Recuerdos sueltos: “¡No pum, pum pum! ¡Casa abajo! ¡Casa abajo!”
Debíamos de tener cosa de quince o dieciséis, edad poco recomendable, y posiblemente debíamos de estar algo borrachos (rara vez me he emborrachado en mi vida, de todos modos), porque si no, no se explica bien. Solo recuerdo vagamente a dos de los cuatro que íbamos de paseo, uno de ellos era de los que se las daban de maduros y decididos, de esos que sabían manejarse, el otro creo, aunque puedo equivocarme, podría ser Vecino, aquel con que hice mis primeros pinitos de autoestop a Oporto. Pues íbamos andando por el lado del Club Náutico de Vigo, que tenía un espacio interior, abierto al mar por un lado, donde amarraban los yates. Y uno, ya no recuerdo quién, dijo que en un yate francés amarrado en el lado más interior, buscaban uno o dos marineros, o cosa así. Ninguno de los cuatro teníamos la menor idea de marinería, salvo la presencia constante de los barcos en el puerto, pero se nos ocurrió que podíamos buscar el empleo, aunque dudo mucho de que en nuestras casas nos lo permitieran. Uno de nosotros, el que tenía más labia y parecía más maduro, era medio amigo de un inglés, poco mayor que nosotros, quizá de veintipocos años, que tenía un pequeño yate amarrado en el lado opuesto del muelle. El inglés estaba borracho buena parte del día, pero se curaba la resaca, decía, bebiendo mucha agua.
El caso es que fuimos hasta el yate mencionado, y en vez de bajar por la escalerilla de piedra, saltamos desde el muelle a la cubierta del yatecillo (la marea estaba baja y habría un desnivel de metro y medio), y enseguida salió el dueño protestando: “¡No pum, pum, pum! ¡Casa abajo! ¡Casa abajo!”, significando que podíamos con aquellos saltos hundir la cubierta y averiarle su casa. Pero ya habíamos saltado los cuatro. El yate tenía una barca, que nos dejó amablemente el propietario, y montamos en ella para llegar al yate francés, de bastante más envergadura. Íbamos riéndonos a lo tonto, y remando de mala manera, pero conseguimos llegar a él. Dos de nosotros subimos y chapurreando francés preguntamos si necesitaban algún empleado. Muy cortésmente no informaron de que no, de ninguna manera, no sé si porque realmente era así o porque nos vieron unas pintas o edades poco adecuadas para el oficio.
De modo que volvimos a la barca y nos pusimos a remar en sentido contrario, y he aquí que en un mal movimiento se saltó al agua el estrobo de uno de los remos, con que nos vimos dando vueltas en el agua, eso sí, en medio de grandes carcajadas, hasta que conseguimos rescatar la cuerda del agua. En el muelle nos contemplaban unas cuantas personas, algo atónitas por nuestra hilaridad desatada. Con notable esfuerzo conseguimos llegar al yate del amigo inglés, y de él subir al muelle.
A decir verdad, no recuerdo nada más del asunto. La zona del puerto está ahora muy cambiada. En la calle que da al puerto por aquel lado, que hoy se llama Beiramar y quizá también por entonces, aunque nunca me fijé en ello, había un bar que se llamaba “Timón”, y que tenía una terraza en la acera. Haciendo un juego de palabras con el nombre, a veces nos sentábamos en la terraza y nos marchábamos sin pagar, aventurillas ruines típicas de la adolescencia. Hoy en Madrid les llaman “hacer un simpa”. Quizá habíamos pasado por allí antes de lo del yate.
¿Y por qué me ha venido esto a la cabeza? Por una asociación cuya lógica se me escapa por completo, recordando un sueño que tuve anoche. Un sueño que, con una forma u otra me es recurrente desde hace bastantes años, aunque hacía mucho que no me ocurría. La idea básica es esta: me propongo ir a algún lugar, que veo o conozco distintamente. Por ejemplo, en uno de ellos es la Acrópolis de Atenas, en otro es la parte alta del Castro de Vigo, o algún otro punto que conozco bien. Pero el camino hacia allí se me hace enormemente complicado, doy vueltas y nunca consigo llegar a él, parece que nunca me aproximo realmente. El de la última noche era algún lugar más arriba de la calle Serrano, me pongo en marcha hacia él y me meto por diversos vericuetos, saltando por patios y ventanas y calles extrañas, llego a un lugar muy desurbanizado, alto, con solares, y desde arriba contemplo la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, solo que parece algo así como la basílica de San Pedro, y además está, una vez más, al fondo del monte del Castro, por un acceso que en realidad no existe. Quiero llegar a él, y para eso tengo que deslizarme por una ventana que da a un pequeño rellano al borde de un terraplén peligroso, debajo del cual pasa el tranvía que lleva desde el barrio del Calvario al centro de Vigo. ¿Qué sentido tiene todo esto? Pasamos un tercio de la vida durmiendo, y en su curso nos ocurren, al parecer, cosas realmente extrañas.
En fin, hace unos días, revolviendo entre viejos papeles, encontré unos poemas (uno tiene sus debilidades), escritos quizá hace treinta años, entre ellos este. Por lo que pudiera valer, quién sabe, ahí va:
De pie, en el malecón
contemplo la colina de la ermita.
En mi mente restalla el recuerdo de octavillas
posándose despacio en cada encrucijada,
ansiosas brújulas para los oprimidos.
Guardias civiles rondaban entre sombras;
sus arreos y sus armas
arrancaban chispazos a la luna.
Once años han pasado ya de aquello…
por junto a la colina de la ermita
Erguido sobre el muelle
se esfuman de mis ojos las imágenes
¿Qué fue de aquellas angustias y osadías?
¿Se habrán desintegrado en el negror del tiempo?
¡Muy bien pudieran no haber nunca ocurrido,
nunca haber salido del horno de los sueños!
¡Ah, convulsión ardiente hacia el vacío, cruel empeño,
por aferrar a todos los mañanas
y arrancarles el secreto de la vida!
Cada muro que gritaba nuestros gritos,
cada senda en que, mojadas por la escarcha,
imprecaban inciertas certidumbres,
se han callado insensibles. O, igual que prostitutas,
admiten sin vergüenza una nueva clientela.
Semejante a una neblina
que se extiende en el tiempo y se disuelve luego,
dejando incólume
la solidez aplastante de los cuerpos,
así se han disuelto en los años las acciones,
así huyeron de ese monte los sucesos.
Tan solo en la memoria permanece,
sufriente, la impresión de mil fantasmas.
Me siento junto al agua, escucho el chapoteo.
A mis pies las olas acarician, mansas,
una y otra vez la dureza del granito.
La Guía reaparece ante mi vista,
verdeoscura masa punteada de casitas,
azul inmenso por arriba y por abajo,
quebradas las riberas
por los ásperos hierros del trabajo.
Un lejano atardecer, entre el verdor,
conocí el regalo inmerecible,
los senos tibios como la leche tibia,
el suave talle como un potrillo inquieto,
la suave cabellera, marco del esplendor
de una oscura mirada que fundía
de arriba abajo mis huesos y mis nervios.
Vuela a la nada el instante, y sin embargo
es eterno: hasta el final de los tiempos
nada jamás cambiará lo que ha ocurrido;
y así muerde incansable su recuerdo
la presente desdicha.
Para entenderlo algo, se trata del monte de La Guía, en Vigo, y tiene relación con el libro De un tiempo y de un país, memoria de aquellos años, y de otros anteriores.
Se agradece, entre el maremagnum de comentarios políticos, este texto para el sosiego.
siempre es agradable saludar a pio moa. gracias a él he aprendido a los 60 años la verdadera historia de España. solo deseo que siga escribiendo para que nos ilustre con sus sabrosos y estupendos libros. saludos amigos de AD