Rendirse al poder del mundo (V)
El tormentoso cónclave del 8 de abril de 1378, en el que se eligió papa a Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari, con el nombre de Urbano VI, como candidato de compromiso para satisfacer al populacho que exigía violentamente un papa romano o al menos italiano, dio origen al Cisma de Occidente, ya que la elección de Urbano VI fue impugnada cuatro meses después por la mayoría de los cardenales reunidos en Agnani. Todavía resonaba en los oídos de sus timoratas eminencias el grito de la chusma a las puertas del cónclave: Romano lo volemo! Se non lo avemo romano, tutti li occideremo!: Os mataremos a todos. El mismo día de la elección pontificia, uno de los cardenales confesó al canónigo palentino Fernando Pérez: Deán, quiero que sepáis que he obrado por miedo a la muerte. ¿No habéis visto el peligro que corríamos? La misma Santa Catalina de Siena debía saber a esas alturas que el Sacro Colegio estaba compuesto por una mayoría de acoquinadas gallinas.
El arzobispo de Bari era un oscuro pero experto curial, extraño al Sacro Colegio, encargado de la Cancillería en Roma. Acabó siendo elegido a trancas y barrancas porque, según el cardenal Juan Cros de Limoges, no podemos contentar al pueblo dándole un papa romano, porque se diría verdaderamente que la elección era forzada. Por ello, se buscó un papa italiano que fuese semifrancés y que gozase de la familiaridad de los cardenales galos. Un encaje de bolillos que buscaba superar la irreconciliable división del Colegio en tres partidos que pugnaban por elegir a uno de sus cardenales y, a la vez, no acabar de bajarse los pantalones ante la turba romana. Así les fue… Y así le ha ido a la Iglesia siempre que la elección del papa ha sido fruto de presiones, fuese cual fuese el origen de éstas.
A pesar de todo, una vez hecha la elección, el pueblo enfebrecido, que ignoraba lo sucedido, se enfureció por las contradictorias noticias que corrían sobre la elección y se abalanzó a las puertas del cónclave forzando las entradas. Las amenazas, pues, previas a la elección, no eran baladronadas. Los cardenales presentes, para salvar el pellejo entronizaron momentáneamente al decrépito cardenal Tibaldeschi a pesar de su inútil resistencia: Yo no soy el papa -gritaba- ni quiero serlo. ¡Es el arzobispo de Bari! Por fin, conociéndose ya la noticia cierta de la elección de Urbano VI, se oyen gritos de ira: ¡No lo queremos! ¡Nos han traicionado! Alguien sugirió entonces al elegido, la conveniencia de renunciar. Prignano contestó visiblemente contrariado: No me conocen. Aunque yo viera mil espadas dirigidas contra mí, no renunciaría. Nadie dudaba de la competencia técnica de Bartolomé Prignano. Lo que no se esperaban fue lo duro y despótico que luego demostró ser. Un verdadero energúmeno…
Al día siguiente, la mayoría de los cardenales fueron al Vaticano a cumplimentar al nuevo papa; y a las preguntas del interesado sobre si aquella votación había sido válida, el mejor jurista del momento, Pedro de Luna, respondió afirmativamente. El día 18 de abril, Urbano VI fue entronizado solemnemente en la basílica de Letrán. Aparentemente todos le prestaron obediencia y la manera de actuar de los purpurados fue la de aquellos que, supuestamente, reconocían su legitimidad más allá de las presiones que se ejercieron, o convalidaban y subsanaban una elección dudosa. La cristiandad se persuadió de que Urbano VI era el legítimo y verdadero papa.
Sin embargo, el paso del tiempo ha mostrado un juicio sobre la elección casi unánime: la elección no fue libre, sino que se hizo por impressio, por metus qui cadit in constantem virum, ni absolutamente válida ni absolutamente inválida; pero en todo caso, atacable. Y eso hicieron los cardenales rebeldes: atacarla.
En cualquier caso, todo dependía de cómo actuara el nuevo papa y de si las deficiencias del acto electoral podían subsanarse por el efectivo consenso posterior. Pero el papa así elegido, no estuvo por la labor. En ese preciso y decisivo momento, Urbano VI se manifestó “despótico, duro, violento, grosero, llegando en su imprudencia y desatino a términos casi patológicos”. La tiara se le había subido a la cabeza. La altísima idea que tenía de la plenitudo potestatis le trastocó el entendimiento: Se sentía superior a todas las autoridades del mundo a las que amenazaba con la deposición, si no se le sometían.
Quiso convertir a los cardenales en sus monaguillos para acentuar su personal absolutismo. Los despreció e insultó en público hasta exasperarlos y llegar casi a las manos. Al cardenal Orsini lo llamó estúpido en presencia de los curiales; a Roberto de Ginebra, rebelde; al de Florencia, ladrón; al de Amiens, traidor. Quince días después de su elección predicó sobre las palabras de Cristo: Ego sum pastor bonus y, lejos de hablar de paciencia, mansedumbre e indulgencia se desahogó en una violenta diatriba contra los vicios de cardenales y prelados. Inútilmente santa Catalina de Siena le exhortó en sus cartas a la moderación y prudencia propias de ese buen pastor al que decía representar.
Seguidamente Urbano VI despojó a los cardenales de los ingresos provenientes de sus iglesias titulares mientras no las reparasen. Les obligó a renunciar a las pensiones que recibían de reyes y emperadores. Cuando un dominico inglés predicaba en el Consistorio sobre el vicio de la simonía (compra-venta de cargos eclesiásticos), repentinamente irritado, el papa le interrumpió, diciendo: A las penas de simonía añade esta: que yo excomulgo desde ahora a todos los simoníacos de cualquier estado y condición que sean, incluidos los cardenales. Y, como algunos murmuraron diciendo que la excomunión, conforme a derecho, no puede lanzarse sino después de tres moniciones, él respondió: Omnia possum et ita volo: “Todo lo puedo y así lo quiero”. Un verdadero sátrapa. Una personalidad patológica.
Cuando sermoneó a los obispos y prelados allí presentes diciendo que eran todos perjuros porque residían en la curia abandonando sus propias diócesis -el propio papa cuando era arzobispo nunca pisó Bari-, callaron todos menos el referendario pontificio, Martín de Zalba, obispo de Pamplona. Le replicó que él no era perjuro, pues estaba en la curia no por interés privado, sino por utilidad de la Iglesia, y que por su parte estaba dispuesto a marcharse a su diócesis.
Así las cosas, Juan de la Grange, cardenal de Amiens, y Urbano VI se enzarzaron en un furibundo altercado en el que se injuriaron mutuamente. El cardenal empezó a conjuntar a su alrededor a todos los humillados y ofendidos por el tormentoso pontífice. La pregunta estaba ya en el aire: ¿Podían los cardenales revocar su voto, si advierten que el elegido por ellos no ejerce su oficio de una manera razonable, si hay un grave error sobre su persona y sus cualidades? Eterna cuestión, ciertamente. Al comenzar el verano, la mayoría de los cardenales obtuvieron el permiso del pontífice para retirarse a Agnani.
El cardenal Pedro de Luna conocía las inconfesables intenciones de los franceses: impugnar la oscura elección y deponer al papa. El aragonés fue a Agnani con la intención de retenerlos en la obediencia de Urbano. No lo consiguió. Disputó con sus colegas asegurándoles que él había elegido al arzobispo de Bari con plena libertad y lo reconocía como verdadero papa. Sólo vaciló cuando todos los demás le aseguraron que ellos habían elegido bajo la presión de un miedo insuperable y que, en condiciones normales de libertad, nunca hubiesen elegido a Prignano. Estudió y examinó el asunto y, finalmente, se convenció de la invalidez de la elección.
La curia en pleno había huido de Roma. Desde Fondi se multiplicaron las voces que hablaban de una elección inválida. Un representante de los cardenales se presentó ante Urbano para notificarle que, según la mayoría de los purpurados, no tenía derecho a la dignidad papal; o era de nuevo elegido o se proveería de otro modo. El papa, tras una primera vacilación, exigió enfurecido el reconocimiento absoluto de la validez de su elección. Se empezó a hablar ya entonces de un concilio para solucionar la cuestión, pero la dificultad de su convocatoria y la situación de interinidad que había provocado la actitud de los cardenales, los llevó a un nuevo cónclave que consumó el cisma. El 20 de septiembre de 1378 fue elegido Roberto de Ginebra, coronado como Clemente VII. Se quiso escoger a alguien en principio neutral ante Francia e Italia; aunque sin la seguridad del apoyo francés, difícilmente se habrían lanzado aquellos cardenales a tamaña aventura. El cardenal de Ginebra se había distinguido dirigiendo las tropas pontificias de Gregorio XI en la guerra contra Florencia con mano dura y férrea disciplina.
La mayor parte de los curiales se pasaron a Clemente. Aunque Urbano eligió nuevos cardenales, su situación pareció al principio muy débil. Sin embargo, la fuerza militar no pudo derrocarle y, tras algunos encontronazos violentos, Clemente VII tuvo que abandonar Italia y retirarse en junio de 1381 a Aviñón. La cristiandad se dividió en dos obediencias: Por Urbano -con muchas excepciones- estaban Italia, el Sacro Imperio Germánico e Inglaterra como enemiga de Francia y los países del este y del Norte con Hungría. Con Clemente se alinearon, como es lógico, Francia y los territorios dependientes de ella y Escocia, como enemiga de Inglaterra. La península ibérica quedó en una especie de tierra de nadie decantándose débilmente hacia la legitimidad del papa romano. Una multitud de paniaguados se pasaba con descaro de obediencia, si recibía los beneficios esperados… Uno y otro papa se convirtieron, a pesar suyo, en tristes comparsas de la gran política europea y de los pequeños estados que eran las ciudades italianas. ¿La historia se repite?
Los llamados sedevacantistas que, desde el inicio del actual pontificado, vaticinan un nuevo cisma, ven en la historia actual grandes similitudes con el período dominado por los pontificados de Urbano VI y Clemente VII. Según estos analistas, son las posturas violentamente encontradas dentro del colegio cardenalicio, las que dieron lugar al alud de insidias de todo género que forzaron la renuncia de Benedicto XVI, que finalmente se resolvió con un nuevo cónclave en el que los cardenales sedicentes impusieron a su nuevo papa. Es la lectura de los hechos que hacen los sedevacantistas.
Y como telón de fondo, el poder del mundo presionando contra las puertas de la Iglesia. Pero esta vez, no en forma de poder territorial, sino en el formato que trae el Nuevo Orden Mundial, el nuevo poder globalista, que construye su dominación sobre la ruina de la moral que construyó el cristianismo sobre los valores éticos que ha destilado la humanidad en todas las culturas y civilizaciones dominantes a lo largo de milenios. Según estos visionarios del sedevacantismo, fueron los cardenales que se alinearon con este nuevo poder mundano (la pedofilia, mayoritariamente homosexual, universalmente consentida en toda la Iglesia durante más de medio siglo y hasta hoy, es la mayor señal de okupación del poder -sobre todo moral- de la Iglesia por los nuevos poderes del mundo); fueron esos cardenales, dicen, los que forzaron la renuncia de Benedicto XVI y la convocatoria del cónclave en el que impusieron a su candidato preferido. Dicen asimismo que la sombra de Urbano VI, tan suyo, y tan dado a imponer su santísima voluntad, que fue esta cerrazón suya la causa más inmediata del Cisma de Occidente; esta sombra, dicen ellos, planea sobre el actual papado. Y que -ironías de la historia- la peor amenaza de cisma que ha sufrido la Iglesia desde Lutero, y que está a punto de estallar en ese mismo territorio, nos ha pillado con dos papas. Esperemos que se equivoquen.
Es en ese momento que D. Pedro de Luna, el cardenal de Aragón, fue nombrado por Clemente VII nuncio y legado plenipotenciario para los reinos de España. En esta tarea D. Pedro desplegó aquellas cualidades de tenacidad, firmeza, sabiduría teológica y canónica, que lo convirtieron en ese puntal firmísimo que defendió convincentemente la legitimidad del papa aviñonés ante prelados y reyes. En el intervalo de los diez largos años que duró su misión, la habilidad diplomática del cardenal aragonés frente a los defensores de Urbano, fue ganando poco a poco las voluntades a favor del papa Clemente. Consiguió que, en la Asamblea de Medina del Campo,Juan I de Castillareconociese la legitimidad del pontífice aviñonés. Corría el año 1380.
Mientras Portugal cambiaba de obediencia en función de sus intereses, D. Pedro de Luna dirigió su mirada hacia el reino de Aragón. Pedro IV el Ceremonioso, anciano ya, pero sumamente astuto, había optado por llevarse bien con los dos pontífices, reteniendo las rentas eclesiásticas en las arcas reales. Entretanto,el cardenal de Aragón tuvo la habilidad de iniciar poco a poco el desempate, ganándose la amistad del príncipe heredero, Juan, a quien intentó casar con una hermana de Clemente VII y, por fin, unió en matrimonio con Violante de Bar, sobrina de Carlos V de Francia. Cuando murió su padre, Juan I de Aragón, acató con su reino la obediencia de Aviñón. Finalmente, también Navarra hizo lo mismo.
Durante este tiempo, la política de Urbano VI fue la del elefante en la cacharrería. Se enemistó con la mayoría de los que lo apoyaron:llegó a torturar y a ejecutar a tres de sus cardenales que consideró desafectos. Por su dureza de corazón y sus equivocaciones fue un desgraciado. Un verdadero demente. Cuando murió en 1389, nadie lloró su muerte… Sus cardenales pudieronmuy bien haber puesto fin al cisma absteniéndose de la elección y reconociendo al papa de Aviñón. Sin embargo, pesaron más sus privilegios y su parcela de poder que un verdadero amor a la Iglesia dividida y desprestigiada. Se apresuraron a elegir al joven cardenal napolitano Pietro Tomacelli, Bonifacio XI.
Fue entonces cuando, acabada su exitosa misión diplomática en Navarra, Castilla y Aragón, volvió Pedro de Luna a Aviñón por breve tiempo. Clemente VII, apreciando sus cualidades, se apresuró a nombrarle de nuevo legado en Francia, Flandes e Inglaterra con la esperanza de que obtuviera el mismo éxito que en España. Las cosas entonces fueron diferentes: no se le permitió ningún contacto con el monarca inglés y en Francia no tuvo más remedio que entrar en contacto con los díscolos profesores de la Universidad de Paris, que veían en el concilio la única solución para el Cisma. Allí, el cardenal de Aragón expuso las conclusiones a las que había llegado a través de la documentación canónica disponible: visto que la viafacti (el camino de los hechos, la fuerza bruta, el poder militar) había conducido a un callejón sin salida para las dos obediencias, la única vía justa para que no sufriese menoscabo la autoridad del Vicario de Cristo era que los dos pontífices, puestos de acuerdo, renunciasen simultáneamente, provocando así una vacante. Entonces los cardenales de las dos obediencias procederían a una nueva elección, ya sin disputa.
La propuesta llegó a oídos de la curia de Aviñón que, alarmada, vio en la postura de Pedro de Luna una hábil maniobra para postularse como sucesor de Clemente VII. La cosa se torció de tal manera que, perdido el beneplácito y la confianza del papa de Aviñón, el aragonés obtuvo permiso para retirarse de los asuntos públicos e instalarse en Reus. Al poco tiempo, recibió allí a unos mensajeros que le instaban a viajar de nuevo a Aviñón… El 16 de septiembre de 1394 el papa había dejado este mundo.