La matanza del cerdo
Antonio R. Naranjo.- Este sábado he sido nombrado «Matancero de honor» de Guijuelo, que es mejor que honoris causa por Harvard. Es probable que de haber estado allí algún cuñado ideológico de Greta Thunberg, Ione Belarra o incluso Úrsula von der Leyen hubiese solicitado la rápida intervención de la UME, escandalizado por un ritual tan primitivo: nada menos que se sacrifica a un cerdo para sobrevivir todo un año, aprovechando de él hasta los andares, tan bonitos.
En temporada alta el pueblo y sus tres mataderos industriales sacrifican diariamente 30.000 cochinos para atender la demanda de toda España y medio mundo, fundamentalmente ibéricos, que son la NBA del porcino, con su pezuña negra elegante, su perfecta combinación de grasa y magro, alimentados con bellota durante la montanera, de octubre a marzo, para que alcancen los 160 kilos antes de pasar por el cadalso, donde mueren rápidamente, sin chillar, sin que nadie vea sangre.
De ello viven miles de familias y España encuentra, como en el campo y en el mar, algo más que ingresos económicos y puestos de trabajo: ahí está su propia identidad, que tiene en el campo, la ganadería y la pesca un elemento de cohesión nacional tan definitorio como el idioma y la cultura, pero todavía más perseguidos por el olvido y la incompetencia de quienes inventan términos urbanitas como el de la «España vaciada» y luego solo ven trogloditas en el medio rural.
Mires a la latitud que mires, solo se escuchan quejas impecablemente expuestas y razonadas de marineros gallegos o gaditanos, de ganaderos asturianos o leoneses, de agricultores andaluces o castellanos, con un infinito listado de despropósitos consentidos o impulsados en Madrid o Bruselas.
No tienen semillas para extender el cultivo de legumbre, rica y de escaso consumo de agua; les han cerrado caladeros para proteger a una esponja tan misteriosa como el Yeti; sufren trabas para competir con el tomate marroquí en Europa y, por no seguir con las calamidades, soportan una burocracia, un yugo fiscal, un abuso de la cadena comercial, unas exigencias sanitarias y un desprecio político que no sufren ni cumplimentan sus competidores, como si alguien hubiera tomado la decisión de que en adelante solo se pudieran consumir naranjas africanas, percas de la China o verduras del Trópico, qué sé yo. Y algún insecto, tan querido para el Consejo Europeo, que luego celebra sus decisiones dándole al entrecot.
El vicepresidente Vance vino a decir el otro día que si los Estados Unidos habían sobrevivido casi a una década de Thunberg, Alemania podría superar diez días de críticas de Elon Musk, y la provocadora frase encierra un arcano de nuestro tiempo: hasta qué punto se están cargando, con una mezcla de prejuicio, ignorancia e intereses ocultos, todo aquello que conforma un espacio económico, social y cultural que resume el progreso del propio ser humano.
Sin comer animales como los de Guijuelo, sacrificados ritualmente por Luis y su hijo, que pidió para Reyes un gancho para tirar del cochino, preparado por Cheti y honrado por Maribí, con B, y tantas damas del pueblo; el hombre no hubiese llegado a nuestro tiempo.
Con ese ánimo de sobrevivir aprendió a cazar y a criar, perfeccionó la agricultura, descubrió la rueda para trasladarse y el fuego para cocinar, levantó cobijos e ideó métodos de conservación, se lanzó al comercio y puso la primera piedra de todos los avances que hoy culminan en la incierta Inteligencia Artificial y mañana quién sabe dónde.
No hay que ocultar la matanza, pues, como tampoco la caza: no hay nada más ecologista que vivir en el medio rural, cuidar los montes como antaño, preservar los cotos, pasear a las vacas, echar las nasas al mar, conocer los cielos, las nubes, las mareas y los vientos y, sí, despiezar a Facundo litúrgicamente, con los niños tirándole del rabo al final del rito, con veneración, en un primer contacto con la vida que ojalá puedan llevar.
Al resto nos va mucho en que Guijuelo, y tantos pueblos de esta España nuestra, no tengan que envainar nunca los cuchillos ni dejar en tierra las redes porque un mierdaseca crea que los cerdos vienen de París o tenga algún oscuro chanchullo geopolítico entre manos.