Joseph Pérez y los prodigios de Al Ándalus
Creo que tiene razón Joseph Pérez cuando critica a numerosos historiadores y arabistas, algunos tan importantes como Menéndez Pidal o Sánchez Albornoz, “que minimizan la aportación árabe, haciendo hincapié en la debilidad numérica de los invasores, la tibieza de su fe, el mestizaje con mujeres indígenas … y acaban concluyendo que los vencidos asimilaron culturalmente a los vencedores: las estructuras administrativas, lingüísticas, culturales e incluso económicas de la monarquía visigoda se mantuvieron casi intactas después de la conquista. La civilización de Al-Ándalus debió muy poco a los árabes y casi todo a los elementos hispanorromanos anteriores”.
Como Pérez señala esas tesis resultan “muy exageradas y carecen de verosimilitud”. Los vencidos no asimilaron a los vencedores, aunque les transmitieran algunas influencias secundarias. Quienes se asimilaron fueron justamente los visigodos, mientras que en Al Ándalus, recuerda Pérez, ocurrió al revés: “el elemento árabe impuso una religión, una organización política y una lengua”. Eso entre otras cosas fundamentales: añadamos unas formas de derecho, nuevas costumbres que se extendían desde la culinaria a la familia y el matrimonio, etc. “Es decir, una civilización completamente distinta de la anterior”. Distinta y radicalmente opuesta, pues luchaba por imponerse completamente, como en el norte de África. Esto es tan evidente que el llamativo error de Menéndez Pidal y sobre todo de Sánchez Albornoz responde claramente a cierto prurito de hacer españoles a todos los que han habitado en la Península Ibérica, dotándolos de rasgos “temperamentales” un tanto especulativos y difusos, considerados definitorios por encima de los rasgos culturales claramente discernibles.
Hace después J. Pérez un cántico a las maravillas culturales del mundo islámico antes del siglo XI: “En contraste con el resto de Europa, Al Ándalus se distinguía por la importancia y riqueza de sus ciudades: Toledo, Almería, Granada, Zaragoza, Málaga, Valencia, y sobre todo Córdoba, ciudad espléndida con cientos de mezquitas, baños y hoteles, tiendas…” Y por otra parte, El árabe era la lengua de los vencedores y de la administración (…) No lo olvidemos, era también la lengua del progreso, de la ciencia, de la cultura (o sea, lo que dicen hoy del inglés) y es lógico que fuera adoptado en todo el territorio de Al Ándalus”. Hay bastante de cierto en todo ello, pero tal como lo presenta el autor, podría pensarse que si toda la península y Europa se hubieran islamizado, habría sido para ellas un “un buen negocio”, en palabras de Alejo Vidal-Quadras.
Pero un historiador debe preguntarse por qué, pese a ocupar Al Ándalus la gran mayoría de la península, y justamente las partes más pobladas y ricas ya desde antes de la invasión musulmana, fue retrocediendo, a veces con gran rapidez, y sufriendo derrotas muy sensibles a manos de los más pobres y mucho menos numerosos españoles del norte. Así, un historiador debe señalar también otros rasgos menos brillantes del emirato y del califato: con respecto a los estados del norte, sufría un grado mucho más alto de despotismo y de arbitrariedad del poder, una extensión mucho mayor de la esclavitud (el propio ejército llegó a componerse en gran medida de esclavos), una situación de la mujer muy inferior y una guerra civil prácticamente permanente, entre otras taras que minaban a aquel régimen.
Si exponemos las diferencias solo en un sentido, como hace el señor Pérez, no solo escribimos una historia mutilada, sino que nos impedimos la comprensión de la evolución histórica.
Dicho de otro modo: aunque el régimen cordobés se conformó como un estado independiente, nunca llegó a ser una nación como sí lo fue la España visigoda. En primer lugar, la minoría árabe nunca se asimiló a la población y cultura preexistentes, como hicieron los godos, sino que permaneció siempre como una oligarquía privilegiada, autoconsiderada racialmente superior y ajena no solo a la masa de población que permaneció cristiana, sino a la que se convirtió al Islam y a los beréberes, siendo esta una de las causas de las continuas crisis y revueltas internas, hasta la implosión final en las taifas.
Es más, la minoría dominante desconfiaba hasta tal punto de sus súbditos que siempre trató de mantenerlos atemorizados y alejados, incluso físicamente, por fuerzas traídas del exterior o esclavas. A pesar de sus éxitos asimiladores en religión, lengua, derecho, costumbres, etc., el estado omeya permaneció siempre como un cuerpo extraño, despótico y desconfiado de sus propios súbditos. Todo ello lo he tratado con mucha más extensión en Nueva historia de España, a la que remito al lector interesado. Dejo para un próximo artículo la interpretación, realmente pintoresca, que hace el señor Pérez de los inicios de la Reconquista.