Carta a un académico
Daniel Rivallo.- Me he enterado recientemente de la pérdida de uno de sus seres más queridos, lo siento mucho, sé que en cierta forma soy el responsable de lo sucedido. El trabajo con nuestro común amigo, tristemente desaparecido para usted, ha sido duro, créame, recuerde aquellos instantes sentados usted y yo, uno frente al otro, como el viejo Sócrates ante Critias ¿quién hacía el papel de maestro?
En el fondo ustedes son los grandes inventores de equívocos, se pasan el día raspando la epidermis de palimpsestos imposibles con sus antiparras y dioptrías ancianas.
Lo que más me entristece es que haya tantos jóvenes entre sus adeptos, gastados y abarquillados como papel verjurado, con barbas ya urbanizadas por canas prematuramente sabias que dejan ventanas abiertas para que el polvo de lo erudito lo cubra todo cuanto antes.
Qué cantidad de pequeños átomos sabios se han formado, nanopartículas que por una extraña entropía se parapetan detrás de mesas oblongas cubiertas de cuartillas blancas, lanzando anatemas contra un inocente cambio de orden en la estructura de una frase ingenua.
El académico se cree impelido al cumplimiento de una misión universal , acogiendo pequeños puntos desaprensivos y extraterritoriales trazando círculos, descentrando núcleos y situándolos en fronteras imaginarias, ángulos inverosímiles cubiertos de baldes sin goteras de pensamientos periféricos.
En la mirada del catedrático el tiempo acaba mareándose como en el incómodo trayecto de un autocar deslavazado y asmático.
¡Cuánto nos habremos reído los artistas al jugar a hacerles creer tantas contingencias soñadas!
La memoria no posee la exactitud ni la precisión del escape de áncora de un reloj suizo, pero el recuerdo es un gran pintor, aunque en ocasiones se desvía un poco con sus trazos anamórficos.
“El anacoluto consiste en un aldabonazo en la puerta de la sintaxis, a la espera de que alguien al otro lado le abra. Pero, o bien, por no encontrarse nadie dentro, o hallándose alguien en el otro hemistiquio, por miedo a la injerencia de la llamada, no le franquea la entrada. Está condenado a permanecer siempre a la espera de atravesar en algún momento el umbral. Mientras tanto, llegan nuevos visitantes en forma de frases al mismo lugar, a la espera de obtener la condición de huésped…
… el fragmento es en sí mismo una obra de arte…. Cuando el artista deja la pesada mochila del sistema en una esquina al doblar la calle, carga únicamente con el anacoluto como cortocircuito del alumbrado académico….
Que de dónde había extraído semejantes disparates, que le hicieron dudar al principio aunque más tarde comprendió que se trataba de una ilusión óptica Durante un instante vio a través de unas lentes que no eran las suyas, su visión se había elongado, quizás el genial Greco pintó sus obras maestras con una desviación similar o simplemente se debió a una ambliopía en la esclerótica.
Que había tomado demasiado en consideración mis escritos y se sentía aterrado al dar pábulo a mis teorías, millones de interpretaciones consideradas como canon de la ortodoxia serían destruidas y las universidades prescindirían del sabio de cayado apostólico. Los artistas trasladarían las herejías de los cafés a los espacios públicos, paseando como hacían los antiguos griegos peripatéticos.
Me olvidé de decirle que aquel académico que escuchó mis heréticas propuestas era un viejo conocido , llevado al extremo de tener que elegir entre continuar con su arte y vivir como un cínico en la hidria de su precariedad u ocupar una cátedra ante un auditorio esclerótico y sordo bajo el adusto traje que ocultaba su piel parasimpática de artista. También olvidé comentarle que durante el transcurso de nuestras breves conversaciones había observado a nuestro común amigo en diversas posiciones. En alguna ocasión pude verlo en una esquina maniatado sin apenas poder gesticular , transcurridos diez minutos me di cuenta que sus manos estaban libres y había acercado su silla a nosotros dos en forma de línea divisoria pegando la oreja a nuestra conversación, más tarde podía escuchar ya la carcajada. En otras ocasiones descansaban sobre bancos gastados sus gafas sin montura, mantuvimos pequeñas conversaciones sincopadas en hilos de tiempo perdidos.
“-El noventa por ciento de su constitución está formada a partir de lo natural, el diez por ciento restante es adquisición de elementos culturales. Cada noche antes de acostarse, se sitúa ante el espejo como un viejo saltimbanqui y se desmaquilla en su rostro ese diez por ciento de préstamo social, más tarde se introduce en la cama, todo en él es inocencia, se ha convertido en una naturaleza absoluta, al día siguiente vuelve a situarse ante el espejo, comienza de nuevo el ritual, se produce el milagro de la hipostatización académica, dos mitades se observan enfrentándose entre sí y se fusionan aparentemente en un único rostro, pero lo que realmente sucede es que esa unión es una ilusión óptica, en lugar de fundirse en un único molde, uno contiene al otro ,curiosa mise en abîme, la máscara divina ha absorbido al rostro humano y ese pequeño porcentaje de cultura superior se convierte en pertiguero que dirige el resto de materia natural…”
Sabrá disculpar el haberme distanciado de ese pequeño ergástulo que intentó trazar alrededor mío, espero no pagar con el fuego como hizo Giordano Bruno, el peso de mis vanguardias.
Decidí huir de sus exabruptos y refugiarme en un pequeño pueblo costero, encontré a un viejo pescador de rostro cetrino y mirada extraviada, decía que su lenguaje comenzaba a congelarse y no encontraba el emplasto caliente de la palabra, vivía dentro del rectángulo de un pequeño cartón situado en el ángulo más desplazado de lo que fue un enorme jardín de un viejo predio abandonado.
“Al principio no podía acostumbrarme a las dimensiones de este hogar, más tarde me habitué, recuerdo que ese mismo día se me cayeron las gafas formándose un pequeño surco en una de las lentes, la visión se hizo molesta durante unas horas, más tarde, la pupila en un ejercicio de calistenia halló un ángulo inusitado y la esclerótica se adaptó milagrosamente a las nuevas coordenadas de visión, no volvió a molestarme el garabato que el azar dibujó. Desde ese instante cada mañana al incorporarme dejo deslizar un pie de tal manera que tropiece y caiga al suelo, de esta forma voy perdiendo el hábito del incómodo habitáculo, la evolución del hombre se mide por su desadaptación al medio, cuando llega al filo de la costumbre, la humanidad no sueña con ningún fiat, se adapta como yo a las medidas de su receptáculo y comienza a morir lentamente, en el momento en que doy de bruces en el suelo me doy cuenta de que no me acabo de acomodar al lugar en el que descanso, pero incluso este ejercicio de desengaño que llevo a cabo todos los días de mi existencia comienza a convertirse en hábito, si lograra hacerme con un espejo no me sorprendería del cambio operado en mí, me desdoblo distanciándome lo suficiente para interpelar a ese otro mendigo que me mira con ojos cansados pero que ve el mar….”.
Cuando regresé de mi pequeño excursus había recibido un correo suyo, era ya una lettre de cachet.
Veo barbas en todos sitios, en ángulos imposibles, en estanterías con libros en rústica acartonados, sobre cuartillas abandonadas, en lámparas veteadas de sueños, sobre doseles de madera apolillados, barbas tupidas, ralas, impenetrables, inalcanzables como el ideal de la belleza donde la razón y la intuición confunden sus direcciones continuamente. Una de estas barbas me contó un día el cuento del cazador y el vencejo, el primero cargado de plomo y el segundo de libertad, seguía su explicación con los ojos abstraídos y atentos, plomizos, antes de que terminara el relato le hablé de las academias, de sus centros y sus fulcros, del arte y sus vórtices y de mi inclinación irreversible: algolagnia académica activa. Al final llegó su fatal ordalía: me condenaba a convertirme en cita a final de página.
Llueve en el exterior, la ventana está entreabierta, lo suficiente para que entren pequeñas gotas de agua, una cortina de lluvia me separa de algo muy cercano y que sin embargo se presenta a una distancia que no imaginaba así. Mis ojos recorren circularmente el espacio en el que me encuentro, son de un travelling lentísimo, el ojo se forma una experiencia, el tiempo establece una coreografía pausada. Me sitúo delante del espejo con una aguja y un débil hilo de coser, no sé cuánto tiempo llevo de pie, a través de la irrealidad de una niebla, mis dedos hacen tarantelas en el aire, tengo que coserme los labios de los que se escapa una ligera risa sardónica por una comisura invisible, será doloroso al principio, pero una vez acabado el trabajo, habrá terminado todo, en un instante pasa por mi conciencia un viejo adagio latino, mis dedos, atravesados por finos hilos lidios, dejan caer el hilo y la aguja, la risa se convierte en una gran carcajada sonora.