Contra el chantaje moral de la izquierda
Gonzalo Figar.- Una de las estrategias más eficaces y tramposas que utiliza la izquierda para ganar discusiones y someter ideológicamente a quienes no comparten sus ideas es el chantaje moral. Se trata de una táctica emocional que ataca directamente al corazón y la conciencia del oponente, acusándolo de ser insensible, intolerante o ya abiertamente una mala persona. La izquierda siempre intenta ganar discusiones ocupando una supuesta superioridad moral (que se ha autoconferido), dejando a su rival desarmado y arrinconado.
Uno de los trucos más habituales de esta táctica del chantaje moral es, en cualquier discusión, mezclar el problema con la solución en un único paquete cerrado. Si no aceptas su solución, automáticamente te acusan de no preocuparte por el problema. Es un truco eficaz porque elimina cualquier posibilidad de matizar, criticar o buscar alternativas. Si no te arrodillas ante sus propuestas, eres automáticamente señalado como alguien carente de humanidad.
Pensemos en ejemplos de actualidad, como el cambio climático. El progresismo te vende en un mismo paquete que el problema es real, que es gravísimo, y que la solución para arreglarlo es alterar por completo nuestro sistema económico. Todo junto, o lo compras o eres un desalmado. Aunque alguien pueda, por ejemplo, compartir que el cambio climático es real, si se atreve a cuestionar que la solución no es la que ellos proponen, entonces parece que quiere que la Tierra colapse, que las poblaciones sufran sequías y que los ecosistemas desaparezcan. Es una falacia tan absurda como eficaz.
Pensemos en otro ejemplo, muy del gusto de las Yolandas en el poder: el salario mínimo. Hay un problema real que es que hay personas que, por desgracia, no producen lo suficiente para vivir dignamente. Como es lógico, a muchos nos preocupa gravemente que haya personas sin recursos y oportunidades. Ahora, no se te ocurra plantear que subir el salario mínimo podría tener consecuencias negativas, como el aumento del desempleo precisamente en las capas más vulnerables de la sociedad, pues automáticamente te van a acusan de ser poco menos que un cerdo capitalista. Según esta lógica, criticar su solución –la subida del salario mínimo – equivale a ser indiferente al problema– que no te importe que haya gente vulnerable.
Otra variante de esta táctica es mezclar distintos niveles y ángulos dentro de un mismo debate. La izquierda tiende a elevar cualquier crítica específica y concreta a un plano general, moralizándola y deslegitimándola. Pongamos como ejemplo el asunto de la inmigración. Cuando algunos intentan discutir un tema puntual, como que la inmigración masiva e ilegal puede tener consecuencias negativas, inmediatamente te acusan de odiar a los inmigrantes. No hay posibilidad de un comentario concreto dentro de una gran temática; ellos convierten, falsamente, la crítica a una parte en un ataque el todo.
El chantaje moral de la izquierda no busca el debate, busca la sumisión. Es una táctica profundamente tramposa porque no permite la argumentación. La lógica, los hechos y los datos dan igual frente al juicio moral que imponen. Todo se reduce a una dicotomía falsa: si no aceptas sus soluciones, automáticamente, te conviertes en el malo de la película. Y, al evitar la argumentación, eliminan cualquier posibilidad de diálogo real, imponiendo su narrativa sin más.
Además, esta estrategia es ruin pues recurre a la emoción como mecanismo de manipulación. En el momento en que te colocan como el malo, el insensible, el intolerante, cualquier argumento racional que intentes aportar es absolutamente inútil. Una vez que te etiquetan, el debate se acaba. No importa cuántos datos tengas; ya has perdido porque te han deshumanizado, ya se han situado ellos por encima y tú estás abajo. Y ya sabemos todos que el que batalla cuesta arriba tiene las de perder.
Lo más eficaz de esta táctica del chantaje moral es cómo utiliza nuestro sentido de la culpa como arma política en su beneficio. Nos hace dudar de nosotros mismos, nos pone a la defensiva y nos lleva a preguntarnos si realmente somos buenas personas. Nadie quiere ser acusado de intolerante o de no preocuparse por los demás. Esa duda y ese temor nos llevan a callar, a intentar pasar por comprensivos, a aceptar premisas en las que no creemos y, en última instancia, a autocensurarnos.
Y así, poco a poco, tragamos sapos y aceptamos dogmas que, en muchas ocasiones, son lamentablemente absurdos. En realidad, en muchas ocasiones puede que ni lleguemos a creer, de verdad, en esos dogmas, pero la maquinaria de etiquetas e insultos que lanzan contra cualquiera que se le ocurra disentir se hace tan insoportable que mucha gente, preventiva y pasivamente, los va aceptando y, peor, interiorizando.
Y, en este proceso, lo que ocurre es que lentamente vamos incluso sacrificando los principios y valores fundamentales de nuestra sociedad, y de nuestra humanidad, me atrevería a decir. Sacrificamos el valor de la verdad, de la dignidad, de la justicia y de la libertad.
El pensador Gad Saad ha llamado a este fenómeno occidental «empatía suicida». Es la capacidad algunos de tolerar lo intolerable, de justificar lo injustificable, todo por el miedo a parecer insensibles o intransigentes. En nombre de esa falsa compasión, nos hacemos cómplices de dinámicas que no solo nos perjudican como sociedad, sino que alimentan la decadencia moral y ética de nuestra civilización. Saad no exagera cuando dice que esta actitud nos llevará a un suicidio cultural si no la combatimos.
Un ejemplo aberrante de esta empatía suicida está saliendo a la luz en las últimas semanas, con el escándalo de las violaciones grupales en el Reino Unido. Durante años –décadas–, miles de niñas fueron víctimas de abusos sistemáticos. ¿Y qué hicieron las autoridades? Miraron hacia otro lado, no por desconocimiento, sino por miedo a ser acusadas de racismo o islamofobia, ya que los principales responsables eran hombres paquistaníes musulmanes. Una generación de niñas y adolescentes sacrificadas en el altar de la corrección política. Honestamente, no sé si da más rabia o asco.
Se acabó. La izquierda radical no tiene ninguna superioridad moral. Sus políticas fracasan una y otra vez, su narrativa está construida sobre falacias y su chantaje emocional no es más que una herramienta para silenciar y someter. No debemos tolerarlo ni un minuto más. Frente a su manipulación, nuestra respuesta debe ser clara y firme: no vamos a ceder, no vamos a aceptar su dogma, y no vamos a callar. Defenderemos la verdad, la justicia y la razón por encima de sus etiquetas y su teatro emocional. Se acabó.