Escenas (Sonaron gritos y golpes a la puerta)
El “Bajaron de frente, por la ancha acera, tres milicianas con correaje y fusil Nuestros dos guardianes se volvieron a ellas para piropearlas, separándose de nosotros un par de pasos. La chicas sonreían coquetas. Mi madre me empujó suavemente: “¡Corre! ¡Corre!” Pocos metros delante se abría una bocacalle. Me acerqué a ella, pegado a la pared y emprendí veloz carrera. Percibí a mi derecha un portal entreabierto; tuve la inspiración de meterme en él y lo entorné al máximo, sin ruido. Respiraba tan afanosamente y con tan violento golpeteo del corazón que temí ser oído fuera. Siguieron gritos: “¡El noi! ¡El noi s´ha escapat!”; “Vigila a esas, que no escapen también “; “¡Malditas zorras, os vais a enterar!” Pasos rápidos de alpargatas frente a mi portal. Luego otros más pausados y una respiración entrecortada “¿No lo vio nadie?”. “No hay nadie en la calle, es la hora de comer”. Risas femeninas burlonas, seguramente de las milicianas. Entreabrí el portón. El grupo se alejaba entre voces ininteligibles. El portal estaba más fresco que la calle, devorada por el calor. Me llegaban lo efluvios de un guiso y palabras de vecinos que almorzaban. Al borde de perder el sentido, me reanimó su frescor. Abrí un poco el portón. Las dos aceras estaban desiertas. De una vivienda salía música de una radio: Ojos verdes, verdes, con brillo de faca, que se han clavaíto en mi corazón… Marché de allí aprisa, doblando en zigzag por las bocacalles, en dirección opuesta a la de los milicianos”
“Preso de un miedo cerval, rehuía a la gente como un perro apaleado, reducido a un estado infrahumano. Aplaqué malamente el hambre buscando moras por los zarzales, aun rojas en su mayoría. Hice una especie de cama de hojarasca en el monte. De noche, o bien temprano, bajaba al puerto y rebuscaba entre las basuras, o me alejaba a hurtar fruta y hortalizas en alguna finca, y también comía saltamontes y otros bichos. El alba y el ocaso me aportaban algún sosiego: al amanecer contemplaba cómo se iluminaba poco a poco el cielo y el mar, y la luz se extendía sobre el enorme y revuelto caserío de Barcelona, de donde subían columnas de humo; me llegaba el eco apagado de detonaciones, más tarde supe que se trataba de fusilamientos en el castillo sobre la cima del monte. Al anochecer contemplaba los últimos colores del cielo y cómo la realidad iba borrándose hasta fundirse en una nada oscura, salpicada por las débiles luces urbanas o de barcos, mientras la luna y las estrellas poblaban poco a poco el firmamento ennegrecido. Esos momentos obraban sobre mi estupor un influjo indefinible, vislumbre de un misterio confortante que gobernara nuestro paso por la tierra. Creo que así me salvé de hundirme por completo en la tiniebla mental”