El desatino halla cobijo y morada en esta vieja patria de Frascuelo y de María. El Centro Democrático y Social pretende que el nombre de Adolfo Suárez sea reconocido y homenajeado en todos los municipios de España, se supone que por habernos metido en este lío del que algunos daríamos años de nuestra vida por salir. Por mucho que lo intento no puedo dejar de asociar la figura del abulense a la instauración de este gigantesco y monstruoso pandemonium en el que encuentra coartada toda una legión de ciudadanos rufianescos y de legisladores sin alma.

Igual que el relámpago preludia al trueno, la etapa de Suárez al frente del Gobierno de España prologó la actual porqueriza partitocrática. No veo nada del actual sistema que me anime a contemplar la ejecutoria de Suárez con ojos tan benignos como con los que Francisco Cabra mira, solazado, el resultado de su obra. Tal vez Cabra quiera mostrarme la clave de su bienintencionalidad óptica. O de su malhadada perspectiva histórica, ya que asociar la figura de Suárez a otra cosa que no sea la España actual de las divisiones territoriales, de la angostura moral, del debilitamiento del Estado, del nihilismo de jóvenes y mayores, de las leyes que gravan la condición del hombre, de la proscripción de los símbolos cristianos, de la reducción de la vida humana al consumo, de la cultura de la muerte, de la degradación del arte, de la supremacía del laicismo, de la banalización de las buenas costumbres; de la corrección política puesta al servicio de gays, lesbianas, feminazis, musulmanes y putonas recauchutadas aireando sus miserias en horario infantil; de las normas que imperan contra la dignidad, la decencia y la propia vida humanas; del latrocinio sin límite, del odio a España en las escuelas vascas, del odio al castellano en las aulas catalanas, de la aritmética electoral al servicio de los nacionalistas, de la quiebra del principio de igualdad ante la ley, de la apabullante pérdida de referencias éticas en cualquier instancia pública, del desestimiento ante cualquier idea trascendente, de la crisis económica, del fracaso educativo, de la reducción de nuestro ejército a una ONG, del desapego a la familia, de la abulia social…son ganas, digo, de deformar la realidad como la deforman esos espejos cóncavos de feria.

Sería injusto atribuir la autoría de esta catástrofe sólo a la inexperiencia, la ineficacia o la osadía de Suárez. Hubo otros actores tan responsables como el abulense, quien tuvo sobre todo una única y abrumadora responsabilidad: haber aceptado el papel de marioneta que le imponían, a cambio de su presencia en el palacio de la Moncloa, las fuerzas interiores y exteriores de la conjura para la demolición del Estado de Derecho edificado por el régimen anterior.

Suárez careció siempre de convicciones y anduvo sobrado de oportunismo político, siendo estas sus dos principales virtudes para que le pusieran al frente del proceso transitorio. Sólo desde la cortedad más absoluta o desde el sectarismo más reprobo se puede sentir orgullo hacia los resultados de dicho proceso.

Confieso con toda humildad que no acabo de entender ese fervor por la figura de quien nos metió en este lío concebido por unos pocos al servicio exclusivo de ellos mismos.