La humilitas fidei: Mater ecclesia; salus populi (Joseph Ratzinger)
Joseph Ratzinger.- El estremecimiento provocado por el escándalo de la fe se siente ciertamente más de una vez. Pues el lugar espiritual de la fides pertenece a ese mundo sensible del que debemos salir precisamente por esa fides. La fe es, por tanto, la forma gnoseológica que se realiza en la filosofía huius mundi (es decir, sensibilis). No proporciona ningún contacto con la verdad, sino que se mantiene puramente en lo externo —como todos los «signos», que son incapaces de proporcionarnos ningún conocimiento nuevo. Aquello que solamente nos es dado mediante la fe, no podemos apropiárnoslo internamente, no lo «sabemos». Lo que aquí sucede lo llama Agustín un sentire, en concordancia con el mundus sensibilis al que pertenece. Así se manifiesta la completa «humildad» dolorosa de la fe. Por eso es más insistente la pregunta: ¿para qué todo esto? La respuesta a esta pregunta: Dios no tiene otro camino distinto de éste para salvar a los hombres. Puesto que el hombre sólo puede ser encontrado en la perdición del mundus sensibilis, Dios sólo puede hallarlo llegando hasta las profundidades de su debilidad. Y esto es precisamente lo que sucede en la fe.
Pero esta fe resulta para el hombre, igual que la palabra del maestro, una llamada a descubrir de nuevo la verdad enterrada en sí mismo. Enterrada en todos, ya que todos han perdido el camino: Nullus hominum nisi ex imperito peritus fit. Este camino recto no puede ser, por tanto, encontrado de otra forma que dejando que se nos muestre. Pero ¿qué quiere decir esto, sino que debemos fiarmos de la autoridad, puesto que no hay garantía en la fuerza de la propia razón? Con esta auctoritas, inseparable de la fe, aparece visiblemente para Agustín, ya en los comienzos de su propia fe, la imagen maternal de la Iglesia, en cuya figura la autoridad de Cristo permanece presencia viva para nosotros. No debe extrañarnos lo que hemos oído en las Confessiones, puesto que la comprensión de la «madre Iglesia» queda limitada todavía completamente a la idea de autoridad. Pero aquí vemos también explayarse ya el «sentire cum ecclesia» hasta la admiración hímnica, como muestran las preciosas palabras con las que Agustín da rienda suelta a su amor a la Iglesia al final de este período en su obra De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos. Cualquier traducción está condenada a ensombrecer el resplandor de estas palabras luminosas. Oigamos, por tanto, este himno, aunque sea en fragmentos, tal y como surgió del propio corazón de Agustín:
Merito, ecclesia catholica, mater christianorum verissima, non solum ipsum Deum, cuius adeptio vita est beatissima, purissime atque castissime colendum praedicas … sed etiam proximi dilectionem atque caritatem ita complecteris, ut variorum morborum, quibus pro peccatis suis animae aegrotant, omnis apud te medicina praepolleat. Tu pueriliter pueros, fortiter iuvenes, quiete senes, pout cuiusque non corporis tantum, sed et animi aetas est, exerces ac doces. Tu feminas viris suis … casta et fideli oboedientia subicis. Tu viros coniugibus … sinceri amoris legibus praeficis. Tu parentibus filios libera quadam servitute subiungis, parentes filiis pia dominatione praeponis. Tu fratribus fratres religionis vinculo firmiore atque arctiore quam sanguinis nectis … Tu dominis servos non tam conditionis necessitate, quam of icci delectatione doces adhaerere. Tu dominos servis, summi Dei communis domini consideratione placabiles facis. Tu cives civibus, gentes gentibus et prorsus homines primorum parentum recordatione, non societate tantum, sed quadam etiam fraternitate coniungis. Doces reges prospicere populis, mones populos se subdere regibus. Quibus honor debeatur, quibus af ectus, quibus reverentia, quibus amor, quibus consolatio, quibus admonitio, quibus cohortatio, quibus disciplina, quibus obiurgatio, quibus supplicium, sedulo doces; ostendens quemadmodum est non omnibus omnia, et omnibus caritas et nulli debeatur iniuria.
Si volvemos de nuevo a preguntarnos por el sentido de la fe, veremos claramente que hemos avanzado algo: en ella no hay sólo un primer despertar, sino que sobre ella recae
una significación interna, en el levantarse y avanzar que sigue a la llamada. Aquí reside el sentido profundo que ahora otorga ya Agustín a la fe —y fe que abarca siempre toda la obra de salvación, que es decir prácticamente tanto como la Iglesia: en la medida en que la fe recubre con la luz divina las cosas sensibles, nos va preparando lentamente para ver esa luz cada vez más despejada y pura, a nuestros adormecidos ojos los hace, por tanto, paulatinamente claros y fuertes para la claridad divina. En una palabra: lo que aquí expone ya Agustín es la doctrina de la fuerza purificadora de la humilitas de la fe. El programa religioso y también teológico que aquí tiene ya su origen se expresa con la palabra de la Escritura: nisi credideritis, non intelligetis.
Hay otro caso del que se ocupó Agustín —o quizá la misma realidad le fue acercando este caso cada vez más y lo obligó a enfrentarse a él. Se trata del hecho de que la gran muchedumbre de los que pueblan la iglesia en modo alguno aprende a mirar permanente y profundamente a la faz de la verdad, bajo la fuerza purificadora de la auctoritas —de modo que en ellos no se produce un «intellectus», tal y como debería esperarse de lo dicho. ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Qué sentido podemos retener todavía para la autoridad en este caso? Es una función de suplencia la que le asegura aquí su justificación. En lugar el «intellectus» que falta, para el que se carece de capacidad o de voluntad, se coloca el permanecer bajo la autoridad como un valor en sí, como una forma subsidiaria de realización humana. Lo que aquí nos encontramos no es sino la salus populi, de la que hablará Agustín más tarde, pero el «pueblo» es todavía esa muchedumbre de ignorantes para los que está cerrado el camino real de la comprensión —ese montón, por tanto, al que no pertenece precisamente el propio Agustín. Le queda todavía un largo camino que recorrer hasta que encuentre esa profunda humildad en la fe que lo coloque en medio de ese pueblo cuya salud no se mide ya con la escala del conocer, sino con la del amar. Lo primero que ciertamente experimenta Agustín muy profundamente es la insuficiencia de ese estado de salvación, del nescio quomodo de su felicidad —tanto que busca la salida en el más allá: cree convencidamente que, después de la muerte, a todos esos que son creyentes así les espera una «liberación» más o menos ligera según la medida de su vida. ¡Cuánto queda todavía de camino hasta conocer la condición de desterrada de toda la Iglesia, que suspira esperando la hora en que venga su divino esposo a llevarla consigo! Cuanto antes empezó el propio Agustín a esforzarse por una comprensión plena de la verdad, tanto mejor aprendió a juzgar favorablemente la situación de los simples creyentes. El camino de la autoridad apareció entonces como un «buen atajo» y, como tal, cabalmente aceptable. No es que Agustín haya renunciado nunca al intellectus como meta última y suprema de nuestro peregrinar hacia Dios, pero aprendió a pensar cada vez con más humildad acerca de lo que podemos aguardar ya para este mundo. Si proseguimos con esta cuestión llegaremos a encontrarnos de nuevo con el problema del dualismo agustiniano.
El Agustín de la primera época lo entendió metafísicamente e intentó, en consecuencia, superarlo de forma metafísica. Pero como ya le sucedió con los académicos y con el primer encuentro con la Iglesia, también ahora se cerciorará de la imposibilidad de una obtención metafísica de la salvación, gracias a la experiencia vital consiguiente y a una relación más profunda con su Iglesia. El resultado será una concepción de la salvación escatológica y, con ello, histórica.