Rodrigo Ximénez de Rada letio en el Estudio General de Palencia
Enrique de Diego.- Aunque en el ámbito eclesiástico su reconocimiento como Studium Generale se produjo en 1208, la fundación del Estudio General de Palencia se remonta al siglo XII, como prueba el hecho de que Santo Domingo de Guzmán, creador de la Orden de los Dominicos, fuera uno de sus estudiantes en 1184. Los alumnos de Palencia salían con el título de licenciados en Teología y Artes, tras cursar los dos ciclos de enseñanza que existían: el Trivium (Gramática, Retórica y Lógica) y el Quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía y Música).
El Studium Generale de Palencia destacó también por sus estudios jurídicos complementarios, que contaban con lecciones de algunas de las principales eminencias de la época. Sin embargo, el fallecimiento de Alfonso VIII en 1214 trajo consigo el declive del centro, sobre todo cuando su sucesor, Alfonso IX, decidió trasladar la universidad a Salamanca en 1218.
Finalmente, el Estudio General palentino terminó por desaparecer ante la competencia de las universidades de Salamanca y Valladolid. No obstante, constituyó un precedente que serviría de ejemplo a otras universidades históricas como la de Sevilla, la de Girona, la de Alcalá de Henares o la de Valencia.
“Apenas nadie conoce nuestra verdadera historia. Muchos piensan que el fundador de Hispania fue Hércules, siendo así que fue el primer invasor y con él empezaron nuestros males.
– El primer señor de España fue Túbal, y por ello nuestros primeros padres se conocían como cetúbales, aunque cuando, bajando de los montes Pirineos, se asentaron a las orillas del Ebro o Hiberus, por la corrupción de las palabras pasaron a denominarse celtíberos. Tras el diluvio, Noé, como es bien conocido, tuvo tres hijos Sem, Cam y Jafet. Los hijos de Sem ocuparon Asia, mas no por completo; los de Cam, África y los de Jafet, en Asia y toda Europa hasta Cádiz, en los confines de Hispania. Los hijos de Jafet fueron Gomer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mosoc y Tiras. Pues el quinto hijo de Jafet fue el que pobló Hispania, según opinan Isidoro y Jerónimo, que primero se llamó Hesperia, pues Túbal tomó como referencia la estrella Héspero, que se oculta a la caída del sol. Hércules. ¡Ah! Hércules. Ese no hizo otra cosa que cometer estragos. Es preciso dejar claro que ningún bien hizo Hércules a Hispania, como algunos se han atrevido a decir, sino que la asoló, robando los rebaños de Gerón y, ayudado por los ausonios, urgía la guerra a los celtíberos –de donde fundó la ciudad de Urgel-, llegó hasta Galicia con nueve naves, donde erigió Vigo, como aún puede verse por el faro, y dejando ocho de las naves allí, con la novena barca –de ahí su nombre- llegó a fundar Barcelona. Así que la pacífica prosperidad de la que gozó Hispania con los cetúbales, se trocó, por la invasión de Hércules, en el yugo de los griegos y luego de los romanos. Y tal derrota fue posible porque la larga tranquilidad había hecho a los cetúbales indolentes. Dejó Hércules a Hispán al frente de los desdichados cetúbales. Éste, como era hábil, valeroso y de estirpe de los héroes, reconstruyó la devastada Hispania, que de él terminó tomando el nombre, y llevó a cabo con sabiduría grandes obras, de las que aún quedan algunas: las torres en el faro de Galicia y Gades; levantó también una ciudad junto a la roca Cobia, que de ahí se llama Segovia, en donde construyó un acueducto que con su formidable estructura continúa sirviendo a la ciudad en el suministro de agua.
Volvió a pasar su mirada sobre la concurrencia para ver el efecto que causaban sus palabras. Algunos de los jóvenes bachilleres aún andaban somnolientos. “He aquí – pensó don Rodrigo- a los nuevos godos, los herederos de Leovigildo, Recaredo, san Isidoro, san Leandro, don Rodrigo y Pelayo”.
Tocaba ahora ensalzar a sus antepasados , en su tenaz lucha contra Roma, imperio que había subyugado a Hispania y la había fragmentado en provincias, como ahora aparecía dividida en reinos. Quedaban aún leyendas sobre los godos que era preciso desmentir:
– Cierto que, al principio, cierto, tuvieron una crueldad animalesca, pero contaron como consejero con Dicineo. Éste les cambió sus costumbres salvajes y les enseñó casi toda la filosofía, la física, la teórica, la práctica, la lógica, la ordenación de los doce signos, el curso de los planetas, el crecimiento y mengua de la luna, el giro del sol, la astrología, la astronomía y las ciencias naturales, y de aquel estado fiero y animalesco los convirtió en hombres y filósofos.
Primero sirvieron a los romanos, mas luego se volvieron contra ellos ante su perfidia y continuas traiciones.
– Antes el obispo Ulfilas les dio a conocer la ley cristiana y vertió a su lengua las palabras del Viejo y el Nuevo Testamento; y los godos, que hasta entonces se habían entregado a una superstición idolátrica, levantaron iglesias y tuvieron sacerdotes según las normas evangélicas, y unas letras propias, que aún hoy perduran en los antiguos libros de Hispania y la Galia. Es esta letra que se llama toledana. Por todo ello, y esperando ser bien recibidos como nuevos cristianos, enviaron una embajada cargada de presentes al emperador Valente y le solicitaron maestros con los que pudieran aprender las normas de la fe cristiana. Pero Valente, que se había apartado de la verdad católica y estaba atrapado por la maldad de la herejía arriana, mediante el envío de sacerdotes herejes y una engañosa predicación atrajo a los godos a su error, logrando que penetrara ese veneno contagioso en tan ilustre pueblo. Así fue como la ingenuidad de un momento se tragó el engaño, que se mantuvo sin interrupción hasta el tercer concilio de Toledo, que se celebró en tiempos del rey Recaredo. Y durante ese tiempo hicieron suyas todas las teorías de Arrio sobre la misma divinidad, de manera que creían que el Hijo era inferior al Padre en majestad y posterior en el tiempo, que el Espíritu Santo ni era Dios ni provenía de la sustancia del Padre, sino que había sido creado por el Hijo. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tenían cada uno una naturaleza, de modo que ya no se adoraba a un solo Dios, sino que proclamaban que había tres dioses y señores de acuerdo con la superstición de su idolatría.
D. Rodrigo no dejó de alabar el saqueo de Roma por Alarico, donde los godos llevaron su generosidad hasta el punto de perdonar la vida a todos los que se refugiaron en recintos sagrados. Ni a Teodorico, vencedor de los suevos, ni a Leovigildo, a quien ensalzó como gran monarca, a pesar de su condición herética, pues había completado la conquista. Los godos, de esa manera, habían recuperado la unidad de Hispania y la habían respetado. El primado quiso captar la atención de la audiencia, en la que algunos parecían haber perdido el hilo o relajado su interés.
– ¿Cómo un pueblo tan glorioso, de historia llena de proezas, pudo ser vencido por los moros?
Era, desde luego, una pregunta inquietante y desasosegadora que todos se habían hecho alguna vez. Asi que aprestaron sus oídos a escuchar:
– ¡Ah! esa es una terrible y peliaguda cuestión. Hubieron de darse cita la más vil traición y la más terrible división del reino. El reinado de Witiza atrajo, sin duda, la cólera de Dios, pues el criminal, ante el temor a que pusieran coto a sus maldades y apartaran al pueblo de su obediencia, ordenó a todos los clérigos que tuvieran a las claras tantas mujeres y amantes como les apeteciera y que no se atuvieran en nada a las disposiciones de Roma, que prohíbe tales cosas. Fue tal la tromba del desbordamiento de los pecados que la fortaleza de los godos se encontraba ya casi ahogada por las aberraciones. Esparció la altanería sobre el poder, la indiferencia sobre la religión, el enfrentamiento sobre la paz, la lujuria sobre la riqueza, la indolencia sobre la diligencia, hasta el punto de que tal como obraba el pueblo, así también el sacerdote, y como los pecadores, así también el rey.
Debía entrarle en aquellas molleras que todo reino alejado de Dios estaba llamado a sucumbir, que nada más provechoso para la salud que la virtud de sus sacerdotes, pues muchos de sus oyentes recibirían algún día las órdenes mayores. No sólo el pecado había sido la causa, también la división, siempre, su peor fruto.
– Como el Señor quiso doblegar la gloria de los godos, se introdujo Satanás en la paz de Witiza. Había un hijo adolescente del anterior rey, estimado por su benignidad, buena apariencia y atractiva forma de ser. Temiendo que un joven de tan buenos augurios pusiera sus miras en el trono, le persiguió hasta detenerle y sacarle los ojos. También pretendía aplicar un castigo semejante a Pelayo, a cuyo padre había matado con un palo, pero al refugiarse en Cantabria esquivó el odio del perseguidor. Enemigo de las disposiciones sagradas, nombró a su hermano Oppa, arzobispo de Sevilla, sin estar vacante. Fueron tales los desmanes que Rodrigo, a quien Witiza pretendió cegarle, se levantó a las claras, haciendo valer su superioridad lo capturó, y tras echarlo del reino consiguió para sí el trono por elección de los godos. Rodrigo era avezado en la guerra y resuelto en las decisiones, pero en su forma de ser no difería de Witiza, pues en los comienzos de su reinado obligó a marcharse de su patria a Sisberto y Eba, los hijos de aquel, luego de provocarlos con afrentas y desplantes.
Mas si asi estaban las cabezas era porque también el pueblo, en su conjunto, había decaído, sin guerras nobles, entretenido en conjuras palaciegas, demasiadas muertes entre hermanos a espada traidora –don Rodrigo dio un puñetazo en el atril que sobresaltó a los oyentes. No era para menos.
La derrota no hubiera sido posible sin don Julián. Tuvo en ello culpa don Rodrigo, no hay que negarlo, pues existía la costumbre de que hijos e hijas de los nobles se criaran en el palacio del rey. La hija del conde sobresalía por su belleza entre las demás. Don Julián, descendiente de la noble alcurnia de los godos, veterano en el ejército, conde de la guardia, pariente y amigo de Witiza, marchó a una embajada a África, y mientras tanto don Rodrigo violó a su hija, con la que estaba prometido en matrimonio, pero no pudo esperar. Otros dicen que violó a la madre, esposa de don Julián, lo cual tiene más sentido para la venganza. En cualquier caso fue la funesta ruina de la Galia Gótica y de Hispania. Al regresar, cuando se enteró del estupro, viéndose sin honra, ocultó su dolor simulando alegría, y en pleno invierno navegó hasta Ceuta, donde dejó a su esposa, a su hija y enseres, mantuvo una entrevista con los árabes y regresó a España. Poseía el conde la isla de Algeciras, que ahora se llama en árabe Gelzirat Alhadra, desde donde había infringido severos correctivos a los árabes, pero ahora les dejó la entrada franca, al haberse aliado con un príncipe llamado Muza, que envió a su lugarteniente Tarif, con cien jinetes y cuatrocientos infantes africanos; y éstos pasaron el mar en cuatro naves en el año 91 de los árabes, en el mes llamado del Ramadán. Y ésta fue la primera llegada, atracando en Tarifa, que ahora llaman Gelzira Taref. Logró abundante botín y saqueó otros lugares de la costa. La pobre Hispania comenzó en ese mismo instante a ser desgarrada al brotar de nuevo los desastres de su antigua desgracia.
Pecado, molicie, guerra, división, traición he ahí las causas que habían de tenerse siempre presentes. Por eso él había luchado con tanto denuedo contra la pretensión segregadora de Tarraco, ¡reclamando la herencia de los primeros invasores!
– Tras perpetrar matanzas en la Lusitania y la Bética, Julián regresó soberbio ante Muza junto con los árabes que había guiado. Seguidamente enviò a Tárik Avenciet, que era bizco, con doce mil soldados, encomendándole mantener la amistad con el conde Julián. Y los pasó a Hispania en barcos de mercaderes para que pasase desapercibida la razón de su llegada. Y se reunieron en Gibraltar, que hoy nombran Gebel Taric, pues en árabe “gebel” significa monte. Envió el rey Rodrigo fuerzas al mando de un sobrino suyo, llamado Iñigo, que tantas veces como les presentó batalla, otras tantas fue vencido y, por fin, muerto. A la vista de los triunfos, Muza confió a Tarik un ejército más numeroso. Por su parte el rey Rodrigo, luego de reunir a todos los godos salió al paso de los árabes y se apresuró con valentía a detenerlos. Era conducido, con una corona de oro y un traje recamado en el mismo metal, en un lecho de márfil tirado por dos mulas, tal y como exigía el protocolo de los godos. Y habiendo llegado al río Guadalete, cerca de Jerez, se luchó sin interrupción durante ocho días, pereciendo hasta dieciseis mil del ejército de Tarik. Pero ante el insistente empuje del conde Julián y de los godos que estaban ante él fueron desbordados los cristianos, que volviendo grupas perdieron la vida en una huida sin esperanza. Los dos hijos de Witiza, que comandaban las alas, la noche anterior se entrevistaron con Tarik, y en lo más reñido del combate, se pasaron al enemigo, pues les había prometido que les devolvería todo lo que había pertenecido a su padre. Y así aquel pueblo, a quien se habían rendido Asia y Europa, fue doblegado por los árabes.
Era preciso grabar en el alma de aquellos bachilleres el odio al traidor. ¿No habían luchado en Alarcos con los moros Pedro Fernández de Castro, repitiendo la abyecta traición? La atronadora voz de don Rodrigo se elevó pos las pilastras del salón y recorrió los altos techos:
-¡Maldita la obcecación de la impía locura de don Julián y la crueldad de sus rabia, maniático por su ceguera, olvidado de la lealtad, descuidado de la religión, desdeñador de la divinidad, cruel contra sí mismo, asesino de su señor, enemigo de los suyos, aniquilador de su patria, culpable contra todos! ¡Qué su recuerdo amargue cualquier boca y que su nombre se pudra para siempre!
– ¡Maldito y mil veces maldito!- refrendó uno de los presentes, al que don rodrigo miró complacido, por el efecto producido por su discurso.
Mas ellos no eran hijos de la derrota, ni habían sido abandonados por la Providencia, sino que eran los continuadores de un designio salvífico de Dios, que hundía sus raíces en la santa cueva de Covadonga.
– Mientras destrozaban Hispania con tantas acometidas, Dios todopoderoso, no olvidándose en su ira de la misericordia, quiso preservar bajo sus ojos a Pelayo como una pequeña ascua. Ya vimos como se había refugiado en Cantabria huyendo del intento de Witiza de sacarle los ojos. Pues al oír que el ejército cristiano había sucumbido y que los árabes campaban por sus respetos, tomó consigo a su hermana y se dirigió a Asturias para poder mantener en sus escarpaduras al menos un pequeño rescoldo de Cristiandad. Allí llevaban los más fieles las santas reliquias, como la casulla de San Ildefonso que de su propia mano bordada le entregó Santa María por la defensa que el obispo hizo de su virginidad.
Era preciso que ellos sintieran, como Pelayo y como él, la pasión y el amor a Hispania.
– Había por la parte de Gijón un gobernador Munuza, cristiano que servía a los moros, quien, seducido por la belleza de la hermana de Pelayo, fingió trabar amistad con él, y aprovechando una embajada de éste a Córdoba, pues no se rebeló de inmediato, raptó a la hermana y se desposó.
De una traición vino la pérdida; de una lealtad, la salvación.
– A su vuelta, sin reconocer el oprobio, la rescató. Munuza pidió auxilio a sus aliados, informándoles de la rebelión. Y allí acudió un fuerte ejército, con el lugarteniente de Tarik, Alkama, y Oppa, para que convenciera a Pelayo de que obedeciera a sus mandatos.
Pelayo al conocer su llegada, se refugió en una cueva que está en una ladera del monte Auseva, rodeada, como por obra divina, por roca inexpugnable y es segura ante cualquier ataque. Alkama y Oppa, tras algunas operaciones de castigo, fueron a acampar al pie de la cueva. Y allí el arzobispo felón, que había engañado a muchos, le increpó a Pelayo, diciéndole: “Tú mismo sabes cuán grande fue la gloria de los godos en las Hispanias y que, aunque siempre resultó invicta contra los romanos y los pueblos bárbaros, ahora llora vencida por decisión de Dios. ¿En qué, pues, confías para que encerrado en una gruta con muy pocos hombres, intentes oponerte a los árabes, a los que todo el ejército godo bajo un solo rey no pudo hacerles frente?”. A lo que Pelayo respondió:
“Aunque en ocasiones Dios golpee a sus hijos, sin embargo no los abandonará para siempre. Sabes perfectamente, obispo Oppa, de qué manera tú y tus hermanos y tu hermano el rey Witiza desatasteis, junto con el conde Julián, la ira del Altísimo por causa de vuestros crímenes, razón por la que sobrevino la ruina del pueblo godo. Y llora la Iglesia, completamente huérfana, por sus hijos muertos y desaparecidos, y no puede consolarse mientras no lo esté el Señor. Pero a cambio de este pequeño y pasajero exterminio nuestro la Iglesia pondrá sus cimientos para resurgir; y yo, confiando en la misericordia de Jesucristo, no temo en absoluto a esa muchedumbre con la que vienes”. Oppa se volvió a los árabes y les dijo: “He dado con un hombre obcecado; sólo queda luchar”
Don Rodrigo contempló con satisfacción como, con el decisivo diálogo, había cautivado la atención de los presentes. Hora era de ensalzar la gracia de Dios con quienes eran fieles a sus designios.
– Alkama ordenó a sus honderos, arqueros y lanceros batir con intensidad la entrada de la cueva. Mas luchando misericordiosamente la mano de Dios en favor de los suyos, las piedras, las flechas y los dardos se volvían hacia atrás causando la muerte de los que los lanzaban; y así, muertos por disposición divina casi veinte mil árabes, los demás andaban desconcertados como en medio de un huracán. Cuando Pelayo lo observó, alabando el poder de Dios y reafirmado en su espíritu de fortaleza, salió con los suyos de la cueva y dio muerte a Alkama, tomó prisionero a Oppa. Mató a la mayor parte de los árabes, y a otros en su retirada los acuchillaban los cristianos que habían quedado fuera de la cueva. Y los que escaparon, cuando marchaban por una cornisa del monte, se derrumbó ésta y se despeñaron a la corriente del Deva, reproduciéndose el milagro del ahogamiento de los egipcios, pues ese día quiso Dios que la victoria fuera completa.
La emoción era intensa cuando don Rodrigo concluyó su letio y un cerrado aplauso le confirmó al arzobispo que había cumplido con creces su objetivo. Les había transmitido la pasión de la que su corazón y su mente desbordaban. Era historia inacabada, en la que a ellos tocaba escribir las próximas hojas. Don Rodrigo se ensimismó, mientras el aplauso aflojaba, orando por la victoria de las armas cristianas en la próxima contienda.”
Enrique de Diego escribe este texto como complemento a su novela “Las Navas de Tolosa”, de Ed. Rambla.
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