Premios literarios
Es archisabido que durante al menos los últimos cuarenta años los premios literarios de todo ámbito geográfico ofrecidos en España a los poetas no han considerado como mérito para su concesión el talento de los autores sino factores totalmente ajenos al genio creativo directamente vinculados con la ideología política. Concretamente había que ser de izquierdas, y cuanto más mejor, para ser acreedor de alguno de estos premios aunque el trofeo prometido fuera una simple hucha de plástico y el accésit un tinto de verano. Pero, naturalmente, había más poetas de izquierdas que hormigas rojas en Australia y de alguna manera había que fijar unos criterios objetivos para seleccionar a los ganadores y elevarlos al estrellato de la cultura. Y se podría decir, estudiando a fondo este fenómeno con los datos que nos proporciona la experiencia sociológica, que hasta hace pocos años el mayor mérito para acceder a los premios más dotados y de superior renombre era haber luchado de alguna manera contra el régimen de Franco. Pero esta lucha tenía a su vez unos niveles que era indispensable valorar para distribuir los premios según el grado de sufrimiento que el aspirante a laureado demostrara haber experimentado como consecuencia de su supuesto heroísmo. Si uno había estado en la cárcel ya podía darse por ganador de algún premio importante de poesía. Este principio tenía, no obstante, excepciones, pues alguno era tan malo como poeta que hubo que premiarlo con genéricas medallas para su pecho en vez de con laureles para su frente.
Si no se había estado en la cárcel aún se podía aspirar a un buen premio demostrando haber sido detenido, censurado, vetado, marginado o al menos perseguido y golpeado en una manifestación ilegal por los grises (los policías de Franco, no los extraterrestres de la base militar de Dulce, en Nuevo México). Claro que, para éste último caso, era muy difícil probarlo y había que simular un dolor en la espalda como resultado de un antiguo porrazo y eso no era fácil de creer, por lo que se hacía imprescindible que la obra del candidato compensara esa falta de pruebas con un gran contenido antifranquista. Y así, podía conseguirse fácilmente desde un premio nacional hasta un simbólico “botijo de oro” que concedía alguna diputación provincial o ayuntamiento de tercera categoría. La izquierda ofrecía muchos temas sobre los que protestar por lo que los poetas no tenían que esforzarse mucho en encontrar motivos de inspiración.
Pero pronto surgió -al hilo de la llegada a España de la emigración masiva de los países latinos- otra nueva categoría de candidatos a estos premios: la de aquellos que habían pasado por las cárceles de algún dictador sudamericano fascista o que por lo menos habían escrito desde su cómodo exilio terribles diatribas contra tales regímenes. Pinochet, Videla y Stroessner se convirtieron así en involuntarios hacedores de poetas premiados. Pasar por una cárcel de aquéllos debía ser muy desagradable para quienes las sufrieron salvo para los que aspiraban a convertirse en poetas porque sabían que tarde o temprano saldrían de allí y recibirían del todopoderoso aparato propagandístico de la izquierda el apoyo necesario para obtener jugosos u honoríficos premios y poder vender sus libros o por lo menos ganar dinero indirectamente saliendo en todos los medios de comunicación.
Yo confieso que en un momento de debilidad y cuando ya aquellos regímenes dictatoriales se habían extinguido -todos somos humanos al fin y al cabo- me sentí tentado de pedirle al presidente Bush que me acogiera unos meses en la cárcel de Guantánamo con cualquier excusa para poder después lloriquear por todas las televisiones los malos tratos recibidos por culpa de un error judicial y ganar varios premios literarios a los que entonces me quería presentar. Pero la verdad es que me arrepentí de mis intenciones al ver algunas escenas de aquella prisión a la que eran enviados los islamistas capturados en Afganistán: los presos caminaban a pasitos tan cortos que empecé a sospechar que eso no podía deberse al peso de las cadenas que sujetaban sus pies y sus manos sino a que, limitada su movilidad por esa situación, se hacían caca en los pantalones. Desistí pues de esas ideas y me resigné a no ser nunca premiado porque, con independencia de la calidad de lo que yo escribiera, tenía que reconocer que era muy facha, y no podía tampoco entrar en la siguiente categoría de premiados: la de aquellos que, siendo ya conocidos por ser de izquierdas, nadaban a sus anchas entre los políticos y las personas influyentes en el mundo editorial. Y menos aún podría entrar en la última categoría de premiados, que hoy abarca a todos los géneros literarios: la de aquellos que insultan a España y ultrajan su bandera, blasfeman contra Dios y al Virgen, celebran la insurrección y la violencia en Cataluña y, en general, a los que apoyan las ideas más insensatas que propone la izquierda radical para que a España no la reconozca ni la madre que la parió.
El caso es que por un motivo u otro nuestras bibliotecas públicas se han llenado de obras poéticas carentes de interés que casi nadie lee porque al cogerlas y abrir sus páginas nuestra alma, en vez de encumbrarse a las mayores alturas embebida por el néctar de la verdadera poesía, se nos cae directamente a los pies de puro aburrimiento. Esto no impide que a efectos meramente didácticos -y por si le sirve a los autores de libros de texto para escolares- podamos hacer una clasificación de esas obras que a veces el azar pone en nuestras manos en alguna o varias de las siguientes categorías: ininteligibles, tediosas, pretenciosas, insustanciales, prosaicas, desaliñadas, panfletarias, afectadas, ordinarias o ripiosas. Se han escrito así montañas de libros que a nadie interesan, ni a sus propios editores, pero que ocupan un espacio que bien se podría aprovechar para llenarlo de objetos decorativos chinos que alegren la vista. Y por todo ello me ofrezco a prestar un gran servicio a la cultura nacional: Con más paciencia pero menos puntería que las que empleo para deshacer la colilla que flota en un inodoro podría convertir en una inmensa sopa de letras una buena parte de esos libros de poemas que han obtenido en todos estos años un premio literario y, de paso, el resto de la obra publicada de sus autores. Solo que para ello tendría que beberme todo el agua del río Guadalquivir.
Y si el pueblo reconoce y aplaude mi audacia en pro de la regeneración de la cultura patria, prometo beberme también el agua del Guadiana y darme una pasadita por todos los museos de arte contemporáneo españoles. Pero eso ya es otra historia.