La crisis enfría las bodas de plata del ingreso de España en la UE
Se cumplen 25 años de pertenencia de España a la Unión Europea con la sombra de la crisis enfriando considerablemente los entusiasmos yponiendo en evidencia las consecuencias del grave error de construir una potente zona económica sobre endebles mimbres políticos.
La adhesión se solicitó en 1977, poco después de las primeras elecciones democráticas posfranquistas. Europa se lo tomó con calma. España era un país relativamente grande, y se quería evitar una adhesión ‘a la griega’, país que realizó una transición rápida, tras la que afloraron abundantes incumplimientos.
España, por su parte, se volcó en las negociaciones creando primero un ministerio específico, que después pasó a ser una secretaría de Estado para las relaciones con las Comunidades, fuertemente especializada, que aglutinó a expertos en los diversos campos. Y pese a que la recta final del proceso coincidió con el durísimo ajuste de la reconversión (siderúrgica, naval, bienes de equipo y otras), se logró una apertura industrial que todavía hoy se considera modélica.
Éxito inmediato
La adhesión fue un éxito inmediato: si en los cinco años anteriores a la entrada en la CEE el PIB español había crecido a una tasa media del 1,8% (frente al 2,1% comunitario), entre 1986 y 1990, la expansión media del PIB español fue del 4,8%, casi dos puntos superior al 2,9% que registró la media de los socios europeos. En ese mismo periodo, el comercio total España-UE se multiplicó por dos.
España consiguió, además, grandes ayudas a través de los fondos estructurales, primero, y de los de cohesión, más tarde. En total, y hasta la fecha, superan los 100.000 millones de euros. La buena administración de tan ingentes recursos permitió, no solo sustanciales avances en infraestructuras, sino también ir ganando posiciones entre las economías más importantes de la región.
Se dio la circunstancia favorable, además, de que en la recta final de los ochenta y primeros años noventa coincidieron en el Consejo Europeo líderes de gran convicción europeísta -el alemán Helmut Kohl, el francés François Mitterrand, el español Felipe González- que, en estrecha colaboración con el presidente de la Comisión, Jacques Delors, se embarcaron en la creación de una zona económica común.
González se ganó el eterno agradecimiento del canciller Kohl al ser el primero de los dirigentes en felicitarle con ocasión de la reunificación germana, frente a las reticencias francesas. El presidente del Gobierno español vio despejado el camino a la prolongación de los fondos de cohesión, sin importarle que, en clave de política nacional, su rival, el dirigente popular José María Aznar, le acusara de «pedigüeño».
España hizo esfuerzos considerables, y devino alumno aventajado en el cumplimiento de los llamados criterios de convergencia o requisitos de Maastricht, para la integración en el euro. Así, en 1998 consiguió superar el ‘examen’ con una inflación del 1,8% -la media de los tres países de referencia se quedó en el 2,2%-, un saldo negativo de las cuentas públicas inferior al 3% del Producto Interior Bruto -el máximo tolerado-, una deuda equivalente al 64,6% de esa magnitud, pero decreciente y cercana al límite del 60% y unos tipos a largo plazo del 4,8%.
Llega el euro
La adaptación al euro fue relativamente sencilla, aunque los efectos del redondeo inicial, y de la adopción de una moneda de un valor muy superior a la hasta entonces vigente acabaron por repercutir en continuas alzas de precios de los bienes y servicios de uso cotidiano. Visto con cierta perspectiva, el euro aportó a la economía española grandes ventajas y no menos notables inconvenientes. Los tipos de interés -ahora comunes para toda la zona euro- se estabilizaron en niveles históricamente bajos, lo que favoreció los procesos de inversión, y unas tasas de crecimiento superiores a la media del resto de los socios, pero también el excesivo endeudamiento público… y privado. En España, que siempre ha considerado la vivienda como un patrimonio seguro, los promotores se lanzaron a la construcción de 800.000 viviendas anuales y los precios se dispararon.
Por eso, la crisis financiera que surgió en Estados Unidos en el verano de 2007 con las hipotecas basura, y los episodios que le sucedieron, tuvieron su traslación a España con el estallido de la burbuja inmobiliaria y sus dramáticas secuelas: escalada del paro, contracción del consumo de las familias, aumento del riesgo para las entidades financieras. Tres años más tarde, el efecto combinado de la desconfianza en los países más débiles de la zona euro -Grecia, primero, Irlanda, después, y con Portugal y España en la recta de salida- y de una ofensiva especuladora sin precedentes, puso a la divisa común europea contra las cuerdas.
De los ataques contra la deuda soberana de los países vulnerables, los líderes extrajeron por fin una lección: en tiempos en que ingentes capitales se mueven a la velocidad de la luz, una divisa común no se puede sostener si no hay un Tesoro único que la respalde. A modo de parche, la UE acordó un mecanismo de rescate capaz de movilizar, en colaboración con el Fondo Monetario Internacional, hasta 750.000 millones de euros. Pero los líderes de los Estados europeos no son hoy lo que fueron, ni se muestran tan convencidos del proyecto común.