los barcos de guerra españoles (casi todos de madera y sin apenas carbón). “Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra” – se decía. Todo se perdió por una guerra civil entre los españoles metropolitanos y españoles coloniales y por 20 millones de dólares que por el Tratado (artículo III) se donaba a España.
Así nos fue, acabando para siempre con lo que hacía unos 400 años antes habían comenzado Colón, Cortés, Pizarro, etc.
(*) La capitulación ha sido llamada por el historiador español Juan Carlos Losada como “la traición de Ayacucho” y en su obra “Batallas decisivas de la Historia de España” (Ed. Aguilar, 2004), afirma que el resultado de la batalla estaba pactado de antemano. El historiador señala a Juan Antonio Monet como el encargado del acuerdo: “los protagonistas guardaron siempre un escrupuloso pacto de silencio y, por tanto, solo podemos especular, aunque con poco riesgo de equivocarnos” (Pág. 254). Una capitulación sin batalla se habría juzgado indudablemente como traición. Los jefes españoles, de ideas liberales, y acusados de pertenecer a la masonería al igual que otros líderes militares independentistas, no siempre compartían las ideas del rey español Fernando VII, un monarca firme sostenedor del absolutismo. Por el contrario el general Andrés García Camba refiere en sus memorias como los oficiales españoles apodados más tarde “ayacuchos“, fueron injustamente acusados a su llegada a España: “Señores, aquello se perdió masónicamente” se les dijo acusatoriamente, -“Aquello se perdió, mi general, como se pierden las batallas“-, respondieron los veteranos de la batalla. Lo militares españoles derrotados tuvieron que volver a España en navíos ingleses. Fernando VII se negó a recibirles.
(**) La “reconcentración” fue un método y una política utilizada por el general Weyler para aniquilar militarmente el levantamiento independista cubano de 1895. Consistía en aglomerar a los campesinos en poblados cercados, con el fin de aislar a los insurrectos de su medio natural evitando que pudieran recibir ayudas. Era muy eficaz, pero la complejidad para suministrar alimentos y favorecer la sanidad provocó una gran mortandad, tanto en los soldados españoles como en la población civil, volviéndola impopular. Medidas como estas no eran infrecuentes pues se realizaban en conflictos coetáneos similares (Horatio Kitchener en la Guerra de los Boers; el ejército de Estados Unidos en las Guerras indias y en la Guerra de Secesión norteamericana como hicieron los generales Sheridan y Hunter, al devastar completamente el valle de Shenandoa o Sherman al arrasar Georgia y Carolina del Sur; el Ejército de la República argentina en la Guerra de la conquista del desierto, también llamada Guerra contra el indio).
(***) La información de las fuerzas militares de tierra y mar no estaban ajustada a la realidad, contribuyendo a confundir al ciudadano que pensaba que la España de finales del siglo XIX era verdaderamente una potencia económica y militar equiparable a otros Estados del mundo. Los motivos que llevaron a la prensa española a influir decisivamente en el ánimo de la población a favor de la guerra no están muy claros. Algunos de los periódicos de la época estaban controlados por la clase social que tenía intereses en las últimas colonias españolas, por lo que no es de extrañar que al sentirse dichas clases amenazadas en sus intereses económicos debido a las injerencias norteamericanas, la prensa por ellas controladas o influenciadas tomase el mismo partido. La población española, cuya inmensa mayoría vivía en la más absoluta pobreza y carecía de la cultura más elemental, llegó a creer verdaderamente todas las falacias que de manera tan irresponsable fueron publicadas; aunque para hacer honor a la verdad no toda la prensa española fue tan inconsciente. Lo más grave aún fue el hecho de que el propio gobierno alentase la creencia en una fácil victoria, contribuyendo al engaño que llevaría al desastre y al posterior desengaño, pues facilitaban informes falsos sobre el poder militar de la nación. Y para aumentar la moral y creencia de la población en una segura victoria, constantemente se descalificaba a los norteamericanos tildándolos como pueblo “plebeyo y tocinero, cobarde y felón“, al tiempo que se enumeraban y exaltaban los valores patrios con referencias a hechos del pasado, mencionando la tradición militar de los tercios de Flandes y las defensas a ultranza de Gerona y Zaragoza, así como Numancia y Sagunto. Una vez iniciadas las hostilidades incluso algunos rotativos españoles se encargaron de minimizar los reveses sufridos aumentando al mismo tiempo las pérdidas causadas a los norteamericanos. En fin, que la irresponsabilidad de “la prensa criminal del perro chico y de la mentira” como la definió Miguel de Unamuno, de los gobernantes y de una gran mayoría de la cúpula militar arrastraron a todo un país camino de una rápida y dolorosa derrota.
Hay hechos desconocidos por el gran público, debido entre otras cosas al adoctrinamiento de ¨ aperturas de miras ¨ falsas, que han pronosticado un resultado evidente de similares problemáticas contemporáneas que sufre Occidente, en éste caso España, con sus Provincias, o colonias, según se mire. En cuadros está como aquel libertador que fue algo parecido al crimen, con la infame figura de Simón Bolívar, masón.
http://enlazinfos.doomby.com/paginas/religion/la-masoneria.html
Gran artículo José Alberto. Una vez más es un lujo tenerlo en este medio. No se puede decir más en tan poco espacio, y en un momento en que la “verdadera” Historia de España en los centros de enseñanza, brilla por su ausencia.
Me da mucho pena, ya que esta frase tuya tristemente lo resume todo: ” Así nos fue, acabando para siempre con lo que hacía unos 400 años antes habían comenzado Colón, Cortés, Pizarro, etc.”.
Un abrazo amigo.
Gracias, una vez más por sus artículos, tan ilustrativos y amenos. Lástima que en España se tome más en cuenta a Américo Castro que a Menéndez Pidal. Se entiende que la emancipación del Imperio colonial fué el proceso de degradación inexorable de una sociedad exhausta por las guerras europeas en combinación con unos reyes de una dinastía que carecieron del carisma y empuje que si tuvieron en el S. XVIII estadistas como Federico el Grande o Catalina. El intento de Ensenada de volver a poner la Marina de Guerra en posición de primer orden quizá fué la última inicitava seria… Leer más »
Muchas gracias Sr. MicheINS por sus comentarios. Tiene la razón, toda la razón y nada más que la razón. En lo único que quizá discrepe, con todo respeto, por supuesto, es en que peor le fue a UK. Gracias a la Commonwealth, la pérfida Albión, no tiene ya Imperio colonial (a excepción de Gibraltar y algunos islotes sueltos), pero tiene una caterva de países satélites (la citada Commonwealth) que le son muy útiles. Y España ¿Que tiene? NADA, y lo poco que nos queda (Ceuta y Melilla), veremos lo que duran y si se habla de Cataluña ¿Para que hablar?… Leer más »
Lleva usted razón en su analisis, quizá por premura, ovbié ese extremo, en todo acertado. Un aspecto muy importante de la desintegración del Imperio colonial se halla en la España misma, “aislada” por los Pirineos mantuvo una sociedad casi feudal hasta bien entrado el S.XIX, la nobleza mantuvo intactos sus privilegios en una sociedad en el que el campesinado y los grandes latifundios negaron el inicio de la incipiente actividad industrial. A ello debe sumarse la propia idiosincrasia romántica y caballeresca que durante siglos nos acompaño, desdeñando el trabajo manual. España era la elegida por Dios y su misión era… Leer más »