Glamour en tiempos de crisis
Honorio Feiro.- Cuando creía haber despejado la duda de si el Real Madrid de “Mou” sería capaz de acabar con al hegemonía del Barcelona de “Pep”, ahora resulta que nos toca soportar la boda de Wili y de Kate, o sea Guillermo y Catalina. Además, leo que el Palacio sede del Ayuntamiento de Madrid, sede faraónica del señor Gallardón, ha recibido tantas visitas como el Museo del Prado. No puede ser casual. La curiosidad y el morbo encabezan todas las manifestaciones del gran público, dirige sus instintos y se desvela por sus conclusiones; la expectación por descubrir la parcela de intimidad que se supone que alberga un dormitorio o un vestidor de esta clase de privilegiados se antepone a los misterios que encierra una biblioteca. El gran público anhela poder sentarse ante el televisor (cada vez más plano, cada vez más grande), para no perder el más mínimo detalle.
No ocurre lo mismo ante la media docena de asuntos claves para hacer que la vida de uno discurra por cauces más seguros, más sólidos, más humanos. La crisis está segmentando a la sociedad española y los comedores de Cáritas, y los centros de las madres que siguen el ejemplo de Teresa de Calcuta, por citar sólo dos casos, cuentan cada día con mayor número de asistentes para llevarse algo a la boca. En Cáritas se hizo famosa la asistencia de lo que algunos han llamado “los pobres de pelo limpio”, porque, a diferencia del vagabundo harapiento y sucio, son personas como cualquiera de nosotros, pero con todos los miembros de la familia en el paro, y la ayuda social, cuando llega, no es suficiente.
La que dicen ha sido la boda del año (hasta que se produzca la próxima), ha levantado pasiones. En plena crisis el glamour es como un sueño hecho realidad. Diarios, no diarios, emisoras de radio y TV han satisfecho su programación con los detalles de la boda y han llegado a enviar a periodistas para cubrir el evento. Periodistas que, lejos del desarrollo de los acontecimientos, han aprovechado para darse una vuelta por las tiendas de Oxford Street o Picadilly Circus para comprar algún souvenir, eso sí, con las imágenes de los novios. Sintonizo una emisora de radio y oigo que la cola, de tres metros, era corta –se referían a la cola del vestido de la novia- y apenas si se veía en la catedral de Wetsminster. No se si por austeridad debido a los tiempos que corren, o por ese carácter desaborido de los ingleses (¡eh mister!), el convite, que para muchos es lo que cuenta, se ha limitado a poco más de una docena de canapés por barba y el remate final es que el vestido de Caty es casi idéntico del que llevó Belén Esteban, la otra princesa, la princesa del pueblo español. Definitivamente apago mi receptor de radio. Sospecho que estos son tres detalles de suma importancia para un acto social del alcance de este y deduzco que lo que quiere el personal es más glamour, la cola más larga (dicen que siempre es buen augurio), y un convite de los de antes, con el menú escrito en francés y las suculencias de la época victoriana para uso y disfrute de los selectos invitados.
Pues algo parecido ocurre con el palacio del señor Gallardón. El público visita el lugar –es gratis- con mayor entusiasmo que el Museo del Prado, o cualquier otro, buscando también ese glamour que se le supone a un alto mandatario como es el alcalde de Madrid. Después de la muerte de Franco, cuando abrieron las puertas del Palacio de El Pardo, muchos visitantes de la que había sido sede del Generalísimo salían decepcionados al ver el dormitorio del Caudillo que, como buen militar, era austero en sus costumbres, y esto decepcionó al personal que buscaba argumentos para criticar a la Dictadura.
Tal vez el éxito de todo esto está en pensar que los sueños son algo más que sueños. Que la suntuosidad y el lujo existen más allá de los cuentos de hadas; que Cenicienta no es una fantasía. Tal vez por eso la sociedad, en general, no sólo entiende sino que justifica comportamientos capaces de obrar el “milagro” de ser un don nadie hoy para convertirse en un triunfador mañana. Es como un espejo en el que muchos se reflejan, y se ven con esos tocados como los que lucen las invitadas a estos grandes acontecimientos, o con un frac como los que lleva, en este caso, el padre del novio.
Y tal vez por ello, en nuestra sociedad se perdonan pequeños pecados que, como la travesura de un niño, nos hacen esbozar una sonrisa y hacer que no nos hemos dado cuenta, aunque se hallan llevado el dinero público, se repartan bufandas espléndidas, se concedan privilegios a familiares y amigos haciéndoles prosperar y ser protagonistas del sueño de la metamorfosis social y económica. Y entre la estupidez y el fanatismo, hay incluso quien justifica estas prácticas y se queda tan fresco.