AR.- No me desagrada la letra del himno español interpretada por la cantante Marta Sánchez para poner el broche de oro a su concierto del pasado fin de semana en el Teatro de la Zarzuela. Debe aclararse que la cantante madrileña no puso letra al himno de los españoles pretendiendo su reconocimiento y oficialización. Fue una valiente iniciativa con la que quiso expresar su orgullo hacia la tierra que la vio nacer hace 51 años. Demostró por ello más tesón y coraje que todos los que hoy la critican o vienen a reivindicar (¡a buenas horas mangas verdes!) el ajado himno de Pemán que, sin embargo, pocos de sus hoy defensores tuvieron el valor y la coherencia de defenderlo o reivindicarlo públicamente. Por otro lado, que los progres y los comunicadores catalanes, punta de lanza de nuestros sionistas ibéricos, hayan sido los primeros en salir en tromba contra Marta Sánchez, ya es razón suficiente para simpatizar con ella. Marta Sánchez reivindica en la letra del himno la pertenencia a España como un hecho providencial, y no como una mera circunstancia biológica, y sobre todo, menciona a Dios, destacando así la trascendentalidad de nuestra existencia española.

Como era de esperar, los de siempre no han tardado en rebelarse contra la letra del himno. El rechazo mayoritario de la mitad del pueblo español hacia la otra media hace imposible el acuerdo en cuestiones como ésta, consecuencia de un sistema político que ha encenagado la moral colectiva y dividido profundamente a los ciudadanos. Me pregunto cómo ir a mejor a partir de esta ominosa realidad, sin una resolutiva cirugía que restableciera los supuestos básicos de un sistema político eficaz.

Quienes han criticado la letra del himno simplemente porque ha sido escrito por alguien que relacionan con el enemigo político, nada que decirles. Ya he dejado escrito que la sociedad española está tan degradada que no hay base posible para que nos pongamos de acuerdo en según qué determinados asuntos. Para los que esperaban lo más parecido a una décima calderoniana, sugerirles que repasen las letras de los himnos del resto de países, repletas de tópicos, victimismos, fatuidades patrioteras y lugares comunes. Tenemos la suerte de contar con uno de los ocho himnos más conocidos del mundo, en contra de lo que opinan los que sufren sarpullidos cuando oyen gritar ¡Arriba España! o ¡Viva España!, pero en cambio se relamen de gusto cuando escuchan decir ¡Gora ETA! o ¡Visca Catalunya lliure! En cualquier caso da lo mismo. Crecimos en una época de nuestra historia que contribuyó a que el himno de España entrase a formar parte de nuestro universo afectivo, por lo que sus acordes, con o sin letra, siempre nos sonarán a música celestial. Y la letra de Marta Sánchez, mejorable como todo en esta vida, no desmerece en absoluto la solemnidad de ese sentimiento. No debo ser yo por tanto quien critique a Marta Sánchez por proclamar su españolismo como lo ha hecho, ni por tener la iniciativa de la que carecieron sus detractores y todas las instancias públicas.

Fuimos en algún momento una gran nación, orgullosa de su historia y preciso sentido de su unidad, en la cual convivía sin aspavientos y con naturalidad su diversidad, las cual no se circunscribe, por cierto, a los espacios administrativos de las actuales autonomías, sino al amplio tejido de nuestras comarcas naturales. El problema radica no sólo en que España ha dejado de ser una gran nación, sino que también ha dejado de ser nación.. ¿Pero qué podemos esperar si somos los primeros en denigrar nuestra historia, nuestra cultura y nuestras grandes aportaciones al mundo?

El desmantelamiento de los fundamentos morales tradicionales, aquellos que hicieron grande a España, actuó de forma corrosiva sobre los cimientos del Estado y dejaron de ser referencia obligada para su gestión, una ordenada convivencia y la existencia de la unidad, la responsabilidad y la solidaridad. Será iluso esperarlo sin que de nuevo principios y valores morales se reinstalen como soporte de la revertebración de España.

Lo de España es aún más perverso y sin horizonte perceptible de redención. La estrategia disolvente de las élites mundialistas ha encontrado en España un campo de experimentación propicio. El transacionismo democratizador había preparado el camino. Necesitaba ocultar que la Monarquía parlamentaria y la democracia de partidos provenían del régimen de Franco y de la normal aplicación de su normativa constitucional. A izquierda y derecha se registró una eclosión primaveral de conversos necesitados de enmascaramiento. El nuevo régimen cayó en el mismo error que Salvador de Madariaga señalaba como una de las causas del fiasco republicano en 1931. Si entonces se registró una antiprimoriverismo obsesionado por borrar todo rastro de la Dictadura, a partir de 1976 asistimos a un fenómeno similar respecto del Estado Nacional de Franco. Y como en 1931, aunque con menor descaro y virulencia, infiltrado de laicismo masónico. Esto ha supuesto el arrinconamiento de nuestros símbolos nacionales como expresiones indeseadas e indeseables que, por desgracia, han calado durante años en la psique colectiva.

Este torpe y enfermizo antifranquismo condujo a identificar con el régimen anterior cualquier expresión de españolidad. O, lo que es aún más pernicioso y perverso, a atribuir casi en exclusiva al franquismo los valores históricos, culturales y cristianos que había rescatado, pero que no eran exclusiva suya, sino herencia milenaria de nuestro pueblo y fundamento de su ser. No levantaremos cabeza con el actual sistema, sea cual sea el partido en el poder, mientras no recobremos aquellos valores morales que históricamente hicieron grande a España, con sus luces y sus sombras. Pero no es posible esperarlo de un sistema en manos de unos bribones enfangados en la corrupción, ignorantes y perversos, insolidarios y manipuladores, quinquicráticos y miserables, que al servicio del globalismo económico tienen como objetivo convertir a España en una sucursal de la estrategia disolvente que desemboque en el Gobierno Mundial. Y en una humanidad sojuzgada e inerte como la que predijeron Huxley y Orwell.

Por eso, insisto, no seré yo quien le ponga un solo pero al gesto encomiable y valiente de la cantante. Y mientras no se nos presente algo mejor, entenderé como razonable que muchos españoles se hayan identificado con la letra de la estrella de pop para acompañar las bellísimas notas del himno nacional. Y no hay que esperar a que los partidos ni las instancias públicas validen su letra. Descartada la acobardada casta política para nada grande, será el pueblo español, si así lo desea, o una parte del mismo, quien tenga la última palabra. Bastará con que en un gran evento, miles de gargantas canten al unísono la letra de Marta Sánchez, para que se gane su oficialidad en la patria sentimental que todo español bien nacido lleva dentro.