El cónclave maldito
Custodio Ballester Bielsa.- En el siglo XIV se consolidó un sistema de intercambio entre candidatos al papado y electores, el de las capitulaciones, que no dio grandes resultados. Fueron formalizadas en 1352 para la elección de Inocencio VI, pero finalmente prohibidas en 1562. ¿De qué se trataba? De los capitula de compromisos que el candidato suscribe y asume como programa propio y que son sistematizados en 1378. Precisamente el año en el que es elegido por última vez un papa no-cardenal: Urbano VI, Bartolomé Prignano, el curial arzobispo de Bari, y que dio origen al Cisma de Occidente.
¿Poner como condición para la elección de un papa, que previamente capitule? La Real Academia precisa como segundo significado de capitulación, “convenio en que se estipula la rendición de un ejército, plaza o punto fortificado”. Sí, rendición. Elegir a un papa que se rinda (y además por escrito) ante los cardenales electores, comprometiéndose a cumplir el programa y la voluntad de éstos. Sin llegar tan lejos (a la rendición) tenemos como primer significado de capitulación, “concierto o pacto hecho entre dos o más personas sobre algún asunto, comúnmente grave”. Tenemos como ejemplo, las capitulaciones matrimoniales. Un mano con las manos atadas por los cardenales que le eligen, no es un representante de Cristo, sino de los cardenales que le dan su voto. En el siglo XIV hubo papas sometidos formal y oficialmente a capitulaciones. ¿Acaso está ya superado ese riego? ¿No corren el peligro de desembocar en capitulación y capitulaciones los cónclaves en que se enfrentan bandos irreconciliables?
Bonifacio VIII con la bula Unam Sanctam (1302), afirmó que es necesario para la salvación de cada ser humano someterse al Pontífice romano, convertido en una especie de ente arbitral supremo sobre cualquier conflicto teológico o político. Felipe el Hermoso, rey de Francia, mostrará inmediatamente su determinación en pretender que el papa ponga su reivindicación de omnipotencia al servicio de la política. Por ello, el 7 de septiembre de 1303, en Agnani, Bonifacio es víctima de la arrogancia y de la violencia física de los enemigos que creía haber doblegado con la fuerza verbal y teológica. Los enviados del rey humillan al anciano pontífice; pero sobre todo muestran que la hipertrofia doctrinal de las prerrogativas del papado no lo hacen invulnerable. En muy breve tiempo, el desafío político perdido por Bonifacio VIII somete al cónclave y a la misma Sede Apostólica al poder de Francia. El traslado a Aviñón de la corte pontificia y la larga permanencia en tierra francesa es una evidente capitulación de papa ante el rey, cuyos cardenales son los que fuerzan esa capitulación. Este feroz enfrentamiento en el colegio cardenalicio y sus consecuencias, dejan una profunda herida en los purpurados. Una herida que se reabre en algunos cónclaves.
Tras la vuelta a la sede romana y la muerte de Gregorio XI, en abril de 1378, los cardenales reunidos en cónclave en Roma eligieron a Urbano VI. Sin embargo, unos meses más tarde, casi todos ellos declararon que la elección había sido forzada bajo la presión del pueblo romano. Basándose en esta coerción, los cardenales proclamaron entonces un nuevo papa, Roberto de Ginebra, Clemente VII, que se estableció en Aviñón. Le sucedió el cardenal de Aragón, D. Pedro Martínez de Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII. A partir de ese momento, hasta tres papas (Gregorio XII-Roma, Juan XXIII-Pisa, Benedicto XIII-Aviñón) reclamaron simultáneamente la autoridad pontificia, cada uno apoyado por diferentes naciones.
Precisamente en la elección de 1394, en la que el cardenal de Aragón fue elegido pontífice, se obligó a los electores de Aviñón a firmar una capitulación, previa a la elección, por la cual se comprometían, siempre con el consejo del colegio cardenalicio, a “buscar la unidad de la Iglesia dividida en dos obediencias por cualquier medio adecuado, sin excluir la cesión o abdicación”. Tan evidente fue el quebranto que produjeron a la Iglesia estas capitulaciones (incluso aunque estuvieran inspiradas por la mejor de las intenciones), que en 1562 fueron terminantemente prohibidas. Tanto las capitulaciones como los compromisos previos, que limitaban gravemente la libertad del papa, sometida a la voluntad de los cardenales electores: como si fueran ellos los legítimos sucesores de Pedro y administradores de las llaves de la Iglesia.
De poco sirvió entonces que Bonifacio VIII hubiese demostrado que nadie podía limitar la libertad del papa para renunciar o para no hacerlo; y como nadie estaba autorizado a aceptar o rechazar una decisión soberana de renuncia, ésta se volvía inmediatamente ineficaz tan pronto como era presentada: ¿A quién? Tampoco podía ser utilizada con facilidad la eventualidad de un papa hereje, que quedaba desposeído por esa razón de su oficio, pues no hay tribunal facultado para juzgar a un pontífice. Ni para aceptar o rechazar su renuncia. Sin embargo, fue eso precisamente lo que activó el Concilio de Constanza (1415) como una solución de emergencia por encima de todas las contingencias de Derecho Canónico vigente entonces. Por ello el concilio (que colocó su autoridad por encima de la del papa) declarará a los tres papas en liza como herejes y cismáticos por su negativa a buscar la unidad de su Iglesia sacrificando sus intereses personales.
Así pues, depuesto Juan XXIII, renunciado “voluntariamente” Gregorio XII y excomulgado el Papa Luna, se celebró en Constanza un nuevo cónclave extraordinario, ya que, junto a los cardenales, participaba un número idéntico de electores designados por las naciones conciliares. Al final, un cónclave para restituir anómalamente la unidad eclesial logra elegir a Otón Colonna, Martin V, mientras Benedicto XIII resiste en Peñíscola manteniendo su unica legitimidad, poniendo así en evidencia con su actitud la ilegalidad del procedimiento.
Sin embargo, la experiencia del Cisma enseñará que el esfuerzo de encontrar soluciones para institucionalizar un cónclave perfecto ha acabado fracasando hasta ahora mismo. El cónclave puede servir para garantizar un procedimiento transparente, puede impedir -siempre hasta cierto punto- que el poder imperial se apodere de la elección del pontífice, puede garantizar una adecuada representación a los poderes de la Iglesia. A pesar de todo, este sistema no consigue expresar ni en sí mismo ni para sí, la unidad de la Iglesia en Cristo, si ésta no forma parte de las aspiraciones más profundas de los electores.
La Iglesia, con tan larga y variada experiencia en cónclaves, todavía no ha conseguido la perfección de los mismos. ¡Hasta tuvo que recurrir a encerrar con llave a los cardenales! Y en el inmediato cónclave, interviene un nuevo elemento de enrarecimiento: el enorme número de cardenales, creados la inmensa mayoría por el difunto papa Francisco, quizá con criterios electorales. Un colegio cardenalicio muy fácilmente manipulable, puesto que la mayoría ni siquiera se conocen entre ellos. Con lo cual, serán los grupos de presión los que dominarán el cónclave (sí, con algún cardenal encabezándolos), y conseguirá la fumata blanca el que más arte se dé en la acumulación de votos. Dios quiera que le dejen algo de hueco al Espíritu Santo. Porque, tal como afirma el cardenal Omella, no se trata de elegir un papa que sea progresista o retrógrado, sino fiel a Evangelio.