Mi pobre de número, mi amiguete
Se sentaba siempre junto a una ventana baja, a ras de la acera de Serrano de los impares que hay al lado de Ayala, junto a sus pertenencias y apoyaba la espalda contra la pared. Era de edad indefinida, pero no andaría por debajo de los setenta. Cubría su cabeza con un gorro de lana ajustado que resultaría confortable y nunca le vi pedir, ni explicar que fuese español. Su rostro atezado de intemperies, dibujado en profundos surcos rastrojeros, resultaba afable y solemne.
No traslucía rencor o tristeza, ni tan siquiera pesadumbre, sino conformidad. Mucha. Un recipiente pedía por él. Fumaba en pipa tipo Coventry, curvada, y eso fue lo que me removió. Se la veía bien quemada, si bien a falta de brillo –que se lo confiere la cera de carnauba y un simple paño- y le prestaba cierta categoría, que no pasaba inadvertida para un devoto de los perfumados y melosos aromas de ese mundo de liturgias y sahumerios de cazoleta, mortaja y pisadientes, o mordedores que tienen su origen comúnmente en un escalaborne de brezo, de manzano, de panocha, o de espuma de mar. Es todo un mundo y una masonería de protocolos, materiales, filosofías y dedicaciones. Se huele.
Un día que le encontré allí, sedente pegado a su macuto, observé que no ahumaba lo que debía y me fui al kiosko-estanco próximo, justo enfrente, al lado de Varadé, y compré una bolsa del mejor tabaco de pipa que había allí. Danés. Se lo llevé y se lo entregué. Me sonrió y lo aceptó de muy buen grado. Algo que esperábamos ambos y desde entonces lo hice con la mayor regularidad que me fue posible.
En la siguiente oportunidad al verme llegar con la bolsa en la mano tendida comentó a la vez que la aceptaba:
-¡Hombre, mi amiguete!
Y así se manifestó cada vez que le llevé el tabaco. Me satisfizo aquel gesto de amistad, de proximidad y agradecimiento, tal que la de un pájaro hermano al que oyes cantar, o simplemente piar, y que acepta tu amistad de alpiste o cañamones y no se larga volando ante tu presencia, sino que pia satisfecho ahuecando su plumaje. Percibía que no era caridad, ni solidaridad, sino amistad humana, comprensión y calor.
Pasaron muchos días de inviernos y veranos. Allí permanecía huyendo de refugios, entendí, y utilizándolos es su momento a falta de mejor opción, que no eran muchas. No cruzamos palabras apenas. Me devolvía el saludo cuando pasaba por allí si yo se lo daba primero y nunca lo hizo para congraciarse, aproximarse, o denunciar su condición buscando limosnas. Guardaba la dignidad como un celtíbero mesetario. Yo sabía que me consideraba y le agradaba mi pequeña aportación, la valoraba mucho cuando llegaba -que yo se la procuraba con cierta regularidad- y no porque sucumbiese al estúpido cuidado de lo perjudicial que le pudiese resultar el tabaco. Percibía que era su único asidero.
Lo perjudicial sabía muy bien que era la pobreza, la vejez, el desarraigo, la soledad, la desgracia, el infortunio, el pasado. Era muy clara su estoica resignación a lo Zenón de Citio. Ejemplar. Había jugado sus bazas, si las tuvo, que las hubo de tener, como juventud en su momento, y había perdido en una cadencia vital y previsible. Se le había pasado la vez y ahora a esperar lo más cómodo posible y en la tranquilidad de un paraje amigo, a fumar unas pipas, alguna copa cuando se terciaba y ver fluir las gentes y la vida en un continuo que ya conocía de antaño, hasta el final, que llegaría. Lo sabía. Eran patentes su cansancio y su filosofía.
Sé que tuvo problemas con sus pies, con los dedos, me contó en alguna ocasión. Que hubieron de tratarle quirúrgicamente, con hospitalización benéfica y faltó a su puesto por esa razón durante algún tiempo. No le vi caminar, pero debía notársele al hacerlo.
Cuando murió mi hermano en el Escorial, en diciembre del 16, al que no pude acompañar ni despedir porque yo andaba en convalecencia de un achaque importante y largo ya, a los pocos días, tuve el honor y la ocasión de llevarle mi provisión de tabaco y cruzamos unas palabras. Me preguntó que cómo se presentaba mi Navidad. Le comenté lo que me había pasado y puso un gesto de tristeza que me consoló mucho, como su comentario al hilo de lo que le decía:
– Entonces, me dijo, a cenar y a la cama. Es lo mejor.
-Así lo haré, le repuse. Muchas gracias por su consejo. No lo olvidaré.
Allí quedó, con sus pertrechos, con su soledad, sus abrigamientos y su bolsa de tabaco para quemar en la Nochebuena y en la Navidad. Seguí su consejo de hermano y no se equivocaba. Era la única y sabia conducta que podía seguir. No había otra.
Han pasado muchos días desde entonces… Volví a encontrármele después… Le proveí. Luego dejé de verle en su sitio de siempre y cuando quise darme cuenta habían transcurrido demasiados días, me dije. Se había ido para siempre.
¿Nos volveremos a ver?
Pienso y deseo que sí y que me cuente todo de su vida. Me gustaría mucho saberlo. Era todo un personaje serio, de fiar.