Raíz de la religiosidad (I)
La preocupación humana por la propia condición, naturaleza o destino, como se le quiera llamar, es el motivo de una extensísima producción literaria y filosófica, y la raíz de la religión y las ideologías. Esa preocupación diferencia por completo al ser humano del resto de los seres vivos, en quienes nos es imposible apreciarla. También diferencia a unos hombres de otros en el sentido de que a la mayoría solo parece prestar atención a los problemas, dolores y goces que el curso mismo de la vida les proporciona, en lo que no diferirían demasiado de los animales.
Sin embargo esta última diferencia no es esencial, sino solo de grado: en algunas personas se trata de una inquietud muy fuerte y persistente, que les induce a reflexiones y estudios, mientras que en la mayoría se presenta más bien como una desazón apagada y difusa. Desazón intensificada repentinamente ante sucesos especiales como la muerte de personas queridas o el peligro de perder la propia vida, o ante visiones como la del firmamento estrellado, que les conmueven de pronto más allá de las urgencias cotidianas. Esa inquietud está claro que existe en el hombre desde mucho antes de la escritura, desde su misma constitución como humano, según muestran los mitos y relatos transmitidos oralmente, los ritos y restos arqueológicos. Cabría suponer que con respecto a los animales es la diferencia más radical y profunda, aunque quizá esté esbozada en los más próximos a nosotros. El animal inquieto por su destino.
Al modo de los animales, el hombre se encuentra en el mundo sin necesidad de mayor reflexión, y condicionado por las exigencias perentorias del entorno para su supervivencia. Pero a diferencia de ellos, posee la consciencia de la muerte, lo que le permite sentir su propia vida como un todo limitado temporalmente, y asimismo posee una percepción y sentimiento del entorno mucho más amplia y profunda que la de cualquier animal, que le permite concebir dicho entorno también como un todo, como un “mundo”. Esta doble percepción, de sí mismo y del mundo, es, por decirlo de algún modo, desconcertante para la propia psique, que se ve al mismo tiempo integrada en el mundo y diferente de él. Tal desconcierto se ha expresado muchas veces por diversos pensadores, pero quizá nunca con la precisión y brevedad del poeta y científico Omar Jayam en un sencillo cuarteto o “rubai”: “Vine al mundo sin mi consentimiento /desde entonces la vida no ha dejado de asombrarme /Me iré sin desearlo y sin saber / el por qué de mi llegada, mi estancia y mi partida”. De esta reflexión angustiosa extrae Jayam diversas conclusiones sobre la conducta humana, que no importa aquí detallar.
Baste con apreciar la profunda verdad contenida en sus versos. Nunca sabremos el por qué ni el para qué de nuestro destino. Lo que hace Jayam es traducir a un pensamiento claro un sentimiento profundo e imprecisable que acompaña nuestra existencia.
La comprobación de la forzosa ignorancia del hombre sobre su condición o destino, extiende una oscura sombra sobre el conjunto de su vida, sobre la conducta a seguir en ella y sobre el sentido de sus actividades, desde las más banales hasta las al parecer más esenciales. Cabría pensar que, de todas maneras, es absurdo plantearse problemas irresolubles como el de Jayam, y que nos bastaría con resolver satisfactoriamente los parciales y fragmentarios que nos ofrece la vida misma. Sin embargo, incluso la vida más rutinaria y aparentemente segura es incierta, los planes mejor organizados suelen fallar, los deseos o aspiraciones que consideramos más adecuados o justificados suelen frustrarse, y aunque hubiera un equilibrio entre penas y alegrías, entre éxitos y fracasos, o prevaleciera cualquiera de ellos, se hace presente al final la pregunta: “¿para qué?”. Como señala el Eclesiastés, todo resulta vacuo de sentido, y nuestro destino, por mucho que no lo queramos, es como el de los animales. Nos proponemos un saber que los animales no pueden proponerse, y sin embargo ese saber nos resulta inalcanzable. A menudo se interpreta la ignorancia como la raíz del sentimiento religioso, pero no se trata, o no ante todo, de ignorancia científica o técnica, corregible, sino precisamente de esta otra clase.
“Si Jesucristo no resucitó de entre los muertos vana es nuestra fe” San Pablo.