Rajoy y Puigdemont.

AD.- Uno de los problemas fundamentales de la relación de España con Cataluña es nuestra incapacidad para entender los mecanismos mentales de un catalán nacionalista (sirva este matiz ideológico para no incurrir en generalizaciones). Lo primero es subrayar que el nacionalismo catalán no es tanto una opción política como una actitud determinada ante la vida, que generalmente deriva en la adopción de determinadas posturas ideológicas que la refuercen o justifiquen. El drama para nosotros es que no hay nadie en el Gobierno (hecha la salvedad de la ministra catalana de Sanidad, de la que, obviamente, no nos fiamos), que sepa interpretar las motivaciones profundas y los códigos internos que determinan esa actitud.

Se tiende a creer ingenuamente (en el caso de Podemos, maliciosamente), que los catalanes nacionalistas tienen nuestros mismos principios éticos y morales y esto nos lleva al monumental error de intentar entendernos con ellos a través del diálogo y la negociación. El conflicto con Cataluña lo llevamos arrastrando desde el siglo XIX porque somos incapaces de aceptar que ellos son como son, y no como nosotros quisiéramos que fuesen. Nunca los podremos cambiar con el diálogo ni con el buenismo pastelero. Nunca podremos razonar con ellos, porque ni quieren ni tienen voluntad de acuerdos que no pasen por nuestra completa sumisión a su insaciable voracidad económica. Por eso defendemos que no hay mejor respuesta al problema catalán que la que va asociada a la naturaleza egoísta de los nacionalistas: destruyamos su economía y habremos puesto fin a la razón principal de sus permanentes chantajes a España y sus desafíos a los españoles.

El Gobierno, claramente, no quiere enterarse. Ni éste ni los anteriores. A decir verdad, pocos dirigentes nacionales han comprendido la naturaleza larvada y traicionera de esta gente. Espartero y  Martínez Anido acaso fueran dos de las excepciones. El 155 apenas ha sido aplicado en Cataluña. A los hemos nos remitimos: centenares de ayuntamientos catalanes siguen sin la bandera de España, el exjefe de los Mossos ha vuelto al trabajo, a Forcadell el arrepentimiento ante el juez del Supremo le ha durado lo que ha tardado en anunciar que se presentará a las elecciones con ERC; se mantienen intactas las estructuras de los golpistas, con TV3 tocando a rebato noche y día, con las madrasas separatistas convertidas viveros de odio y con las entidades ANC y Òmnium pagando fianzas millonarias a los golpistas y sin ser intervenidas por Hacienda. ¿Por qué no se ha investigado el origen de los fondos que permitieron a Forcadell y a los miembros de la Mesa del Parlament quedar en libertad? Sendas organizaciones tienen un “gobierno de electos” en la sombra que dirige las acciones. Su objetivo ahora es internacionalizar el conflicto. La guerra de internet la han ganado de calle. Han gastado para ello centenares de miles de euros, que el Gobierno tampoco ha ordenado investigar. Hay también preocupantes indicios de cara al futuro. En la huelga general del día 8, convocada por un sindicato liderado por un antiguo terrorista, los piquetes no encontraron oposición para paralizar las comunicaciones por AVE, cortar las carreteras y hasta bloquear los pasos fronterizos. Ya saben que pueden paralizar Cataluña cuando quieran y que el Gobierno de Rajoy no hará nada para impedirlo.

Añádase que los golpistas siguen haciendo campaña a favor de la independencia unilateral, que alcaldes secesionistas viajaron a Bruselas con cargo al erario público; que los Mossos siguen siendo una policía confabulada con los que pretenden romper España, como prueba que dos de sus agentes presten servicios de escoltas al fugitivo Puigdemont, que una miríada de empresas y entidades soberanistas subvencionadas siguen adelante con sus proyectos sediciosos y que los empresarios catalanes, siempre desleales, nos toman el pelo trasladando sus sedes sociales pero tributando en Cataluña. Incluso nos informan que en algunos bares de Manresa, los retretes tienen forma de tricornio. Nos preguntamos, señor Rajoy, quién está ganando y quién está perdiendo, quién está más implicado en la operación golpista contra España. Ni siquiera ha sido capaz el Gobierno de construir un relato con el que hacer frente al discurso falaz y victimista de los separatistas.

Lo más grave, insistimos, es que todo el aparato golpista sigue intacto. Los CDR (comites de defensa de la república) se coordinan con aplicaciones encriptadas y tienen miles de seguidores.

Y, entre tanto, cuánto nos está costando todo esto. De entrada, mucho dinero. Ya lo sugirió el exministro Margallo en una entrevista: «si supierais los favores que debe España para que no reconozcan a Cataluña…».

Mantener el dispositivo de seguridad en Cataluña nos ha costado a los españoles más de 70 millones de euros. Nos preguntamos para qué. Sólo se les ha permitido intervenir el 1 de octubre, con los resultados que todos conocen. Se apunta que esa jornada, al mediodía, se instó a Rajoy desde Alemania y Bruselas a que cesara la actuación policial por la imagen que estaba dando Europa. Una hora más tarde, policías y guardias civiles fueron conminados a retirarse a sus cuarteles náuticos y el referéndum siguió su curso, para bochorno de todos. Y todo porque el CNI fracasó estrepitosamente en su objetivo de encontrar las urnas.

Miles de policías y guardias civiles han permanecido inactivos en Cataluña, durante semanas, por el miedo del Gobierno al qué dirán los medios internacionales y la que manda en España, que no es Rajoy ni Soraya, sino Angela Merkel.

Por desgracia, los efectos colaterales de esta bufonada no son para reírse. Mientras policías y guardias civiles permanecían enclaustrados en el puerto de Barcelona, las avalanchas de inmigrantes en las fronteras de Ceuta y Melilla han sido diarias y masivas. Se calcula que más de 2.000 ilegales africanos lograron entrar en territorio español desde el pasado mes de septiembre. La situación caótica ha desbordado a los agentes.

En definitiva, un capítulo de la historia de España escrito con renglones torcidos y con un epílogo aún por escribir, pero que barruntamos aterradoramente triste. Lo que mal empieza mal acaba. No será porque no se nos advirtió al comienzo de la Transición y a tiempo de evitar toda esta locura.