El miedo de Sánchez es acabar como Craxi
Antonio R. Naranjo.- Es osado adelantar qué hará exactamente Pedro Sánchez en las próximas horas, pero no cuál será la razón única de sus movimientos: lo menos malo a su alcance para esquivar que, además de las ya inevitables consecuencias políticas de la Tangentopoli por él encabezada, por acción u omisión, sufra otras de carácter penal, como su pariente lejano Bettino Craxi.
La simple lógica y un conocimiento básico del Código Penal indican que, a medida que avancen las instrucciones judiciales y vayan alcanzando conclusiones, será inevitable mirar al presidente del Gobierno y secretario general del PSOE. ¿Alguien puede creerse la especie de que una organización criminal tan longeva y ramificada puede haber funcionado durante una década sin que él supiera nada? ¿O que es viable su existencia y éxito, con tantas infiltraciones en un sinfín de Ministerios, Comunidades Autónomas, en el mismo PSOE y en su propia familia, sin que él se enterara, pero en su beneficio político personal y ya veremos si con su participación directa o liderazgo?
Las responsabilidades institucionales no necesitan de la demostración de su complicidad para ser plenas e irreversibles: si la mejor versión de los hechos para Sánchez es que no era consciente de nada, pese a que un puñado de periódicos se lo hemos ido contando casi en tiempo real con su única respuesta de que éramos «máquinas del fango»; ha de irse por incompetente y pagar el máximo precio político, la dimisión, por no haber frenado a una auténtica Mafia, operativa por tierra, mar y aire en sus propias narices.
Pero no resulta verosímil esa versión de los hechos por varias razones poderosas, más allá de que en el ámbito penal no baste con deducir desde la lógica más inapelable y sea imprescindible, además de eso, demostrarlo todo con pruebas sólidas que de momento no existen, aunque todo indique que algún día existirán.
Lo cierto es que Sánchez ha promocionado a todos los capos de La Rosa Nostra durante años, que les utilizó desde antes de llegar al mando y quizá para llegar a él y, a continuación, les protegió, les dio todos los galones y, con indicios sólidos en su contra, optó por la vía opuesta a la que hubiera adoptado alguien inocente o ignorante.
En lugar de aprovechar las pistas que el periodismo serio le daba, finalmente concretadas en demoledores informes de la UCO y precisos autos judiciales en el Tribunal Supremo o en juzgados de Madrid y de Badajoz; el líder socialista desató una batalla campal legislativa y pública para señalar al mensajero, coaccionar a la Justicia y desautorizar a la Guardia Civil; con un desafío frontal sin precedentes al Estado de derecho, cuya eliminación se presentó como una necesidad inaplazable para, nada menos, «regenerar la democracia».
A cada novedad sobre la trama corrupta le ha acompañado, siempre, una ofensiva bélica contra quienes destapaban o certificaban los hechos; amén de una operación perfectamente diseñada para invertir los términos y que, de un plumazo, se impidieran las investigaciones y se anulara a los investigadores, transformando a los investigados en legisladores en busca de su propia impunidad.
En ninguna organización tiene un pase el discurso de que su máximo responsable no se percató de lo que hacían a su alrededor, pero mucho menos en este PSOE controlado con mano de hierro por un autócrata que no permitía a nadie mover un dedo sin su conocimiento y permiso.
Especialmente cuando los señalados son las personas a las que Sánchez más utilizó para llegar al poder en el PSOE, después a la Moncloa con una moción de censura infame y, finalmente, para intentar perpetuarse en él con un insólito intercambio corrupto de votos por favores firmado con un prófugo, un condenado y un exterrorista y sustentado, exclusivamente, en lograr una investidura aceptando pagar el precio de debilitar como nunca a España.
Esos mafiosos a los que ahora nadie conoce son los creadores de Sánchez y quienes han logrado su supervivencia, en un viaje políticamente obsceno que además tiene todas las trazas de haber sido delictivo y bien poco sutil, con esas imágenes de bacanales sexuales y gastronómicas que aún hacen más inverosímil el argumento de que era imposible detectar algo así.
Sea porque Sánchez estaba en deuda con ellos o porque, a los negocios políticos perpetrados con ellos, les sumó otros económicos que ahora no llegan ni a la categoría de conjetura, la conclusión es la misma: el presidente del Gobierno está más cerca de tener que demostrar su inocencia en un juzgado que de obtener el certificado de limpieza y marcharse a su casa, por incompetente, sin al menos ser incluido en la recua oprobiosa de corruptos con galones.
Si Sánchez ha hecho algo es probable que se acabe sabiendo. Y que él lo teme, en todo caso, explica todos sus movimientos: sea dejar a un Salvador Illa para que sus socios mantengan el respaldo parlamentario espurio y al menos él conserve el máximo de protección desde las sombras, acompañado en ellas por Zapatero; sea redoblar sus ataques a los poderes del Estado, atrincherado en la Moncloa, armado con el BOE y dispuesto a disparar a todo aquel que se acerque demasiado.
Porque Sánchez no pelea ya por mantenerse en la Presidencia, sino por no acabar en la misma lista que Ábalos, Cerdán, Koldo y todos los sinvergüenzas que irán saltando a escena. Todos ellos a su servicio y a sus órdenes durante una década, sin maquillaje suficiente para disimular ya su formidable parecido con el italiano cazado en el proceso «Mani puliti» que tanto remite al que ahora dirige el Tribunal Supremo. Solo falta que la ciudadanía se eche a las calles a protestar contra este sucedáneo de Bettino, como ocurrió en la Italia de los 90, y el calco sería casi perfecto.