El mito como núcleo generador de la cultura
Cabe definir la cultura como el conjunto de las conductas humanas distintas de los comportamientos instintivos animales. La cultura se aprende, pero es innata al hombre, ya que el aprendizaje se da muy limitadamente en el animal. La actividad humana, desde el principio, es cultural. Los animales superiores pueden aprender alguna que otra maña para mejorar lo que les dicta el instinto, pero equipararla a la conducta humana es como equiparar la capacidad de una planta para crecer con la de un caballo para correr, por el mero hecho de que, en definitiva, ambos se desplazan en el espacio.
En su esfuerzo por entenderse a sí mismo, el ser humano ha elaborado teorías variadas y opuestas. Una de las más aceptadas en los últimos siglos supone que la cultura en sus variadísimas manifestaciones deriva de la economía (Marx, o de otro modo A. Smith). Esto suena muy racional porque, en resumen, reduciendo la cuestión a lo más primario, sin economía no se come y los individuos, si no comen, mueren. Así que en la base de la cultura deben estar los modos de satisfacer esa necesidad inexorable: primum vivere, deinde philosophare.
Otros encuentran la raíz de la cultura en el sexo, teoría de aire no menos racional, pues si de la alimentación depende la subsistencia de los individuos, de la sexualidad depende la de la especie. Ambas explicaciones pueden complementarse, y la frase de que el dinero y el sexo mueven al mundo lo expresa en forma ruda. A un nivel más elevado, en los años 60 hubo un renacimiento del marxismo y del freudismo combinados, que en buena medida pervive como tópico ideológico. Dicho sea lo anterior al margen de las construcciones o doctrinas diversas elaboradas desde ahí: hoy predomina una concepción de la sexualidad desligada y hasta contraria a la función reproductiva. El enfoque freudomarxista, con sus variantes, permanece, si bien parece hegemónica la visión economicista liberal (el mercado como determinante de los valores culturales).
Pese a su traza racional, cabe oponer que tanto la alimentación como la sexualidad las comparten el hombre y los animales, y en estos no han generado cultura, solo comportamientos más o menos estereotipados, reglados por el instinto. La cultura, por tanto, no nace de la necesidad de alimentarse o reproducirse. Sin ambas cosas, claro, el hombre no subsistiría, pero tampoco elaboraría una cultura: no vemos una secuencia lógica entre cultura y economía o sexualidad.
La actividad humana, lo característico de ella, parte de una psique cuya capacidad de percepción espacial y temporal es cualitativamente distinta de la de los animales. El hombre percibe su tiempo de vida en la tierra como limitado, y percibe un espacio infinitamente más vasto que el ligado a sus necesidades de supervivencia. En estos dos datos, generalmente olvidados, me parece encontrar la raíz viva de la cultura. Ante el tiempo y el espacio el hombre se siente limitado, insignificante, inmensamente pequeño y débil, de modo muy distinto a los temores que asaltan al animal (o al hombre mismo) ante peligros concretos. Esta percepción hace al hombre más o menos consciente de lo incierto de su vida, tanto en relación con lo que puede ocurrirle cada día como en relación con el sentido general de su existencia. La angustia profunda resultante podría paralizarle psíquicamente o impulsarle a acciones destructivas o autodestructivas, y las personas desarrollan mecanismos contra ella. Una manifestación del rechazo a la angustia se muestra actualmente en la gigantesca industria del entretenimiento evasivo, en forma de diversión obsesiva y convulsiva, llena de ruidos, colorines, agitación corporal etc. Ese recurso proporciona una sensación de euforia, a menudo reforzada con drogas, y llena gran parte de la vida de mucha gente; y también se manifiesta en la amplitud de las depresiones, “angustia vital” y otros fenómenos sociales que vienen a ser la contrapartida de ese tipo de rechazo.
Sin embargo esa angustia esencial y existencial puede encontrar salidas creativas, que son precisamente la savia de lo que llamamos alta cultura (el arte, el pensamiento, la ciencia y, en su raíz, la religión). La necesidad de asumir y reorientar la angustia crea primariamente el mito, un relato explicativo del mundo, de la vida y su sentido. Aunque explicativo quizá no sea el concepto adecuado, si lo entendemos de modo parecido al de explicación racional o científica. El mito es ante todo sugestivo, obra por sugestión. No puede explicar realmente, porque su objeto está más allá de la razón, pero en cambio orienta conductas y aspiraciones humanas en de modo no paralizante ni destructivo. La incertidumbre radical de la vida humana para el propio ser humano, obliga a este a “aferrarse” a alguna creencia, a alguna fe. En ese sentido el hombre es religioso, un “animal religioso”, y el mito es la creación primaria, la sublimación de la angustia. Encontramos por tanto dos reacciones ante la angustia esencial y existencial: rechazo y sublimación.
Claro que esta concepción presenta complicaciones, empezando por la diversidad de los mitos y creencias religiosas. Por otra parte, ¿y las manifestaciones culturales distintas de la “alta cultura”?