Dos formas de ver el mundo
A menudo, cuando percibimos las inmensas limitaciones individuales, nos consolamos con el pueblo al que pertenecemos y con que nos identificamos, que nos trasciende, y al que queremos suponer quizá eterno o llamado a cosas grandes; o bien pensamos en la humanidad entera, con sus logros, tan asombrosos en la ciencia y la técnica: quizá la muerte, un límite al individuo, no lo sea a la especie. Pero viendo las cosas en su conjunto, es difícil evitar el pesimismo, que exponían las célebres frases del Bertrand Russell joven, tan inspiradoras, parece ser, para una generación de estudiantes e intelectuales ingleses:
Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente.
A principios de año expuse la cita, prometiendo hablar de la respuesta de Maeztu, cosa que no he cumplido. De momento vuelvo a señalar su enlace con la mitología nórtica, en que las fuerzas del mal terminan prevaleciendo sobre las del bien (los dioses y los héroes): la misma idea de unas fuerzas “ciegas al bien y al mal” las convierten en un mal más aterrador. Obsérvese también la invocación al valor, pese a estar llamado a la derrota. O “adorar en el santuario”. ¿Adorar qué? ¿A sí mismo? ¿Su propia obra? Suena en verdad ridículo.
En la mitología nórtica, también en la griega, los dioses no crean el mundo, o solo parcialmente, pues son productos de este mismo mundo o bien de un abismo o caos anterior, misterioso y preexistente. La mitología griega es mucho más optimista que la germánica, pero también más inconsecuente, pues, como no olvida la segunda, el abismo debe terminar por imponerse, inevitablemente. Por el contrario, la concepción judaica y la cristiana hacen de Dios el creador del mundo, y las consecuencias generales son necesariamente otras.
La idea tiene relación, creo, con el tema del 21 de septiembre, “Dos concepciones del mundo”. ¿Debemos imaginar el mundo (o universo) como un todo consistente en sí mismo, sin nada exterior a él, plenamente explicable por las leyes de la física pero ajeno por completo al bien y al mal que definen la condición humana? ¿O el mundo es, finalmente, inexplicable por sí mismo y debemos concebir, por ajeno que sea a nuestra experiencia, algo exterior a él y de lo que él procedería?
La consideración del destino personal y del destino de la especie provocan una inquietud angustiosa, un sufrimiento intelectual que tradicionalmente han calmado las religiones y los mitos. Tal consideración afecta a lo más íntimo de la vida, cuyo sentido es puesto en cuestión y puede provocar una total depresión del ánimo, lo que solía llamarse “angustia vital”. La crítica de la religión desde el siglo XVIII (en el cristianismo), ha producido bastantes monstruos, pero también ha hecho imposible volver a la creencia anterior, o a la forma de creencia anterior: reproducirla a estas alturas se convierte en roma beatería, incapaz, naturalmente, de afrontar la crítica. Esto ha ocurrido acentuadamente en España. Cuando hablamos del marxismo, el liberalismo, el ateísmo o cualquier otra doctrina, constatamos que aquí, con muy contadas excepciones, solo reproducen a un nivel degradado lo recibido del exterior. Pero ocurre lo mismo con el pensamiento tradicional, o el cristiano (muy ligados), cuya continuidad quedó rota ya a mediados del siglo XVII. Desde entonces, con las raras excepciones de rigor, ese pensamiento solo ha producido una literatura pesada, reiterativa, dogmática, sin rastro de humor, derivada a veces en paranoia. Y, desde luego, inepta para repeler la progresión de las ideas contrarias. Un plúmbeo dogmatismo es bastante común a izquierda y a derecha, manifiesto en la incapacidad para plantearse problemas, algo que detestan radicalmente.
Hay una tendencia a rechazar dicha consideración, debido a ese sufrimiento, a la imposibilidad de llegar a conclusiones precisas y a su posible efecto paralizante sobre la acción vital. Aquí encontramos una diferencia entre las llamadas convencionalmente izquierdas y derechas. Las izquierdas son realmente activas, tratan de difundir y aplicar sus ideas o sucedáneos de ellas, mientras que sus contrarios son pasivos, lo que les gusta es formar capillas de afines, para quejarse y darse la razón entre sí, tratar de mantener indefinidamente el statu quo social o político o suspirar por él, cuando se ha perdido.
Las frases ayer citadas de Bertrand Russell son muy sugestivas porque, aparte de lo dicho, exponen para el ser humano un destino al que el pensamiento científico no deja escapatoria, según todos indica. Frases también contradictorias porque, siendo así, queda absurdo que el ser humano se adore a sí mismo en su gratuito “santuario”; y también porque el santuario no solo no escapará al destino impuesto por las fuerzas apabullantes de la naturaleza “ciega al bien y al mal”, sino porque él mismo, los “pensamientos elevados” solo puede ser una manifestación más de la naturaleza ciega; y por tanto una pobre ilusión la aparente capacidad para guiarnos por el bien y el mal.
Maeztu replicaba poco convincentemente: “Que el hombre pueda criticar al mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y por encima de él”. No parece seguro que el hombre pueda criticar al mundo, salvo de modo caprichoso; y aún menos que ello lo sitúe fuera y por encima de éste. Ridiculiza la pretensión de que “el mundo es malo, porque es poder, y hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza”. Pero Russell no dice eso; dice que el mundo es ajeno al bien y al mal, y que el hombre no puede oponerse a él, sino construir, para su propia satisfacción, el santuario donde el bien y el mal cobrarían sentido. Asegura Maeztu: “Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza”. No parece más absurdo que la pretensión explicativa de una “chispa divina” como causa de todo ello. Además, aunque el aserto sobre la libertad y la conciencia sea muy difícil de comprobar, la ciencia avanza y establece cada vez más hechos, mientras que la creencia tiende a estancarse en dogmas. Dogmas que quizá no se opongan a la ciencia, pero que han sido utilizados a veces para oponerse a ella. Dice Maeztu que “la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina”. Salvo por la chispa divina, eso no contradice para nada a Russell, que solo contrasta la limitada capacidad transformadora del hombre con la fuerza inmensa de la naturaleza. Y ya hablando de chispa, cabría preguntarse si Dios la depositó en mayor medida en Russell y su obra o en Maeztu y la suya.
muy buena reflexión y que evidencia que el autor piensa con gran nivel. Frente a las fantasías tradiciones nos señala la verdad de la realidad humana. Es curiosa la incapacidad de la mayoría para enfrentarse a la verdad. Gracias Sr. Moa.