España y Europa
¿Qué es Europa, más allá del espacio físico entre los Urales y Finisterre? No es fácil definirla, salvo por ciertos agudos contrastes con las vecinas Asia o África. Con harto abuso se emplea la palabra para designar al trío Inglaterra-Francia-Alemania, que desde el siglo XVIII marcan la pauta del desarrollo del continente y hasta cierto punto del mundo antes de la II Guerra Mundial (avances tecnológicos y científicos, pensamiento, guerras, literatura y arte).
Mas por un lado las diferencias entre esas tres naciones son profundas, desde el idioma al estilo y desarrollo histórico; y por otra el continente es mucho más vasto y variado, cada país cuenta con su idioma o idiomas distintivos, su peculiar evolución y cultura, sus tradiciones y costumbres. Lo único común a todos ellos ha sido y en gran parte sigue siendo, la religión cristiana. Y tampoco de forma homogénea, pues se halla a su vez diferenciada en tres ámbitos con un fondo étnico: el católico en los países latinos (menos la ortodoxa Rumania); el protestante, en la Europa germánica (excepto las católicas Austria, Flandes y la mitad de Alemania); y el ortodoxo griego entre los pueblos eslavos (salvo algunos católicos, como Polonia, Eslovaquia o Croacia).
Por otra parte, el cristianismo ha separado el poder espiritual del político, excepto en la parte ortodoxa. La cuestión se complica porque, precisamente desde el siglo XVIII, trata de imponerse, sin lograrlo del todo pero con grandes avances, una nueva civilización acristiana o anticristiana, asentada en un peculiar enfoque de la razón y la ciencia.
Ha habido, además, una diferencia nada trivial entre el centro-este, la Europa de los imperios hasta los siglos XIX-XX, y el arco occidental desde Escandinavia a la Península Ibérica, la Europa de las naciones, que terminó marcando la línea al resto, aunque la propensión actual trata de invertirse.
Como fuere, nunca faltaron movimientos en pro de la unificación política y no solo religiosa del continente, desde Carlomagno; el designio del Sacro Imperio Romano-Germánico (no así el de la Monarquía Hispánica) compartía esa orientación. Napoleón soñó con algo parecido, pero es en el siglo XX cuando esas tendencias, llamadas europeísmos, toman impulso más definido. Hitler era europeísta en un sentido particular, como también Lenin y Stalin, el uno pensando en una Europa articulada en torno a Alemania y los otros dos en una Europa comunista.
Después de la II Guerra Mundial, el europeísmo resurgió como un ideal a alcanzar a partir de la integración de las economías y con el doble propósito de evitar nuevas guerras intereuropeas y de crear una tercera superpotencia capaz de sostenerse frente a las dos salidas de la guerra: Usa y URSS. La idea fue sobre todo democristiana, en la estela del fallido Imperio cristiano, y no tardó mucho en tomar un predominante tinte socialdemócrata y de fondo ajeno al cristianismo. España siempre ha estado al margen de esos planes, pero desde hace unas décadas ha crecido en el país una verdadera fiebre europeísta, que vale la pena examinar.
Ha sido común entre políticos y periodistas la afirmación de que España “entró en Europa” recientemente (1986, al integrarse en la CEE, luego UE). No se trata de una frase inocente ni solo de la típica exhibición de ignorancia –sobre España y Europa– ya aludida al hablar del 98, sino que condensa la hispanofobia como desconfianza esencial hacia el propio país. Hispanofobia e ignorancia envuelven graves peligros, si damos crédito a la frase de Santayana de que “pueblo que desconoce su historia se condena a repetirla”. A repetir lo peor de ella, se entiende. En Nueva historia de España traté de sintetizar la cuestión (no importa repetir aquí algunas evidencias ya señaladas a lo largo de este libro):
De entrada, España se nos presenta como un país de Europa en sentido físico (una de sus tres grandes penínsulas del sur) y cultural. Los movimientos políticos, artísticos, intelectuales y espirituales configuradores de lo europeo han moldeado también a España: Imperio romano, Cristianismo, reinos germánicos, Románico, Gótico, Renacimiento, Barroco, Ilustración, Liberalismo, utopismos y anticristianismos… Esos elementos comunes coinciden con una recia diferenciación entre las naciones, y dentro de ellas España es una de las más peculiares, acaso por haber sido la única –con Rusia en mucho menor grado, y alguna otra— que se ha afirmado nacionalmente en una larga pugna con una cultura extraeuropea. Hallamos afinidades con Polonia e Irlanda como países católicos de frontera (En Polonia se han establecido algunas analogías de interés entre su papel frente a rusos y turcos y el del Imperio español). O similitudes con la misma Rusia, por cuanto ambas emprendieron su expansión imperial por la misma época, tuvieron una Ilustración y un liberalismo más débiles que los de la Europa centrooccidental, y una impronta comparativamente fuerte de los utopismos de los siglos XIX-XX. No obstante, las diferencias con Rusia parecen más profundas que las semejanzas. Francia es el país del que ha recibido España mayor influjo desde la Edad de Supervivencia (o alta Edad Media) hasta la segunda mitad del siglo XX. Desde entonces el ascendiente anglosajón prevalece, y cada vez más.
Otra decisiva peculiaridad hispana ha sido su expansión ultramarina en los siglos XVI-XVIII, fenómeno que solo Portugal e Inglaterra, más tarde quizá Francia, han compartido en proporción similar. España se inserta en el ámbito latino con Portugal, Francia, Italia y Rumania. Sus afinidades idiomáticas con el italiano y el portugués son muy densas, bastante menos con el francés o el rumano. Unos 850 millones de personas hablan hoy lenguas derivadas del latín — uno de cada siete u ocho habitantes del planeta–, legado directo de Roma: la mitad corresponden al español, la lengua latina más extendida y la segunda más hablada del mundo occidental. España es también una de las pocas naciones europeas –con Portugal, Inglaterra, Rusia y Francia– que han creado un vasto y duradero espacio cultural propio; en el caso español, sobre todo en América, con enclaves o restos en África, Asia y Oceanía.
España es el país más extenso de Europa occidental después de Francia, y el cuarto incluyendo a Rusia y Ucrania; y probablemente el más variado (…). Aun con su variedad, forma un conjunto geográfico unitario y diferenciado, quizá el más unitario y diferenciado después de las Islas británicas. La Península Ibérica forma casi una isla, con un istmo comparativamente estrecho y ocupado por una abrupta cordillera que estorba la comunicación casi tanto como un brazo de mar. Junto con las otras dos grandes penínsulas europeas del Mediterráneo –la itálica y la griega (más bien que los imprecisos Balcanes)–, compone un ámbito geofísico muy distinto de la gran llanura húmeda, surcada por anchos ríos navegables, que configura la mayor parte del continente desde los Pirineos hasta los Urales: las penínsulas ofrecen tierras más montañosas, de clima más cálido y seco. De las tres mediterráneas, la Ibérica es la mayor, la menos lluviosa y la más claramente definida (…)
Sobre su posición geoestratégica y consecuencias de ella, y su estabilidad interna no hará falta extenderse aquí.
Étnicamente, la población guarda una visible homogeneidad: pueblo mediterráneo con una pequeña aportación céltica y germánica (…). Hoy con una nutrida inmigración de Hispanoamérica, el Magreb, Europa oriental y el África negra, y también, en condiciones distintas, de Europa occidental, sin poder predecirse su grado de permanencia y presión cultural. Mucha mayor relevancia han tenido las migraciones internas durante los seis siglos largos de dominio latino, causantes de una profunda fusión de pueblos que disolvió la antigua división entre íberos y celtas. La Reconquista originó una emigración de sur a norte (mozárabes) y otra mucho más prolongada y nutrida de norte a sur, que repobló las dos Castillas y Andalucía, Canarias, Levante y Baleares, por gentes de la cornisa cantábrica y subpirenaica, también algunas transpirenaicas. La homogeneidad trasciende también en los apellidos más comunes en todas las provincias. Estas migraciones siguieron de modo permanente y continuo durante la Edad de Expansión o Moderna. Y en los siglos XIX y el XX aumenta la homogeneidad por los masivos desplazamientos del campo a la ciudad.
Si los aportes foráneos en estos dos mil años han tenido peso menor desde un punto de vista demográfico, algunos lo han tenido muy relevante política y culturalmente, así los romanos o los godos; los árabes y berberiscos, estuvieron muy cerca de cambiar radicalmente la historia de la península; y la más reciente invasión napoleónica tuvo también profundos efectos políticos, aun si demográficamente escasos.
De todos ellos, no hay duda de que la trascendencia mayor corresponde a los romanos. Si observamos la sociedad actual percibimos de inmediato el origen latino de sus rasgos definitorios. El castellano, idioma común español, es un latín transformado, y también lo son los demás idiomas regionales, con la excepción del vascuence, idioma no indoeuropeo. La impronta latina abarca el derecho, costumbres, el arte, la urbanización, las comunicaciones, etc. E incluye la religión, rasgo clave en la configuración de las sociedades. La vasta mayoría de la población sigue declarándose católica, como a lo largo de más de quince siglos, aun si hoy su índice de práctica es bajo. Esta religión también se propagó por la península en tiempos de Roma.
El catolicismo, lejos de ser un fenómeno anecdótico, ha desempeñado un papel cultural y político esencial en la historia del país, y muchos que se declaran ateos o anti católicos no dejan de estar impregnados de esa cultura, al modo como los judíos no religiosos de Israel permanecen culturalmente en el judaísmo. Entre otras mil cosas, el catolicismo está presente en la multitud de iglesias — los edificios centrales y a menudo los más bellos de los pueblos–: impregna la sociedad, sus creencias, fiestas, expresiones populares, monumentos, arte y actitudes. Incluso el odio apasionado profesado al catolicismo por un número de españoles, que ha desembocado en tiempos recientes en una de las persecuciones religiosas más atroces de la historia, expresa de modo negativo ese hecho. Aunque, claro está, el catolicismo predominante en la sociedad, la cultura y la historia del país no significa que todos los habitantes lo compartan ni que deban compartirlo para considerarse españoles.
Obviamente, España siempre ha sido parte de Europa. En ella desempeñó por un tiempo un papel de primer orden para descender luego bastantes escalones, pero siempre dentro de las corrientes que han configurado la civilización europea. Es decir, de la Europa del oeste, pues su entorno ha sido el Mediterráneo occidental y un radio que abarcaría Italia, Alemania, Francia, Países Bajos e islas Británicas, siendo muy escasas sus relaciones e interinfluencias con Escandinavia y el este. Otra de sus peculiaridades es que, tocada por los impulsos totalitarios que afectaron a gran parte del continente, los venció en 1934 y 1936-39, y fue de los pocos países que lograron permanecer al margen de las dos terribles guerras mundiales.
Será útil examinar aquí el significado de la tan a menudo denostada neutralidad española. En la I Guerra Mundial (1914-1918), Azaña y tantos más la atribuían a “impotencia” (Portugal y otros más “impotentes”, fueron beligerantes). Que tal “impotencia” fue una bendición lo muestra el examen de la posición e intereses en juego. Situada a retaguardia de Francia y sobre el estrecho de Gibraltar, España pudo haber decidido la victoria de Alemania si hubiera intervenido a favor de ella, cosa en la que nadie pensaba. Por contraste, como aliada de Francia e Inglaterra habría tenido el mismo papel que Portugal: suministradora de carne de cañón.
Por otra parte, el país no tenía agravios con Alemania, y sí con Francia por Marruecos y con Inglaterra por Gibraltar. Desde Isabel II, su política exterior giraba en torno a Londres y París (“Cuando estén de acuerdo, marchar con ellos; cuando no, abstenerse”). Pero en la crisis del 98, Londres había ayudado descaradamente a Usa, y París no había movido un dedo por España. El embajador francés en Washington –autorizado por Madrid–, había firmado alegremente la renuncia a Cuba y la entrega de Puerto Rico y Filipinas en el protocolo conducente al Tratado de París. Francia quería ocupar Marruecos, rodeando la península por el norte y el sur. Como ello no convino a Inglaterra, España obtuvo una pequeña franja en el norte marroquí. Sin ser hostiles, ni Inglaterra ni Francia eran potencias amigas de España ni tenían razones especiales para serlo. Lo mejor para una potencia secundaria como España consistía en cierto alejamiento y la mayor independencia posible de ellas. Tampoco había razón general por la que debiera preferirse el triunfo de unos o de otros: se trataba de potencias liberales con sus parlamentos, partidos y libertades políticas. El choque bélico provino de rivalidades económicas e imperiales. Por todo ello, la neutralidad trajo beneficios morales, políticos y económicos para España, sin verter gratuitamente sangre por intereses ajenos, como exigían los belicistas.
Efecto de aquella gigantesca contienda fue una profunda crisis del liberalismo, una desconfianza y malestar social manifiestos en el triunfo de la Revolución bolchevique y del fascismo, el auge de la socialdemocracia o el laborismo y una subversión moral bien visible en el arte o en el psicoanálisis. La Gran Depresión desde 1929 cuestionó la economía de mercado y agravó la inquietud.
La II Guerra Mundial (1939-45) difirió mucho de la primera. En un sentido amplio fue el desenlace de la crisis liberal, agravada en Alemania por la humillación de la derrota y las quiebras económicas, que causaron una polarización social extrema hasta dar en un régimen totalitario original, el nacionalsocialismo. Este proponía una expansión germana a costa de los países eslavos, mezclada con un anticomunismo y un racismo extremos. La contienda resultante produjo los más chocantes “compañeros de cama”: primero un pacto amistoso entre nazis y soviéticos, y luego de la Unión Soviética con el Imperio Británico y Usa, potencias demoliberales.
Si la neutralidad se debió en la guerra del 14 a unos políticos liberales, se debió en la segunda al régimen autoritario y no liberal de Franco. Sobre la política de este último se han lucubrado las interpretaciones más peregrinas, que he examinado en Años de hierro. Baste indicar aquí dos puntos: en las dos guerras la neutralidad favoreció mucho más a los Aliados, para quienes una España enemiga habría podido traer el desastre; y favoreció extraordinariamente a la propia España, librada de los bombardeos, destrucciones y deportaciones que devastaron al resto de Europa. En el fondo del ataque a la neutralidad late, como de costumbre, un fondo de hispanofobia.
Los frutos de la neutralidad no fueron accidentales. Derivaron de la realidad geopolítica del país después de la Guerra de los Treinta Años. Cuando los grandes conflictos se trasladaron a la franja Inglaterra-Francia-Alemania y la Paz de Utrecht certificó la decadencia de España, esta quedó en posición periférica. En más de un sentido fue una posición ventajosa para una potencia menor, interviniendo en aquellos conflictos de modo secundario. No faltan quienes achacan nuestras guerras civiles a la neutralidad, especulación sin mucha base. Precisamente la invasión francesa sembró la división nacional y las consiguientes guerras internas. España no tenía nada que ganar, y sí mucho que perder en la I y la II contiendas mundiales, que habrían tenido el mismo efecto guerracivilista que la involuntaria participación en las guerras napoleónicas: casi seguramente habría suscitado mayor división social y producido, la primera, un auge mayor de los fascismos, como en Italia.
¿Ha cambiado sustancialmente esta realidad después de la II Guerra Mundial o después del franquismo? Ha cambiado la política pero probablemente no las condiciones. Franco rompió con la neutralidad al admitir bases useñas en España, y lo hizo por una doble consideración militar y política. Según la primera, una eventual embestida del Pacto de Varsovia en Europa central solo podría frenarse y replicarse desde las Islas Británicas y la Península Ibérica. Y políticamente España conseguía superar así el aislamiento internacional. Pero el abandono de la neutralidad no fue completo. Pese al interés de Usa, Franco no pidió entrar en la OTAN, y cuando el presidente useño Johnson quiso involucrarle en la guerra de Vietnam, se negó, advirtiendo a Johnson que Usa la perdería. Con respecto a Inglaterra, aisló por tierra a Gibraltar, convirtiendo la colonia en fuente de pérdidas, soportadas por Londres con la esperanza de que después del Caudillo, Madrid se mostraría más servil (cálculo acertado. El PSOE facilitó a Inglaterra la conversión de su ruinosa colonia en un emporio económico). Franco también apoyó el europeísmo, pero desde una clara definición de los intereses nacionales como prioritarios.
La política independiente del franquismo fue invertida por el primer gobierno del PSOE, que metió al país en la OTAN y en la CEE sin estudio real de ventajas y pérdidas, imponiendo una creciente dependencia política y militar. El desprecio implícito a los intereses y dignidad del propio país, mantenida durante casi tres decenios, solo puede entenderse desde la hispanofobia que, en mayor o menor grado, afecta a demasiados políticos y periodistas, y a muchos intelectuales.
La hispanofobia se ha disfrazado con la frase publicitaria de la “entrada en Europa”, justificada con la afirmación de que “Europa” significaba ante todo la democracia y la prosperidad, de las que el país habría estado privado por su “aislamiento” y por la dictadura de Franco. Lo cual vuelve a ser una falacia. El impulso a la prosperidad en la ruinosa Europa de posguerra debió mucho al Plan Marshall concedido por Usa. Y si tras la guerra mundial España fue apestada –muy injustamente, debe resaltarse—, consiguió derrotar el aislamiento y creció de forma sustantiva sin Plan Marshall. Y corrigió con flexibilidad su orientación económica cuando esta se agotó, para crecer a un ritmo muy superior al del resto de Europa durante trece o catorce años seguidos, con pleno empleo (la emigración a Alemania y varios países más no se dio por falta de trabajo, sino por los mejores sueldos, distancia que también fue acortándose). Así, España se acercó a la media de los países ricos más que nunca antes o después y con una economía más sana. Por tanto, su prosperidad no dependió de su “entrada en Europa”, sino de su propio trabajo y destreza para sacar partido de las oportunidades. Siempre su mayor comercio se dio con la Europa del oeste, sin que ello obligase en ningún momento a una integración político-económica. Después de tal integración, el desarrollo español se volvió más lento, desigual y mediatizado, con un desempleo muy alto en todo momento. Por tanto está muy lejos de la realidad el aserto de que la “entrada en Europa” haya significado entrada en la prosperidad.
Y la democracia podría venir representada, si acaso, por Usa, mientras que la historia democrática europea ha sido más de última hora. Y accidentada en extremo, al punto de que solo la salvaron las armas useñas en 1942-45, y solo en el tercio occidental del continente. La mayor parte de los europeos deben su democracia, por tanto, a Usa, y de manera muy traumática, lo que no ocurre con España ni los pocos países (Suecia, Suiza, Portugal) que supieron o pudieron permanecer neutrales. Claro está, sin la intervención useña habrían triunfado en todo el continente el nazismo o el comunismo. Pero esa deuda indirecta la saldó por adelantado la neutralidad española en la guerra mundial, tan beneficiosa estratégicamente para los Aliados. España ha tenido la mezcla de suerte y acierto de haber alcanzado su propia democracia (bien que harto defectuosa y hoy en crisis) por su propio desarrollo interno y sin mayores traumas. La identificación de “Europa” con democracia es, por tanto, muy discutible, pese a las raíces de ella en el pasado europeo (español también). Con el argumento de la frase europeísta, España habría debido aspirar a “entrar” en Usa.
Añádase que el ingreso en la CEE-UE tampoco ha calmado las presiones disgregadoras, que no han dejado de crecer. No ha resuelto un solo problema de fondo para España, y en cambio ha creado otros y limitado la capacidad para afrontarlos, por la pérdida de independencia y soberanía.
Volviendo al principio, el europeísmo fue propulsado por la II Guerra Mundial como medio de impedir nuevas contiendas. Pero debe observarse que las principales, desde Napoleón, nacieron de Francia y de Alemania, que España no originó ninguna y solo participó, involuntariamente, en la napoleónica. Unir de algún modo los intereses de Francia y Alemania a fin de evitar nuevos choques, era un excelente propósito, mas para España un problema ajeno cuya presunta solución no le incumbía. Y que podría arrastrarla a la posición indeseable de satélite de un potentísimo eje francogermano.
El designio consistía en unificar toda Europa, al menos la occidental, por medio de un mercado único y sólidos lazos económicos, a partir de los cuales se avanzaría hacia una unidad política que absorbiera a las naciones en una federación o similar. Sería también un bloque democrático que impediría el rebrote de los totalitarismos. Además, se argüía, si Europa quería tener voz y papel propios en un mundo dominado por Usa y URSS, debía unirse necesariamente. Se exponía como un plan de vasto alcance que atrajera a muchas voluntades: paz, prosperidad, poder político y democracia.
Sin embargo, un análisis desapasionado saca a la luz incoherencias. La presunción pacifista falsea los hechos: fue la protección de Usa lo que impidió nuevas guerras en Europa. Holanda, Francia e Inglaterra libraron además sangrientos y vanos conflictos para retener sus colonias. Otras guerras en la África independiente, como la de Ruanda, tuvieron relación con injerencias de países de la CEE, como también las más recientes de Yugoslavia, a las que solo puso fin la intervención de Usa. La pretensión pacifista se rodea de otra falacia: la de que las naciones son factores de belicismo. El caso español, como los de Suecia, Holanda, Bélgica, Suiza, Noruega, etc., demuestra lo contrario. El belicismo nació, más bien, de ambiciones imperiales –y a veces europeístas–. De nuevo tiene España al respecto una posición bastante particular.
Más convincente suena el argumento de la prosperidad material… potenciada en su inicio por el Plan Marshall. Pero que esa prosperidad exija la integración político-económica ya es harina de otro costal: países al margen del proyecto durante muchos años prosperaron no menos, sino aún más que los incluidos, así Suiza o Suecia. Inglaterra, en menor medida, pero, una vez en la CEE, siguió empobreciéndose hasta salir del marasmo con medidas exclusivamente internas.
La pretensión de alzar la “voz” frente a Usa y la URSS, exhibía una descarnada ingratitud hacia la primera, pues a Usa le debían los europeístas sus libertades, su paz y despegue económico. Además, países pequeños pero eficientes y respetados como los citados Suiza y Suecia, han tenido una voz propia en el mundo, y más la tendría España como potencia media, si se hiciera respetar. El gigantismo no es garantía de poder real, y afrontar eventuales peligros para Europa solo exige acuerdos y previsiones entre sus países. Por lo demás, aunque se evite mencionarlo, en la UE no son ni pueden ser todos iguales: el proyecto se articula sobre un eje Berlín-París dominante (con un Berlín todavía supeditado moral y políticamente, por efecto de la SGM). Por eso Londres, consciente del riesgo y de sus intereses, mantiene un pie fuera de la UE.
Hay otro punto crítico poco examinado: tal conglomerado de países con lenguas y culturas tan distintas solo puede funcionar mediante un idioma que se erija en superior a los demás. La UE reconoce 23 idiomas, pero en la práctica apenas usa más que el inglés, el francés y el alemán, con creciente hegemonía del primero. El inglés no solo se predica como la lengua principal, “útil”, con cuantiosas inversiones para difundirlo por doquier, sino como la lengua de la cultura superior (la ciencia, el pensamiento, el arte, la economía, etc.). Se la llama “el nuevo latín”, frase expresiva de una ambición: el latín fue la lengua de la cultura en Europa durante siglos, hasta que las lenguas autóctonas se hicieron lo bastante flexibles y elaboradas para sustituirle en varias naciones (España, una de las primeras). Ahora se pretende la evolución contraria, es decir, la involución.
Faceta mal estudiada ha sido la transformación del europeísmo, ideal ya muy dudoso bajo la marca democristiana, en corriente socialdemócrata con impronta masónica. Esto es, en abandono del cristianismo –fundador de Europa–, expulsándolo del espacio público para relegarlo al estrictamente privado; postura visible igualmente en la fría indiferencia con que los europeístas, que tanto se llenan la boca con los derechos humanos, asisten a las sangrientas persecuciones de cristianos en diversos países islámicos o apoyan el islamismo. El cristianismo es sustituido por una ideología mejor expresada en la canción Imagine que en cualquier documento programático: una sociedad sin cielo ni infierno, es decir, ajena al sentido moral del bien y el mal que define la condición humana; sin países ni religiones, sin trascendencia, considerando la sociedad “una hoja en blanco”, al modo maoísta, donde escribir un nuevo relato arrumbando la historia y la cultura anterior; sin nada por lo que matar o morir, por tanto sin ideales más allá de un hedonismo simple y un pacifismo que tan bien manejaron los soviéticos durante la Guerra Fría. De donde saldría una humanidad (o una Europa) “hermanada” y “una”. El programa recuerda la previsión de Tocqueville acerca de un “despotismo democrático” que asfixiaría uno de los principales atributos de lo humano, la libertad, y que requiere un estado enorme y omnipotente, al que también se tiende. Enésima ideología utópica, cuya íntima relación con los totalitarismos ha quedado demostrada en la teoría y la práctica. La ideología europeísta muestra, pues, una perversión del espíritu democrático. Para empezar, sus organismos rectores son muy poco representativos, sin que ello les impida promulgar constantemente normas y leyes sobre todos los habitantes de la UE. La “burocracia de Bruselas” no es ningún mito.
Desde 1945 Europa ha perdido su antiguo ímpetu cultural, sustituido en todos los terrenos por el de Usa. No creo abusivo asociar esta semiesterilidad y trivialización europea a las pretensiones europeístas, tan contrarios a la trayectoria europea
Por más que los políticos españoles hayan tomado decisiones fundamentales sin el menor estudio serio o con ilusiones pueriles (recuérdese la propaganda a favor del euro, cuyo definitorio irrealismo y demagogia insultaban la inteligencia), los problemas anteriores afectan a España de modo especialmente desfavorable. Además, la CEE y la OTAN mantienen la colonia de Gibraltar, incluso pretenden blindarla, mientras que no protegen a Ceuta y Melilla. Importa insistir en el valor del peñón. Para España, como potencia secundaria pero en principio no desdeñable, en posición estratégicamente clave y amenazada por el expansionismo marroquí, el control del eje Baleares- Estrecho-Canarias tiene peso determinante. Y el hecho de que su punto central se halle bajo dominio de un poder extranjero y con intereses muy acentuados, convierte al país en aliado-lacayo un tanto despreciable dentro de la OTAN y de la CEE.
Por otra parte, el idioma español padece en la propia España un silencioso pero acelerado desplazamiento a favor del inglés en las actividades culturales superiores y aun en las inferiores como la moda, la canción ligera, la publicidad, el cine popular, el comercio, etc. Desplazamiento promovido activamente por políticos que cooficializan el inglés a ciertos niveles, a partir de la enseñanza. Ello corroe la capacidad de creación cultural, ya muy socavada por la politización en la “cultura de la basura” y del embuste sobre la historia reciente y menos reciente. Así, la cultura hispana va configurándose insensiblemente como un apéndice mediocre de la dominante anglosajona. Si alguna vez pudo hablarse de un “páramo cultural” es hoy, no en el franquismo.
En dos palabras, a las asechanzas separatistas se unen las que aspiran a diluir la nación española y terminar su historia, presentadas extrañamente como un progreso.
Pero Europa no es como Usa ni como China. Aunque el europeísmo quiera extinguir a plazo indefinido “las naciones y las religiones”, estas poseen enorme densidad histórica, mucha más solidez cultural que la mezcla de humanitarismos gratuitos e ilusiones futuristas con que intenta sustituírselas. Como Mercado Común, el proyecto resultó bastante satisfactorio, pero los pasos posteriores se han vuelto más utópicos y dañinos. España no tiene por qué secundar esos planes y no debe temer desvincularse de ellos si fuera preciso. Contra toda evidencia, una propaganda abrumadora y acrítica presenta la eventual salida del país del euro o de la UE como un apocalipsis. Tendría sin duda costes económicos y políticos, producto del previo error cometido, pero asumibles a un plazo no largo. Para los políticos hispanófobos la soberanía es algo despreciable, pero ya la Biblia advierte del error de vender los derechos por un plato de lentejas. Máxime cuando esas lentejas tienen mucho de ilusorio. No, dentro de la UE España, por su propio interés, debe presionar para una vuelta al Mercado Común, sin más experimentos perniciosos. Incluso saliendo de ella no dejaría de ser un país europeo. Si acaso con más independencia que en la actualidad.
MUYBUEN ARTICULO, GRACIAS 🙂
Espléndido análisis político, histórico y geográfico. Deberían hacérselo leer y memorizar a toda la casta política, hasta que empezaran a aplicar las conclusiones del párrafo final del elocuente escrito del Sr. Moa.
Vaya, el del martillo con sangre de un policía aun fresca dando clases,lo que hay que ver.