Ann Margret
Nos conocimos en un semáforo de la rue Sufflot. Estaba nublado, había cellisca y me dio pena verla así de desasistida tal cual la ven, casi en riesgo de exclusión. Se habría perdido cual oveja descarriada, pensé. Yo vestía de penitente peregrino y calzaba unas UGG bien abrigadas. Me apoyaba en un enorme báculo y me sentí generoso con su incuria. No sé qué tenía, pero me atraía su mirada y lo demás. La salvaría.
-Te vas a enfriar, hermana. Le dije, así, de pasada y al desgaire sin otra intención que prestarle auxilio, hacer el bien y acogerla en mi seno, a la vez que me desprendía sigiloso del hábito pardo de burda estameña que vestía, para ofrecérselo con generosidad franciscana. Estaba calentito por mor de mi fogosidad.
-No me gustan las mujeres que moquean y tosiquean, insistí. Ella frunció el ceño, sorprendida, como haciéndose la encontradiza.
-¿No te gusto así?
-Pues la verdad… Ahora que lo dices… según y cómo está la tarde… Te comería aquí mismo o te trincaría del pescuezo con mis colmillos y te subiría a un árbol, adormilada por mi sabio bocado de depredador, para devorarte durante la tarde allí, sobre una horquilla entre las ramas, sin prisas, saboreando tus carnes y entresijos…
-Ay, ¡qué simpático! ¡Cómo sabes tratar a las mujeres!
-Pues claro. ¿Qué pensabas?… No te digo… Te veo menesterosa, necesitada de calor…y de afecto. Pero claro, si te pones este andrajo no se te verá tan atractiva. Apenas se notarán tus vistosos pezones… Tengo que pensarlo.
La tomé de la cintura sin que opusiese resistencia y la llevé hasta un inmueble lujoso. El portero uniformado nos facilitaba el acceso ante su encanto, saludando con la gorra y le cedí mi báculo de caminante del que colgaba una calabaza con aguardiente de Muros. Puse en un rincón del confortable portalón a mi muñeca, muy cerca de un mueble que hacía de burladero y de un enorme radiador y comencé a darle mi calor, no fuese que se me enfriara. Había vestido mi estameña dejándola abierta por delante muy coquetamente y elogiaba mis formas mientras mordía su cuello perfumado y la babeaba el trajecito ese tan ajustado. Se la notaba muy confortable y predispuesta.
-¡Ay, ay!, ¡Qué tío tan majo!, exclamaba salaz. No me hagas daño… No me rompas el vestido. Sé gentil. Tenemos toda la tarde y la noche sucesiva que se anuncia a media luz en los carteles.
-¿Te ves cómoda así?
-Un poco retorcida quizás… Pero bien, al rececho. A ver cartas…
El portero no salía de su asombro ante la inminencia de noticias que se agolpaban. El ascensor –muy belle epoque- subía y bajaba vacío. Había un silencio atronador. Sonaban mis manipulados. Nadie salía ni entraba y ella se agarraba con ambas manos a mis luengas barbas y cabellos ensortijados entre jadeos, gañidos satisfactorios y presiones lumbares muy premonitorias de lo que sucedería en poco tiempo si nadie lo remediaba.
-Vas a más, vas a más, no me cabe duda, cielo. ¡Ohhh! Me motivas tanto que no sé lo que va a pasar. ¿Qué me vas a hacer, profeta? ¡Qué bien hueles, canalla!
Decía esto ya colgada de mis barbas que mordía con fruición, medio desvanecida, mientras yo me aplicaba a calentarle el culo, duro como un pedernal.
-Lavar y marcar, muñeca. Lavar y marcar. No sentirás casi nada… al principio… Luego sí. Tendrás problemas deglutorios y mareos. Cloasma quizás… braquicardia generalizada… taquicardias delicuescentes… Vómitos no. Seguro. Pudieras perder el sentido y verte confusa al patalear. Estáte quieta en lo posible, procura hacerlo, o nos iremos al suelo.
-Me lo pones muy bien, cariño. Sigamos… ¿Qué decías concretamente y de qué? No, no me digas más. Esto marcha… Sí, marcha no me cabe duda…. Ya viene el sereno con el chuzo… Ya se oyen muy bien los claros clarines. ¿Has ensayado antes? ¿Te sabes el papel completo? Uggg… qué barbaridad. ¿Todo eso? ¿Es de la casa o hay truco? ¿No es demasiado?
-No es para tanto, no exageres. Pura apariencia penitencial.
-Pues me asusta. Soy muy temerosa. ¡Ay! Me los estás mordiendo y son muy sensibles… Me quedará huella for ever.
-No te importe, querida…. Merece la pena el esfuerzo… Ya parece que ha… No hables tanto que me distraigo.
-¿Le ayudo señor? Se ofrecía el portero. Es mucho.
-Como le parezca, buen hombre. ¿Le hago sitio? ¡Anda por ahí, gañán!
Fue oscureciendo poco a poco. Se oyó un timbre muy lejano y después nada. Un portazo en el quinto.
-¡Anne! ¡Qué barbaridad!
-Dime, vida. Emitió un largo sollozo terminal.
-¿Qué te parece una sopa de cebolla flamboyant?
-Me apetece. Y un Pernod de Ricard, o un doble de Absenta que nos baje el cuerpo…. No sé si podré andar.
-¡Haz por poder! No, debemos quedarnos aquí.
Se agarró a mi brazo, tras recomponer sus ropas y salimos abrazados hacia el albergue de peregrinos y peregrinas más próximo… Habíamos pasado ya por el monte del gozo estábamos exhaustos y nos faltaba muy poco para obtener la compostelana.