En una calle cualquiera
Acostumbramos a decir a nuestros semejantes más afectados que no hay que mirar atrás sino al mañana, no lamentarse ni afligirse por aquello no logrado porque siempre hay alguien que está peor que uno. Es cierto. Pero, no es tan fácil asimilar cuando el ayer siempre es pasado y éste habita en nosotros, en nuestra mente, en nuestro corazón, donde amontonamos nuestros fracasos, la ausencia de un ser querido. Tengo una frase escrita que dice: “Quién no lleva una cruz a cuestas al regreso de nada”. Qué verdad és. Por todo ello, cuando camino por cualquier calle me gusta observar a las gentes, conversar y aprender de ellos, de sus palabras, de sus miradas, de sus inquietudes, de sus ideales. Hay quienes hablan más del pasado que del presente que se vive y, poco o nada del mañana como si el mañana fuese un tornado que nos ha de arrebatar lo poco conseguido o la vida. Ese mañana es imprevisible hasta que no despertamos a un nuevo día. Del mañana todo está por llegar. En una calle cualquiera se lee el pasado imborrable, el que no ha de volver pero que nos deja la huella de lo bien o mal que ha realizado el hombre.
Cualquier calle de una ciudad, pese a sus rótulos y placas con nombres o cosas célebres, puede ser una calle anónima por la que discurre la vida de aquellos seres que la habitan o que van de paso. Puede ser una calle de interrogantes o preguntas sin respuesta u olvidada por la mano del hombre. Una calle cualquiera puede albergar gozos y sombras, esperanzas en el futuro por llegar, y en la promesa por cumplir. Puede una calle estar vacía, carcomida por el tiempo y el olvido, donde siempre habrá una garganta que grite desde ese baúl del silencio. O una tristeza dormida en ese órgano tan frágil llamado corazón y en el que guardamos nuestros recuerdos y secretos aun no prescritos. Una calle cualquiera donde los Salmos cantan alabanzas a Dios y pacifican almas abandonadas. Una calle en la que muchas ocasiones parecemos autómatas programados, no por la Ciencia del hombre, sino por la vida misma que, con su desgaste social, engendra asignaturas aun no reconocidas por el Rectorado. Hasta puede detenerse un niño soñador en una esquina y observar la mirada triste de un anciano en su lento caminar o el desahuciado por la vida buscar la fe perdida en el ancho firmamento. Hasta se puede escribir un relato acerca de si el “jorobado” aun no “cojea” e enriquecerse uno mismo con esas experiencias habidas en un paseo mañanero entre conocidos y extraños. Eso sí, sin tirar la piedra al tejado del vecino.
Hace tiempo que no leía un artículo tan bello y reconfortante.
Lo comparto.