Donald Trump, Gaza y la caída de Europa

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante el Desayuno Nacional de Oración en el Washington Hilton
Juan Rodríguez Garat.-Después de 47 años de carrera, en los que tuve la oportunidad de compartir experiencias con profesionales de las más diversas procedencias, puedo asegurar al lector que la gran mayoría de los militares de todo el mundo son conservadores. Pero no debería interpretar esto el lector en clave partidista ni, mucho menos, en la dinámica izquierda-derecha que domina el pensamiento político occidental. Tan conservador es el militar norteamericano que tradicionalmente vota republicano como el chino que milita en el partido comunista.
Donde converge la forma de ver las cosas de unos y otros es en la preferencia que todos tienen por el orden y el sano escepticismo con el que suelen contemplar los experimentos sociales. Claro que hay excepciones. En la Armada ha habido pocas pero sonadas, como la del brigadier Topete, uno de los grandes protagonistas de la «Gloriosa». Pero a la mayoría de los sodados les gustaría vivir en un mundo basado en reglas, en el que las guerras fueran justas y las fronteras estuvieran bien definidas y mejor defendidas.
La guerra híbrida de hoy, como sus precedentes en el pasado —el nombre puede ser nuevo, pero igual de arteros eran los ataques de los corsarios británicos en el Caribe en tiempo de paz— incomoda a quienes prefieren las certezas de los reglamentos. También molestan al estamento militar los crímenes de guerra. En la Segunda Guerra Mundial, para los soldados aliados era un auténtico privilegio caer prisionero de la Wehrmacht, en lugar de las Waffen-SS. En el Ejército Rojo fueron los comisarios políticos, y no los militares profesionales, los responsables de las acciones más crueles.
¿Por qué este largo preludio? Únicamente para dar contexto a mi opinión sobre la última ocurrencia de Trump: la deportación de los habitantes de Gaza para crear allí un paraíso turístico.
Netanyahu, como Putin y Zelenski, se ha dado cuenta de que el magnate republicano es más vulnerable al halago que a la confrontación. Por eso no le ha dado vergüenza declarar que el plan es «la primera idea original que se ha puesto sobre la mesa en años». Miente el controvertido primer ministro, porque sus ministros más a la derecha ya habían sido acusados de genocidio por proponer lo mismo. Pero no lo juzguemos con dureza. Mentir, en este caso, es defensa propia.
Para nosotros lo importante no es juzgar a Netanyahu, que bastante tiene con sus propios problemas, sino llegar al fondo de la cuestión: ¿tiene sentido la propuesta? En tiempos de Josué, lo habría tenido. Incluso hoy, habrá quien piense que muerto el perro se acabó la rabia. Sin embargo, eso no justifica que matemos a todos los perros. Por algo parecido —en su caso la deportación de niños ucranianos a Rusia, igualmente bajo el pretexto de la destrucción de sus hogares— la Corte Penal Internacional, tan cuestionada estos días por el presidente Trump, ha emitido una orden de arresto contra el dictador ruso Vladimir Putin.
El IV Convenio de Ginebra
¿Qué dice el derecho internacional sobre el asunto? Antes de entrar en ello, permita el lector que le cuente una anécdota que —quede bien claro— conozco solo por referencias. Una pareja camina al atardecer y, a medida que se hace de noche, se deja ver una luz brillante en el cielo. Ella dice: «Es un satélite». Él, un marino retirado que estudió astronomía y que, como militar, está familiarizado con las trayectorias de los satélites artificiales, contesta: «No, no, es un planeta». Ella, sin embargo, insiste: «Pues yo opino que es un satélite». Él, prudente, calla y acepta las tablas.
Vaya por delante que no tengo nada contra la libertad de expresión. Al contrario. La opinión, por supuesto, también debe ser libre… pero la víctima colateral de ese derecho de todos es el conocimiento, cada día menos valorado.
Viene esto a cuento porque en los últimos tres años he discutido a menudo públicamente sobre los convenios de Ginebra, pero nunca con alguien que se los hubiera leído. Frustrante ¿verdad? La más áspera de esas discusiones tuvo lugar durante una entrevista en TVE con la periodista Silvia Intxaurrondo. La bronca, siempre del gusto de los españoles, superó ampliamente el medio millón de visualizaciones, pero ¿de verdad ilustró a alguno de ellos? Estaré anticuado, pero creo que, aunque todos tengamos derecho a interpretar las cláusulas de los convenios a nuestro gusto, si se trata de saber lo que en ellas está escrito casi es mejor leerlos, ¿no?
Por si el lector estuviera de acuerdo conmigo, esto es lo que dice el Artículo 49 de la Sección III del IV Convenio de Ginebra, que trata precisamente de los derechos de las personas que viven en territorios ocupados. «Los traslados en masa o individuales, de índole forzosa, así como las deportaciones de personas protegidas del territorio ocupado al territorio de la Potencia ocupante o al de cualquier otro país, ocupado o no, están prohibidos, sea cual fuere el motivo. Sin embargo, la Potencia ocupante podrá efectuar la evacuación total o parcial de una determinada región ocupada, si así lo requieren la seguridad de la población o imperiosas razones militares. Las evacuaciones no podrán implicar el desplazamiento de personas protegidas más que en el interior del territorio ocupado, excepto en casos de imposibilidad material. La población así evacuada será devuelta a sus hogares tan pronto como hayan cesado las hostilidades en ese sector.»
Así pues, deportar de manera forzosa a la población civil de un territorio ocupado es un crimen de guerra, ya sea Putin quien lo haga en la destruida Mariúpol o Trump en la arrasada Gaza.
¿Y qué pasa si lo piden los propios palestinos? El secretario de Estado norteamericano, un hombre competente que al parecer se enteró de todo esto cuando oyó al presidente por televisión, ha matizado que la evacuación sería voluntaria. Eso, desde luego, no está prohibido. Pero, con independencia de que las voluntariedades a punta de fusil sean siempre dudosas —recuerde el lector lo que ocurre en la Ucrania ocupada— queda por resolver el problema de a dónde van a ir. Las propuestas de Trump al respecto suenan disparatadas incluso para sus estándares. Precisamente él, a quien tantas veces hemos oído quejarse de que los países vecinos envían a EE.UU. a sus peores criminales, quiere que otras naciones reciban en masa… ¿a quién? ¿a los pacíficos terroristas de Hamás que Israel —y conste que no se lo reprocho— no quiere en Gaza?
Vientos del este, vientos del oeste
Por desgracia, no hay soluciones fáciles para el conflicto palestino. El sueño de Trump para Gaza no se va a materializar. Sin embargo, es una prueba más de que vivimos en épocas de vientos duros. Putin y Trump no son la misma cosa —el primero es un criminal y el segundo no— pero ambos están dispuestos a aplicar, bien que sea en distinto grado, la ley del más fuerte. Y mientras cada uno sopla en la dirección que le conviene, Europa, antaño faro de la civilización, se ha quedado a verlas venir. Es obvio que divididos, como los reinos de Taifas de nuestra historia, somos más débiles. Sin embargo, nuestros líderes prefieren ser cabeza de ratón a cola de león… y nosotros, que los elegimos, quizá también. Olvidamos con facilidad que solo en un mundo basado en reglas podrían los ratones sobrevivir en tierra de leones. Y ese mundo, que la ingenua Europa tanto se esforzó por crear, se está desmoronando ante nuestros ojos.
Ante la tempestad, habrá quien, en lugar de arrimar el hombro para aferrar las velas —por cierto que, aunque no tenga nada que ver, no puedo menos que aplaudir la bonita fotografía que se ha publicado estos días de la Princesa Leonor trabajando con sus compañeros en la verga del Juan Sebastián de Elcano— y tratar de adrizar el buque que amenaza perderse, prefiera lanzar los botes al agua al grito de «sálvese quién pueda». Sin embargo, cuando la mar está confusa, es difícil hacer el rumbo que uno quiere en tan precarias embarcaciones. Como no es posible luchar contra los elementos desatados, algunos tendrán que amurarse a Putin y otros a Trump. En la desbandada, habrá también quien prefiera coquetear con Xi y quien, perdida la fe en su destino, deje que se lo lleve la mar para terminar arrodillándose ante el vencedor.
Así están las cosas, nos gusten o no, pero ¿qué fue de nuestra grandeza? ¿Se la ha llevado el viento de la historia? Arnold J. Toynbee, el gran historiador, escribió sobre los exploradores de España y Portugal, avanzadilla de Europa en los siglos XV y XVI, estas inspiradoras palabras: «Es gracias a la energía ibérica que el cristianismo occidental ha crecido, como el grano de mostaza de la parábola, hasta que se ha convertido en la Gran Sociedad: un árbol en cuyas ramas han venido a anidar todas las naciones de la tierra.» ¿Cómo hemos llegado a caer tan bajo? Más importante aún, ¿qué podemos hacer para evitarlo?… No lo sé. ¿Quizá votar mejor?
*Almirante (R)