¿Jefes de gabinete o esbirros?
Mayte Alcaraz.- Yo nunca he tenido jefe de gabinete. Bueno, ni gabinete. Pero debe molar tenerlo. Es el último paragolpes de un político. Al de Boris Johnson, un tal Dominic Cummings, le cayó la del pulpo por decir que lo de la covid era cosa de viejos. Vamos, lo que pensaba su premier hasta que se contagió. Al de nuestra añorada Merkel, Helge Braun, le mandó la canciller a reñir a los alemanes por infectarse de coronavirus sin control. Y los teutones le querían matar por la reprimenda.
Pero en la política española esta figura, tocada digitalmente por un jefe con poder, se ha convertido en una suerte de esbirro, que pagamos con dinero público, pero cuya misión es ensuciar todo lo que toca. Será porque la indecencia de sus jefes ha encontrado en estos estómagos agradecidos su mejor correa de transmisión. Recapitulemos: tenemos a Óscar López, jefe de Gabinete de Moncloa hoy ascendido a ministro, un killer para acabar con la carrera de Díaz Ayuso prestándose a paracaidista de Sánchez en el PSOE de Madrid. Luego está su propia jefa de gabinete, Pilar Sánchez Acera, azuzando a Juan Lobato a que usara como arma política el expediente fiscal de la pareja de la presidenta popular, de obligada reserva. Luego viene el jefe de Gabinete de María Jesús Montero, Carlos Moreno, emergido gracias a sus chanchullos —o mordidas, según determine la investigación— con el nexo corruptor del caso Ábalos. Víctor de Aldama afirma, en la documentación entregada al Tribunal Supremo, que Moreno le pidió «oportunidades de inmuebles» y que, gracias a ello, fraguaron una «relación» que llevó a que le ayudasen para aplazar su deuda tributaria. Marisú Montero ha dicho que pone la mano en el fuego por su gabinetero. Los menús de nuestros chiringuitos están llenos de manos achicharradas.
Sin salir del gobierno de coalición encontramos a otro cargo similar, este del ministro de Cultura y persona de confianza de Yolanda Díaz, Ernest Urtasun, llamado Álvaro Albacete, que acaba de ser nombrado embajador en Venezuela. Es la primera vez que servirá como tal, pero nada importa porque su nombre ha sido elegido no por su experiencia diplomática sino por sus ideas políticas, tan cercanas y cómplices con la dictadura de Maduro, ese tirano que el 10 de enero intentará eternizarse en el poder desoyendo el clamor internacional por la victoria de Edmundo González.
El penúltimo puesto en la lista actual lo ocupa Miguel Ángel Rodríguez, jefe de Gabinete de Ayuso, y en su momento persona de confianza de José María Aznar, en el punto de mira por una filtración parcial sobre las negociaciones de Alberto González Amador y la Fiscalía para el reconocimiento de dos delitos fiscales. Ha sido llamado para declarar en calidad de testigo y hoy es, con su jefa, uno de los objetivos a batir por la izquierda y su equipo sincronizado de opinión.
Pero hay más casos: desde Josep Lluis Alay, el lugarteniente de Puigdemont, investigado por intimar en la lengua de Tolstoi con agentes de Putin, hasta José Luis Ortiz, el adjunto de Cospedal, salpicado por uno de los múltiples ventiladores de porquería de Villarejo. Después, han venido gabineteros más tiernos. Como la de Irene Montero, que preparaba potitos sin rechistar, a precio de enchufada de alto nivel, mientras la jefa tuiteaba en defensa de Rociíto. El cargo de jefe de gabinete también puede servir para reciclar material averiado, como lo fue el fracasado exjemad José Julio Rodríguez, colocado a la vera de Pablo Iglesias hace tres años. La cosecha fue redonda: fracaso al cuadrado en Madrid para ambos.
Lo que está claro es que los políticos no pueden pasar sin ellos. Recuerden al juez de Zaragoza que buscó con denuedo al listo que trajo a escondidas a un malo del Polisario, el más malo, llamado Brahim Gali, destrozando las relaciones con Marruecos, y media docena de ministros españoles se pusieron a dieta para esconderse tras sus jefes de gabinete mientras cantaban el «pío pío que yo no he sido». Solo Camilo Villarino, un jefe de gabinete serio y severo, le salió rana a la exministra Laya. Fue sentarse ante el juez y cantar la Traviata. Que a él que le registraran, que la que mandaba era la entonces responsable de la diplomacia española. Él podía tener decisión para poner y quitar de la agenda a algún pelma, pero que quien decidía si a un acusado de genocidio se le cambiaba la identidad vulnerando, como poco, la ley de fronteras, era ella. Su jefa.
Cuando los diques salten y los jefes de gabinete de los ministros se laven las manos, el agua anegará determinados despachos. Hasta llegar al Oval de Moncloa. Allí recuerdan que un presidente francés, al ser señalado por su exministro en un asunto de corrupción, dijo displicente: «Es un hombre muy amargado: lo sé porque lo empleé y lo despedí». Estén atentos a los jefes de gabinete que, en el ecosistema sanchista, solo son perros cancerberos de sus jefes. Los pagamos para otras cosas, pero solo atienden a la voz de su amo y, muchas veces, hacen de malos de la película que protagonizan otros que no dan la cara. Hasta que la justicia les obligue.