Academia de la Lengua
¿Qué día habrá que no aparezca la Real Academia de la Lengua [1713] en las páginas de los periódicos o en las pantallas de la televisión? No cabe duda que domina admirablemente el arte del marketing. No en vano supo desde sus orígenes aristocráticos cultivar habilidosamente a los poderosos, reyes, nobleza, militares famosos, banqueros, escritores de prestigio. Seguía en ello a la madre y modelo, la Academie Française [1635], aunque no sufrió como ésta una revolución que la suprimió y de la cual salió notablemente transformada al ser restaurada.
En estos días llama la docta institución la atención con unas propuestas de modificaciones ortográficas que han obligado a los expertos y a algunos legos a discutir sobre si acentito por aquí o sin acento por allá, que Q o C en Qatar, – nombre tan bonito y exótico con Q, vaya por Dios -, que esto o lo otro. ¡Felices esos señores que, cuando muchos otros compatriotas se rascan los bolsillos en busca de un euro que ayude , pueden perder el tiempo en tales bagatelas y se van de viaje a airearlas en Guadalajara de México o a palacio a presentárselas al Rey!. [En paréntesis, ¿qué tiene que ver la realeza con la ortografía?].
No falta quien dice que, puestos a hacer algo serio, bien podrían dedicarse a reformar de una vez modernizándola toda la ortografía y no letrita por letrita o tilde por tilde. ¿Ya se imaginan que maravilla sería, por ejemplo, suprimir todos los acentos del español? ¿O eliminar el signo inicial de interrogación y admiración? ¡Para la falta que hacen! En inglés no los hay y ahí lo tienen tan vigoroso. Se nos facilitaría entre otras cosas escribir en el ordenador. Tampoco los tuvo el latín y ¡vaya lengua exacta que se logró!
Pero quienes tal dicen deben de ser envidiosos, frustrados porque a ellos no los escogieron para tan honroso puesto o sillón numerado con letras mayúsculas y minúsculas. Por cierto, ¿van a desaparecer los sillones CH y LL o ya no existen? Como envidioso era sin duda aquel ilustre escritor y político peruano, Manuel González Prada, que escribió a comienzos del siglo XX esta coplita fregona en “Grafitos” [póstumo, 1937]:
Esa caduca institución linfática,
A pesar de su lema estrafalario,
No sabe definirnos la gramática
Ni logra componer un diccionario.
No, no, a la Academia se le debe mucho y bueno. No es éste lugar para recordar todos sus logros. Pero se puede mencionar alguno: haber reunido una magnífica biblioteca con documentos de inestimable valor, los discursos de toma de posesión, algunos irremplazables por su erudición o su belleza literaria, la publicación de un “Boletín” de gran prestigio, la suma de datos digitalizados que pronto serán puestos a disposición pública.
Y contra lo que ridiculizaba González Prada, pronto compuso el admirable “Diccionario de Autoridades,”[1726-1729] al que le han seguido otros muchos hasta nuestros días, algunos en CD rom. Lo mismo cabe decir de la “Gramática de la lengua castellana” [1771], con varias ediciones, siendo la más notable la de 1924 por haber cambiado el nombre de lengua castellana a lengua española con todas las consecuencias políticas que eso ha traído. Recientemente ha editado una monumental a juzgar por las páginas, aunque con no pocas deficiencias bibliográficas y de otro tipo.
Quizá lo que le falte a estas alturas del tiempo, a sólo tres años de los trescientos de su fundación, es modernizarse institucional y mentalmente, que tecnológicamente ya lo ha hecho. Si quiere seguir siendo lo que pretende ser, una referencia para el español, es necesario que modifique sus estatutos en mayor profundidad que lo hecho anteriormente, y deje de ser ese organismo obsoleto que es hoy con su numerus clausus, elección de nuevos miembros por votación interna, perpetuación en el cargo hasta la muerte, exclusión casi sistemática de las mujeres . De paso no le vendría mal renovarse con sangre joven pues en las fotos parece más bien un geriátrico, sin ofender, que uno también es viejo
Claro, que bien podría seguir como está si fuese una academia más, un centro privado o club selecto de investigación y brillo social. Pero no es así. Sus fundadores declararon como objetivo de la misma limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua española, transformado recientemente en velar por su unidad. Se adueñó así de un idioma que hasta entonces se había desarrollado libre y magnífico, convirtiéndose por decisión propia en árbitro o árbitra [¿por qué no?] de lo que debía ser, y por lo tanto con la obligación ineludible de responder públicamente de sus actos. Cabe entender que actuó dictatorialmente, inspirada por el espíritu del siglo XVIII, el despotismo ilustrado. Pero no se entiende que haya pasado doscientos años de liberalismo, desde las Cortes de Cádiz [1812], con la misma filosofía.
Hay varias razones por las que debe renunciar ahora formalmente a “dictar” cómo escribir y hablar. Algo han debido de percibir los señores académicos cuando desde hace unos años han comenzado a hablar tímidamente de describir, no de prescribir, de proponer, no de imponer. La primera, por supuesto, es que carecen de autoridad. Nadie se la dio, sino ellos mismos. ¿Cómo puede nadie adueñarse de un idioma y “dictar” cómo debe ser? No es de extrañar que ya existiera una rebelión hace dos cientos años contra ese auto-otorgado mandato. México se negó a cambiar la X de su nombre por J frente a la orden académica en su “Ortografía” de 1815. La rebelión fue aplaudida mucho más tarde por Ramón del Valle Inclán cuando dijo aquello de que se iba a México porque se escribe con X
La segunda razón tiene que ver con la naturaleza misma del lenguaje. La Filología y la Lingüística se han cansado de documentar que un idioma no nace, se impone o se desarrolla a golpe de decreto o de multas, pese lo que pese a políticos catalanes y vascos. ¡Qué horror que esto pase en el siglo XXI! [De nuevo en paréntesis, ¿dónde están los que velan por los derechos humanos y las libertades?]. Los idiomas siguen su propia dinámica interna que no tiene nada que ver con reglas ni modelos. Las lenguas románicas no derivan del latín de Cicerón o Virgilio, sino del que hablaban las gentes del pueblo, el vulgo. Por mucho que don Fernando Lázaro, en sus populares dardos, se empeñase en reírse de los locutores de fútbol que decían cadistas por gaditanos, cadistas es lo que viene prevaleciendo. Claro que a la fuerza se pueden y se han eliminado lenguas exterminando a todos sus hablantes.
La tercera es más compleja y requiere cierta elaboración. Los académicos para dictar reglas tuvieron que escoger un modelo idiomático de corrección, y ¿cuál escogieron? El suyo, el castellano de Castilla. Difícilmente hubiera podido ser de otro modo a comienzos del siglo XVIII, cuando Castilla era el centro del Imperio . Las colonias no tenían voz y el dialecto predominante en ellas, el andaluz, no contaba, mucho menos las lenguas originales que se hacían sentir ya fuertemente. La situación persistió hasta nuestros días tras el proceso de descolonización política. Es cierto que se crearon las academias correspondientes, pero sirvieron de muy poco, salvo honrar ocasionalmente a algunos escritores.
Consecuentemente prevaleció en la Academia y en España hasta nuestros días la opinión de que el único dialecto correcto del español era el castellano y que en cierto modo decir español era decir castellano. Todavía no hace muchos años oí decir en un centro de enseñanza de idiomas que allí sólo se enseñaba el buen español, el de Castilla, nada de decir saco por americana o aretes por pendientes. De hecho, -recuérdese lo dicho anteriormente sobre el título de su “Gramática “ -, hasta 1924 castellano y no español era el nombre académico oficial de esta hermosa lengua extendida por el mundo entero. Aún se denomina así en muchos lugares.
Hace tiempo que los expertos en la materia sostienen que no existen lenguas, sino dialectos con idéntico valor entre sí. Para que me entiendas, lector, cuando digo hablar francés, por ejemplo, no designo un idioma abstracto, idealizado, que no existe, sino las variedades o dialectos reales que usan sus hablantes. En resumen ninguno es más correcto que otro, aunque socialmente se haya concedido preponderancia a uno sobre los otros. Hablar andaluz o argentino es tan aceptable como hablar castellano. Por lo tanto, la Academia no puede imponer el castellano como modelo o, para el caso, ningún otro dialecto si realmente quiere ocuparse del español.
La Academia ha recogido con más o menos ganas el mensaje y está empezando a cambiar su actitud tradicional. Sus últimas gramáticas y diccionarios acogen usos de aquí y allí sin preferenciarlos. Pero la inveterada costumbre de identificar español y castellano, ha llevado seguramente a algunos académicos, entre ellos al director saliente, a proponer para este español total un calificativo absurdo, innecesario y hasta ridículo: pan-hispánico o pan-hispano. Hasta se ha editado un “Diccionario pan-hispánico de dudas.” Parecen ignorar que español no significa ya castellano, ni argentino ni mexicano, sino un idioma que sólo existe en sus múltiples variantes o dialectos. Es la lengua que hablamos, cada uno a su manera, millones de personas desde la Patagonia a Canadá, de Filipinas al norte de Africa, incluso muchos que no son hispanos. Español es el nombre general, abarcador, el paraguas bajo el que se cobija su increíble riqueza y diversidad. Del mismo modo inglés comprende el de la India, el de los Estados Unidos, el de Australia, el de Inglaterra, sin que a nadie se le ocurra idiotamente hablar de pan-inglés o pan-anglo. No se necesita, pues, ese calificativo que, por otra parte es término polémico y en muchos lugares excluye precisamente lo español de España. De una vez y dentro de una estricta propiedad lingüística debe darse a “Español” su significado verdadero de hoy, no importa lo que en el pasado haya sido.
Humorísticamente se podría imaginar el asombro de alguien que a la pregunta, ¿qué habla usted?, oyera de respuesta, pan-hispano. Pan, ¿qué? ¿Han abierto panaderías españolas? Dejemos el pan en su sitio, que Valle-Inclán se hubiera muerto de risa si hubiese oído decir que su “Tirano Banderas” está escrito en pan-hispano porque habilidosamente supo mezclar palabras de varios dialectos españoles. Asusta un poco que la Academia diga que ahora su objetivo es velar por la unidad del español, si ello implica propuestas como la designación mencionada que, a lo mejor, para desgracia de todos, se nos impone. ¿No se esconde detrás otra manera sutil de dictar/dura? ¿O se está riendo de los hispanohablantes?
La unidad o fragmentación del español es debate que viene de lejos. Ni la Academia ni los eruditos pueden garantizar una u otra. La suerte del español se juega en otros sitios a donde esas instituciones tutelares felizmente ni llegan ni piensan en llegar. Me refiero, por ejemplo, al español que convive con el guaraní en Paraguay o con dialectos mayas en Guatemala. Al español de los suburbios de las grandes ciudades americanas. Al bastante olvidado sefardí. Mejor que no lleguen y que ella o instituciones similares como el Cervantes se queden al margen en sus reductos selectos y privilegiados sin dar guerra. Prefiero el español no tutelado, el que se atreve a escribir carpeta por alfombra, el libre, el que lucha por su supervivencia en lugares como las grandes extensiones agrícolas de California, como lo hizo antes de existir la Academia. Allí está lo vital. El inglés, la lengua de nuestra época incluye todos sus dialectos, no tiene academias, funciona a su aire, y miren cómo prospera.