El precio del poder en la España de Sánchez
En los últimos años, la política española ha sufrido una mutación silenciosa pero profunda. Lo que antes era un campo de confrontación legítima entre proyectos democráticos distintos, hoy se asemeja cada vez más a un terreno minado donde sólo hay amigos o enemigos. En el centro de esa transformación se encuentra la política frentista de Pedro Sánchez, un modo de ejercer el poder que ha convertido la división en método y la polarización en estrategia.
El frentismo no es una invención nueva; es una lógica política que reduce el pluralismo a un dilema binario: o estás conmigo o contra mí. En lugar de tejer acuerdos o construir consensos estables, se opta por agitar la identidad del bloque propio frente a la amenaza del contrario. Sánchez, un político hábil en la gestión del relato, ha sabido dominar ese terreno hasta hacerlo su principal herramienta de supervivencia. Lo que comenzó como una táctica coyuntural —la necesidad de agrupar fuerzas para sostener una mayoría frágil— ha acabado derivando en una cultura política de confrontación permanente.
El resultado más visible es la erosión del consenso democrático, esa tradición de acuerdos transversales que durante décadas sostuvo la estabilidad institucional española. Donde antes se entendía que la política debía articular el pluralismo, hoy se impone una lógica de exclusión mutua. Cualquier disenso se traduce en traición, cualquier acuerdo con el adversario se interpreta como claudicación. La vida pública se ha convertido en un espejo deformante donde cada actor busca reforzar la identidad de su bloque en lugar de atender al interés general.
Pero los efectos del frentismo no se limitan al clima político: socavan también las instituciones. La colonización partidista de organismos independientes, el uso del poder ejecutivo para dividir y deslegitimar al oponente, o la instrumentalización de la justicia y los medios públicos, forman parte de una tendencia preocupante. Cuando el adversario se percibe como enemigo, los límites institucionales dejan de ser diques que protegen la democracia y se transforman en obstáculos que hay que sortear. La consecuencia es una creciente desconfianza ciudadana en el sistema y una degradación del espacio público.
Sánchez ha demostrado una notable capacidad para sobrevivir en escenarios adversos. Pero esa destreza táctica tiene un coste estructural: la política española se ha vuelto más emocional, menos deliberativa. El debate se desplaza del terreno de las ideas al de las lealtades; el adversario deja de ser alguien con quien discrepar para convertirse en alguien a quien derrotar. En ese contexto, la democracia pierde uno de sus fundamentos esenciales: la posibilidad de convivir en el desacuerdo.
El frentismo, en definitiva, es una forma de poder que devora su propio ecosistema. Produce una política de corto plazo, incapaz de generar estabilidad, y una sociedad fatigada, atrapada entre la resignación y el cinismo. Sánchez no es el único responsable de este clima —la oposición ha contribuido con su propia retórica de trinchera—, pero sí ha sido quien más ha institucionalizado esta forma de entender el gobierno.
España enfrenta hoy un desafío que va más allá de los ciclos electorales: reaprender la cultura del pacto, reconstruir la confianza en las instituciones y rescatar la idea de que la política democrática es algo más que la gestión del antagonismo. Mientras el frentismo siga siendo el motor de la acción gubernamental, el país continuará girando sobre un eje de división que empobrece tanto la vida pública como la calidad democrática.












En política no hay casualidades. Aquí lo que sobra es perversión y mala leche.