Entre la decepción y el reto
La política -dicen- es “el arte de lo posible”, aunque para muchos en el concepto de “lo posible” entren toda clase de curiosas y hasta inmorales artimañas. También afirmaba el conde de Romanones que el que se dedica a la política “ha de estar dispuesto a tragarse un sapo todos los días para desayunar”. Así pues, las elecciones provinciales para la presidencia de Vox en Málaga han dejado en muchos un sabor agridulce, como de profundo desencanto tras una gran ilusión. Sin embargo, aunque, como el papa Francisco, “no soy quién para juzgar”, sí que me permitiré pensar en voz alta con todo el respeto al que me obliga mi condición de sacerdote.
También es el deber de los pastores de la Iglesia “dar su juicio moral sobre cosas que atañen al orden político, cuando esto sea requerido por los derechos fundamentales de la persona y por la salvación de las almas» (Gaudium et spes, 76). Y, si bien es verdad que la Iglesia no tiene una misión política (es decir de la organización administrativa de la sociedad), sí tiene una responsabilidad política: velar por la salud espiritual de la sociedad, de la “polis” y dar testimonio de las verdades morales sin las cuales el bien común, que debería ser el objetivo de todo gobierno, no puede subsistir.
Por ello, Benedicto XVI enunció aquellas verdades morales básicas comunes a toda denominación cristiana. Se trata de los “principios no negociables” que el recordado papa expresó con claridad meridiana: La sacralidad e inviolabilidad de la persona humana desde su concepción hasta su muerte natural; la defensa del matrimonio natural (formado por un hombre y una mujer) y de la familia; la libertad de los padres para educar a sus hijos conforme a sus convicciones, sin interferencias estatales que coarten este derecho; el bien común, obligación irrenunciable de todo Estado y de todo gobierno legítimo. Precisamente por ser verdades absolutas y no exclusivas de la Iglesia, por ser de orden natural, deberían servir de base para las políticas oficiales.
No sólo los individuos tienen la obligación de obedecer a Dios individualmente, sino también cuando se organizan en forma de gobierno. Es más, el Pueblo de Dios no pierde su ciudadanía en la tierra por estar tramitando su ciudadanía del cielo (cf. Flp. 3:20). En todo caso, nuestra fe en el Reino del Cielo hace que nuestro interés en la tierra aumente en lugar de disminuir. ¿Por qué? Porque todo el bien que hacemos en la tierra no se pierde en el otro mundo, sino más bien permanece y llega a su plenitud. Y aún hay más: en la medida en que nos esforzamos en ganarnos el cielo, en esa misma medida estamos ya convirtiendo la vida en la tierra en un anticipo del cielo.
¿Cómo podrá el político, se preguntaba Benedicto XVI, «distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente?». ¿Es suficiente el criterio de la mayoría o del propio partido frente a situaciones y problemáticas tan importantes? Con esto el Papa Ratzinger recordaba que los “principios no negociables” no reciben su condición de verdad y bondad intrínseca del consenso de una mayoría, sino que los tienen por sí mismos. El político no puede, sin traicionar su misión específica, ir en contra de esto. Si lo hiciera privaría al Estado de la ley, de manera que —como dice San Agustín— «sería difícil distinguir entre el Estado y una gran banda de bandidos».
No es misión de la Iglesia poner las urnas para votar, aunque en Cataluña algunos lo hiciesen; pero sí que lo es recordar a todos sus miembros, que también ante las urnas y en la política seguimos siendo miembros de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Si desde nuestra identidad católica no presionamos para moldear las políticas oficiales de acuerdo con las verdades morales y los “principios no negociables” … ¿acaso seremos creíbles cuando afirmemos con acento persuasivo que ésos son nuestros principios? Más aún, ¿tendremos derecho a quejarnos de que nuestros gobernantes no tienen principios, si nosotros actuamos también como si no los tuviésemos?
A pesar de que la vocecita de VOX suene cada vez más apagada, acoquinada y hueca, las decepciones no pueden determinarnos ni en Málaga ni en ningún otro lugar de España. ¿Se apoyó a Enrique de Vivero con transparencia y honradez? Pues a lo hecho, ¡pecho! Olvidemos el pasado con sus decepciones. Este es el momento, y he aquí el reto.
No podemos seguir pensando que nuestra fe es tan solo una «cuestión personal e íntima». No somos una secta apartada del mundo, somos una comunidad de fieles llamados a renovar la faz de la tierra. Jesucristo enseñó en público y fue crucificado en público. Ahora resucitado, Él nos coloca en la palestra pública y nos ordena hacer discípulos en todas las naciones (Mateo 28:18-20) para que la gloriosa libertad de los hijos de Dios alcance a todos los hombres, también a través de la política. No podemos fallarle ni a Él ni a nuestra nación.