Llega la “nueva normalidad”: Crónica de una vendimia con “mala uva”
Por Pascual Uceda Piqueras*.- Una famosa bodega española, con nombre de guiri o señorito andaluz, nos coló por la escuadra de aquellos televisores “cabezones” de los maravillosos años ochenta un anuncio de esos que resuenan y perduran en la memoria de los que ya –por imperativo de la edad u otros de cuyo nombre no quiero acordarme— más cerca están de perderla: “Por fin llegó la cosecha, llegó la cosecha hermano…”.
Parte nada despreciable de nuestra moderna memoria colectiva –por su valor sentimental—, los eslóganes ochenteros conforman un corpus de información en apariencia irrelevante que, sin embargo, y obviando la finalidad consumista de aquellas primitivas incursiones en la psique del respetable, solían acompañar con mensajes todavía afectos a esa humanidad inherente al hombre como parte integrante de su medio natural. Claro que esto ocurrió antes de la vigente proclamación de la “cruzada” –con papa incluido— del estado globalista contra el medio rural y sus moradores, en su afán de agrupar al rebaño en un solo corral donde poder centralizar las labores ganaderas con el menor esfuerzo y la mayor productividad. Pero eso ya es otra historia…
La que ahora nos ocupa comienza con la imagen de un burro al alba cargado de cántaros, pues así se abría el spot publicitario al que nos referimos, que servía de introducción a todas las tareas agrícolas que culminaban en la fiesta de la vendimia. La música pegadiza y el ambiente festivo hacían olvidar las fatigas pasadas, invitando al espectador a participar de la celebración y a beber el fruto de la tierra.
Y es que el vino, como la sangre, son tenidos ambos por fluidos vitales desde la noche de los tiempos. La semejanza tuvo que establecerse en función de una asimilación de orden trascendente, dentro de la esfera de una religiosidad primitiva centrada en la Tierra como sustentadora de la vida, y en donde el vino simbolizaría la sangre de la tierra como ofrenda a los cielos. Quizás de ahí proceda esa visión orgiástico-festiva que se deriva de su cosecha, en la que el vino y la sangre se funden en una transubstanciación de naturaleza mágica o espiritual –según se mire—, y donde el celebrante o consumidor, dejándose llevar por esos vapores etílicos e invocando a la –¿sangrienta? – divinidad de turno (Dionisos, Baco), se “pone hasta las cejas” de vino (lo pisa, se baña en él, lo consume hasta desfallecer y lo consagra a su dios en la liturgia) con la finalidad de rememorar y/o congraciarse con aquellos dioses ancestrales –y otros más actuales y menos divinos— tan afectos a los sacrificios y a la sangre.
“Por fin llegó la cosecha, venga alegría, vente a la fiesta. Canta y báilale a la vida nueva, que ya llegó la cosecha”. Así terminaba el grupo musical Jarcha su pegadiza sinfonía vendimiera. Y así nos parece a nosotros que el “Estado vitivinicultor” nos está cosechando en estos días de lobotomizada euforia popular, clamorosa exaltación de libertades “jibarianas” –por asimilación a las cabezas reducidas al tamaño de un puño (tzantzas) que realizaban los indios jíbaros— y bacanales botelloneras retransmitidas en directo. Porque el ambiente festivo que se respira en las calles tiene cierto aire a vendimia tradicional, a incipiente bacanal romana; solo que aquí, la uva arrancada de la vid, pisada y almacenada en la bodega no es la monastrell, la garnacha o la tempranillo, sino la propia sociedad que – digámoslo así— se vendimia a sí misma mientras las “élites gourmet” se deleitan en la degustación de los mejores caldos, ajenos a los vulgares padecimientos de los campesinos.
Este es el mensaje cosechero que se está repitiendo sin cesar desde los medios de comunicación afectos al poder. Imposible zafarse de su acoso. La melopea globalista contagia por simpatía a todo aquel que se deshizo en aplausos desde la ventana en aquellos primeros compases de la farsa, ofició de alguacil a tiempo completo para la causa plandémica o fue inoculado contra el virus del “miedo lobuno” –mucho más letal, este del cuento de Caperucita, que cualquier coronavirus, y más barato—, dando gracias, además, al estado todopoderoso por haberle librado de sus fauces.
Ahora toca divertirse y encarar un futuro lleno de nuevas posibilidades, de la mano de papá Estado globalista. Ese parece ser el nuevo eslogan para la campaña de la “vendimia” de estos tiempos de grandes tribulaciones. La actitud de indiferencia ante la gravedad de lo acontecido, el deseo de divertirse, la expresión de alegría generalizada en sus rostros, son indicadores en los que puede apreciarse el gran nivel de lobotomización al que ha sido sometida nuestra sociedad. Da la impresión de que ya nadie se acuerda de la procedencia de ese vino manchado de sangre: ¿Ubi sunt los ancianos que nos dejaron? El silencio. Esa es la consigna. Como corea la canción: “Canta y báilale a la vida nueva”. Porque una vida nueva es, para la mayoría de los que han participado en esta vendimia nocturna con alevosía y premeditación (víctimas y verdugos), el equivalente de esa “nueva normalidad” antesala de ese oscuro y nada festivo Nuevo Orden Mundial (NOM).
Y ¿quién mejor que los jóvenes para representar esa explosión de júbilo necesaria para convencer a las masas de televidentes de que “esto” se ha acabado? Como podrá intuir el lector, todo está perfectamente calculado y todo resulta previsible por parte de quien nos dirige. Nada es dejado al azar en esta guerra declarada contra el género humano. Hacer “entrar al trapo” a la feligresía progre y demás allegados es “coser y cantar”. Porque los jóvenes hacen lo que es propio de su edad, o sea, divertirse. El Estado solo tiene que preparar el escenario perfecto (no realizar ningún tipo de medidas de prevención, tan eficaces en otros supuestos de conflicto social), atenuarlo de medidas restrictivas y de seguridad (policiales) y, muy importante, filmarlo en todo su apogeo animaloide y difundirlo. ¡Et voilà! El éxito de la “operación botellón” está asegurado. El resto del trabajo es dejado en manos de las masas escandalizadas ante tamaño espectáculo – obviamente— televisivo, que se encarga de jalear el gallinero a conveniencia: ¡A quién se le ocurre ese comportamiento! ¡Qué irresponsabilidad! ¡Con todo lo que hemos pasado! Y ya tenemos al candidato perfecto para “comerse el marrón” –que dirían nuestros jóvenes— ante la presumible nueva oleada plandémica que sucederá a esta recién estrenada calma –que siempre precede a la tempestad—, tan de laboratorio como el presunto virus que la origina.
El resto no es difícil de imaginar. La propaganda de esa “nueva normalidad” debe cumplir las expectativas puestas por todos los “hermanos en la fe” del Estado, incluso de los más reaccionarios, parte de los cuales se encuentran entre esa juventud reprimida por decreto. La fórmula es bien sencilla. Se regala un bono de 400 euros a los jóvenes para gastar en cultura (se excluyen las corridas de toros) – ¿también los botellones?— y se les conceden ayudas para adquisición de viviendas. A los jubilados se les embarca en caravanas a Benidorm y se les promete nuevas subidas miserables de sus pensiones. Y al resto, nuevas jeringas salvíficas (sumadas a la de la ¿extinta gripe?), desaparición de restricciones y Sonrisa Etrusca de oreja a oreja, que todo se contagia. Ahora, eso sí, de la mascarilla ni hablar, no vaya a ser que se vaya el miedo y tengamos que volver a plantar los sarmientos…
Pan y circo. Nihil novum sub sole…
*Filólogo y escritor
A disfrutar de lo votado y bienvenidos a la dictadura orweliana socialcomunista. Pobre sociedad, completamente idiotizada, aborregada, adoctrinada, narcotizada y hipersexualizada y afeminada.