El Camino de Santiago simbolizado en el laberinto de la Catedral de Chartres
Magdalena del Amo.- Sergio Santamarina abrochó el cinturón de seguridad y arrancó el todoterreno azul, con decisión. El plan era circunvalar París y tomar rumbo a Chartres, el lugar donde el río Eure se bifurca dejando la ciudad en una especie de península, uno de los lugares más emblemáticos del viaje que Clara había planificado, un enclave que conocía solo en sueños.
Atrás se iban quedando pequeños pueblos muy bien cuidados, con casas de ladrillos nuevos al estilo de la Francia central. Árboles de diferentes especies daban una nota de colorido y verdor a la atmósfera de los alrededores de Chartres. A lo lejos, las torres de la gran catedral de tejado verdoso esperaban pacientes a los viajeros, invitándolos al éxtasis.
Faltaba poco para las tres de la tarde. Tenían que darse prisa si querían llegar a la catedral antes de la hora mágica. Habían visto su fachada tantas veces en foto que tenían la impresión de haber estado allí antes. Casi todas las catedrales francesas seguían el estilo de Notre Dame, un gótico flamígero exultante, sin apenas elementos románicos visibles.
Gentes de todo el mundo se congregaban delante del templo. Unos salían y otros entraban. Algunos eran simples turistas o viajeros; otros llevaban el bordón y la vieira, símbolos inequívocos del peregrino de Santiago. Clara entró en la catedral y buscó el laberinto.
Siempre había querido visitar ese lugar, pero las cosas ocurren a su tiempo y de nada sirve precipitarlas. Cuando llega el momento, una llamada insistente de la conciencia golpea el corazón y obliga a emprender la marcha cuanto antes. Eso me ocurrió a mí, como antes a tantos miles de peregrinos urgidos por su sed de trascendencia, y guiados por el mismo camino de estrellas dibujado en el cielo. Sin buscarlo, mi turno había llegado, y allí estaba yo, absorta ante el gran laberinto de la cristiandad, en el eje de la nave central de la gran Catedral de Chartres.
Eran casi las tres. Ese 22 de agosto había amanecido nublado y lluvioso. Mala suerte, sobre todo si se quería asistir al gran prodigio que solo ocurre ese día del año: ver entrar el rayo de sol por el centro del rosetón del lado oeste y visionar la imagen de la Virgen proyectada en el corazón del laberinto.
Su ideador no quiso representar un prodigio equinoccial, sino la expresión de una fiesta católica importante, la Ascensión de María a los cielos que se celebra el 15 de agosto. La diferencia hasta el 22 se explica por los días que suprimió el papa Gregorio III cuando instauró el calendario gregoriano que sustituía al juliano que llevaba funcionando desde la época de los césares.
Tendría que volver, ya que los elementos no estaban de mi parte, pero la contrariedad no iba a impedirme embeberme de la atmósfera de un entorno tan milenariamente singular.
Sin dejar de fijar la vista en cada rincón del templo, como si quisiera aprehender en un instante una historia de siglos, me senté en uno de los bancos, a esperar a que las tres docenas de personas que ocupaban las baldosas fueran despejando el lugar; pero pronto comprendí que tener el laberinto para mí sola era poco menos que imposible, y menos en esas fechas. Así que decidí sumarme a los desconocidos que, a buen seguro, tendrían intenciones y fines parecidos a los míos.
Me acerqué al círculo construido por Villard de Honnecourt, de trece metros de diámetro, e intenté recorrer con la vista los angostos senderos de mosaicos negros y blancos que conforman las once circunferencias concéntricas que conducen a la roseta central. Con los ojos no me fue posible, pero caminé a pie, como hacían los antiguos.
A esta figura se la denominaba «la legua de Jerusalén». Según la tradición, algunos peregrinos que por edad o por cuestiones económicas no podían realizar el viaje a alguno de los santos lugares, hacían una peregrinación simbólica recorriendo el laberinto de rodillas, para purificar su alma. Hubo un obispo de Chartres que dirigía estos itinerarios. Se hacía el recorrido hasta el centro, practicando una especie de danza que propiciaba una comunicación más efectiva con lo trascendente.
El centro del laberinto era un círculo de bronce con la representación de Teseo y el minotauro. Durante de Revolución francesa, el motivo fue arrancado de su lugar y fundido para fabricar material de guerra.
El interés por estos diseños me viene de lejos. No levantaba un palmo del suelo y ya dibujaba en la arena de la playa y en mi cuaderno de rayas, círculos concéntricos y espirales. Nadie sabía por qué, ni siquiera yo misma; por eso siempre anduve a la búsqueda de respuestas. Echando la vista atrás, no puedo evitar sentirme orgullosa de aquella cría de trenzas rubias que aún pervive. Los niños están permanentemente conectados con el inconsciente colectivo y participan de los registros akáshicos y del mundo de los símbolos, lejos aún de la contaminación de la razón. ¡Ay, el hemisferio izquierdo, tan independiente del derecho! Aún sigo corriendo detrás de los laberintos y espirales. De los de medidas perfectas de las catedrales, y de otros más toscos, los petroglifos insculpidos en las rocas de todo el mundo.
Una pareja de peregrinos que habíamos conocido en el hotel el día anterior se acercó a decirnos que el guía esperaba y que teníamos que cumplir con el horario. Hicimos una genuflexión y abandonamos lentamente el templo para oír las explicaciones sobre el exterior de la catedral. Había dejado de llover y la niebla se iba disipando poco a poco.
Llevaban poco más de una semana de viaje, pero todo iba tan deprisa que tenían la sensación de estar en un gigantesco carrusel. Cuando cerraban los ojos por la noche, por su mente desfilaban imágenes de vitrales, rosetones, tiendas, canales, plazas y personas de todo jaez, yendo y viniendo. Tenían que hacer verdaderos esfuerzos para relajarse y dormir.
Al día siguiente salían con dirección a Roncesvalles. Iban a recorrer la ruta sellada por los cluniacenses en el siglo XI para implantar el culto católico frente al rito hispano-mozárabe.
(De mi novela El Códice de Clara Rosenberg. De Roncesvalles a Compostela).
Gran catedral la de Chartres,construida de forma mágica bajo el número Aureo encima de un lugar de poder,como en otras catedrales,y construida para conectarse con Dios en oración…
“El centro del laberinto era un círculo de bronce con la representación de Teseo y el minotauro. Durante de Revolución francesa, el motivo fue arrancado de su lugar y fundido para fabricar material de guerra”.
El mundo minoico es otra tradición. ¿Por qué recurren a esos “paganismos bárbaros”?