Beato ya; ahora ¡santo súbito!
Jorge Fuentes Aguirre.- Tengo mis muy personales razones para afirmar que de su beatificación a su canonización, va a transcurrir relativamente poco tiempo. Cinco años, a lo sumo. No digo esto por la euforia espiritual que Juan Pablo II despertó con su presencia rediviva durante las celebraciones que lo elevaron el domingo pasado a ser declarado beato, sino por una intuición que me nace de recordar cuántas realizaciones culminó en su afán de difundir en el mundo la vivencia del Evangelio.
Yo sé que hubo quienes impugnaron la beatificación de Juan Pablo II. Son los mismos que han venido orquestando una creciente campaña de ataques contra la Iglesia, y aún contra la persona de Jesucristo. Los “intelectuales”, la izquierda, los liberales, agnósticos y marxistas, todos ellos volcados hacia su interés, y el de organizaciones que por conseguir objetivos mundanos, transgreden la dignidad de la persona humana. El propósito común es echar a Dios por la ventana. Y luego así, con Dios al margen, andamos quejándonos de que impere la violencia y la muerte en los países.
“No tengan miedo”. Proclamando esta frase con la que Jesús de Nazaret animaba a sus discípulos, inició su pontificado Juan Pablo II el 14 de octubre de 1978. “No tengan miedo”, repitió a un grupo de jóvenes en enero del 2005, antes de que su padecer postrero le impidiera más audiencias. Después, se fue del país de la vida.
Lo primero que me ocurre es recordar a Juan Pablo II como un Papa surgido de las entrañas del dolor humano. Sufrió el terror de la guerra en su patria y la pérdida de sus seres queridos más próximos, quedando solo desde su juventud, una juventud vivida en torno al régimen totalitario comunista. En tal ámbito le surgió su vocación al sacerdocio. Prosiguió sufriendo luego, físicamente, cuando el atentado del 13 de mayo de 1981 lo llevó al borde de la muerte, y moralmente, al constatar cómo las conferencias internacionales del Cairo y de Beijín, promovieron la cultura de la muerte para el control poblacional implantando en casi todos los países del mundo el aborto, la eutanasia y la manipulación genética. Aquella alma acrisolada en tanto sufrimiento, daría al mundo uno de los aportes más trascendentes de su tiempo: la Carta Apostólica “Salvifici doloris”, “El sentido cristiano del dolor humano”.
Juan Pablo II experimentó desde muy joven cómo la ideología marxista promovida por el Estado comunista, despojaba a las personas de sus más elementales derechos. Esta vivencia derivaría, años más tarde, en una de sus máximas hazañas pontificias: la de haber desintegrado el bloque de repúblicas soviéticas socialistas, siendo además el artífice del derrumbe del muro de Berlín. Su aversión a que la Teología fuese manipulada por ideologías espurias, en especial desde la óptica de la dialéctica marxista, se hizo manifiesta con las restricciones impuestas a los liberacionistas Casaldáliga, Segundo Galilea, Leonardo Boff, y al ex-trapense Ernesto Cardenal, a quien amonestó públicamente en la recepción de Managua en 1983, agitando ante la cara del “poeta” el índice de su mano derecha, que le retiró cuando Cardenal quiso besársela.
Ningún otro pontífice ha emitido tal profusión de Magisterio referente a todos los aspectos de la vida en relación con el mundo actual, orientando a hombres y mujeres de nuestro tiempo a una coherencia entre el vivir personal y las circunstancias que demandan los ámbitos de la actividad humana. Ante el mundo de la modernidad que excluye a Dios, escribió su encíclica “Fidei et ratio”, “Fe y Razón”. Ante el embate de menosprecio global al sector femenino, emitió “Dignitatis mulieris”, “La dignidad de la mujer”. Ante la controversia científica de la reproducción humana, “Veritatis esplendor”, “El esplendor de la verdad”. Ante la anacrónica intolerancia religiosa, la Exhortación “Ut unum sint”, “Para que todos sean uno”, alentadora del ecumenismo universal.
Algunos afirman que Juan Pablo II fue un Pontífice conservador. Le impugnan, sobre todo, que haya sido tan tradicionalista en asuntos como el celibato sacerdotal y el control de la natalidad, reclamándole su excesiva adhesión a los sectores ultraconservadores de la Iglesia, con el cardenal Ratzinger –hoy S.S. Benedicto XVI– a la cabeza. Ante esto hay que decir que la Iglesia es, por su propia naturaleza, una Institución “conservadora” en el mejor sentido de la palabra, debido a la altísima razón de que lo esencial en la doctrina de Jesucristo no es mutable. Puede modificarse lo periférico, pero lo que tiene carácter de fe, de dogma y de fundamento, es permanente e inmutable.
Hay en la Iglesia una ortodoxia doctrinal indeclinable, que no admite transigencia. La defensa de la vida, por ejemplo, está sobre toda consideración científica y jurídica. La liturgia de los sacramentos instituida desde siglos, proseguirá inalterable. El Canon de la Misa, se sigue perpetuado textual en su parte medular, la Consagración eucarística, desde la Última Cena de Cristo. Cierto que el celibato sacerdotal es recomendación de San Pablo a las primeras comunidades cristianas y no un mandato evangélico, –Pedro, sobre quien Cristo fundó su Iglesia, era hombre casado–. En tal manera que es susceptible de cambio cuando sea necesario.
Cuando falleció Juan Pablo II, el 2 de abril de 2005, tras haber influido tanto y tan positivamente en el rumbo espiritual, humano, político y social del mundo entero, más de dos millones de fieles desfilaron ante su catafalco, y el día de su entierro, presenciaron las exequias cuatrocientos millones de televidentes en derredor del mundo.
México sigue recordando con un cariño inmenso a Juan Pablo II. Nunca serán olvidados cada uno de los cinco viajes que realizó por los diversos rumbos de suelo mexicano. Su expresión “¡México siempre fiel!” quedó grabada para siempre en el corazón de todos los mexicanos que le oyeron proclamarla desde la Basílica de Guadalupe.
Transcurridos seis años de su fallecimiento, el pasado domingo 1 de mayo, cuando Juan Pablo II fue declarado Beato por S.S. Benedicto XVI, más de dos millones de personas acudieron a la Plaza de San Pedro y calles adyacentes para honrar la memoria de carismático Pontífice, tan querido y recordado universalmente. Quinientos millones de televidentes siguieron el rito desde sus hogares. En Roma la multitud exclamaba a coro la frase inscrita en múltiples pancartas portadas por representantes de todos los países occidentales: “Santo súbito”.
Se tiene por norma del Derecho Canónico que para declarar Santo a una persona se necesita que ésta obre un milagro, diferente al consignado cuando se le declaró beato. Yo digo que no se necesita sólo un milagro: se necesitan dos. El milagro que pide la Iglesia, y el milagro de que los médicos comisionados por la Santa Sede lo acepten. Tengo una prueba para afirmar lo anterior, aunque no puedo exhibirla por secrecía.
En el caso del beato Juan Pablo II me asiste la certeza de que no tardará en surgir tal requerimiento para que sea elevado a los altares como San Juan Pablo II. Por lo pronto ya le estoy pidiendo yo que obre otra especie de milagro. Le digo: — Ya que quisiste tanto a México, mira los sufrimientos que tenemos a causa de tanta violencia, y convierte los corazones de quienes la provocan, para que así, por tu intercesión ante Dios, vuelva la paz a esta patria que siempre te acogió cerrando los brazos en torno a ti para abrazarte, y abriendo el corazón mostrándote su amor.