Peter Hitchens.- “¿Esto es Inglaterra? Todas las personas que veía hablaban ruso. Las tiendas estaban surtidas de pan negro, de pepinos en salmuera, de vodka… Los rostros eran eslavos. Los anuncios en los escaparates estaban escritos en esa escritura cirílica que me era familiar cuando vivía, hace ya muchos años, en Moscú.

Sin embargo, estaba bajo la sombra de un campanario de una preciosa iglesia inglesa de estilo gótico, a medio camino de esa querida vieja estación balnearia de Skegness, rodeada de campos tan típicamente ingleses de nabos, de puerros y de remolachas, bajo un cielo inglés. Esto era Boston, una ciudad del Lincolnshire, que había visitado por primera vez tres décadas antes cuando no era más que una modesta población animada por un mercado en el cual un amable policía municipal me ayudó a encontrar un aparcamiento para mi coche. “Siempre podemos encontrar un lugar para un extranjero”, me dijo el agente.En esa época, un visitante llegado de Londres era lo más exótico que se podía ver en Boston. Ahora, ahí se habla portugués en los pubs, polaco en los cafés, lituano y estonio en los autobuses. Si me hubiera caído al río, no estoy seguro de que alguien hubiera comprendido mis gritos de socorro.

De alguna manera, esta transformación me impactaba, me perturbaba y me dejaba más perplejo aún que cualquier otro cambio impuesto por la inmigración de los que yo había podido constatar en otros lugares y circunstancias. Eso es lo mismo que sentían los habitantes de más edad de la ciudad. No había ni cólera, ni hostilidad, eso no está en nuestra naturaleza, sino incomprensión ante el hecho de que un trastocamiento tal hubiera podido producirse en sus vidas, antaño tan tranquilas y tan apacibles, y eso sin consulta ni previo aviso.

En Londres, estábamos acostumbrados a eso desde hacía tiempo. Las antiguas ciudades agrícolas del Yorkshire y del Lancashire con sus enormes mezquitas recién estrenadas y sus mujeres veladas, eran una cosa. ¿Pero, y el Lincolnshire? Si esto podía ocurrir incluso aquí, en la Inglaterra profunda, entonces eso podía ocurrir en cualquier parte. No sirve absolutamente de nada que el Primer Ministro afirme a los habitantes de Boston que “esto debe cesar”. Aunque alguien creyera todavía que el Primer Ministro tiene el poder o incluso la voluntad de llevar a cabo lo que promete, la partida está perdida.

La mayor inmigración masiva de nuestra historia ha tenido lugar, los recién llegados están aquí legalmente. Tienen empleos, ocupan las casas, cobran de la Seguridad Social. sus hijos van a las escuelas. Y pagan sus impuestos. Nuestros dirigentes no hubieron tenido más que ir a Boston, en cualquier momento en estos últimos 5 años, y se hubieran enterado. Pero todos nuestros dirigentes políticos estaban espantados por esa verdad. Si hubieran sabido, habrían tenido por lo menos que hacer el simulacro de reaccionar. Y a decir verdad, querían que las cosas fueran así.

En parte, también es culpa mía. Cuando yo era un revolucionario marxista, todos estábamos a favor de un máximo de inmigración. No porque amábamos a los inmigrantes, sino porque no amábamos a Inglaterra. Veíamos a los inmigrantes, del lugar que fueran, como aliados contra el orden establecido, bien instalado, en la sociedad conservadora todavía representativa de nuestro país hacia el final de los años 60. También nos gustaba sentirnos tan superiores a esos catetos ignorantes, como los considerábamos, habitualmente residentes en los sitios más pobres de Inglaterra, que veían de pronto sus vecindarios transformarse en supuestas comunidades mucho más vivas. Si protestaban, los tratábamos de reaccionarios.

Los estudiantes revolucionarios no provenían de barrios “diversificados”. Proveníamos mayormente del Surrey y de los barrios acomodados de Londres. Algunas veces vivíamos unos años (generalmente de pesadilla) en barrios “diversificados”, en medio de solares deprimentes y contenedores de basura desbordantes. Pero vivíamos ahí temporalmente, sin hijos ni responsabilidades. No como esos propietarios, esos padres de hijos en edad escolar, o como esas personas de edad deseosas de algo de serenidad para acabar sus vidas. Cuando acabábamos nuestros estudios y empezábamos a ganarnos la vida, nos íbamos en general a los barrios chic de Londres y nos volvíamos extremadamente exigentes con la calidad de las escuelas a las que iban nuestros hijos, un lujo que les negábamos a los ciudadanos pobres que despreciábamos como los racistas que eran para nosotros.

¿Qué sabíamos nosotros, qué nos importaba la gran revolución silenciosa que ya empezaba a transformar la vida de los británicos más pobres? Para nosotros, el patriotismo y la tradición podían ser objeto de burla y calificados de “racistas”. Esa revolución silenciosa era lo que le había permitido a la clase media encontrar personal doméstico económico por primera vez desde 1939, restaurantes baratos y más tarde obreros mal pagados y fontaneros “en negro”. No eran nuestros salarios los que se derrumbaban, ni nuestro trabajo el que ya no era cotizado en su justo valor. Los inmigrantes no ocupaban el mismo tipo de empleo que nosotros y no constituían una amenaza para nuestros intereses. Los inmigrantes sólo amenazaban aquellos que tenían la mala suerte de nacer ciudadanos británicos humildes. Y siempre podíamos ahogar sus protestas acusándoles de prefigurar el fascismo de los tiempos modernos.

Me he dado cuenta de la clase de persona que era: arrogante, esnob y pretencioso, una persona detestable (y la mayoría de mis compañeros izquierdistas también lo eran). He visto lugares que conocía, y en donde me sentía como en mi casa cambiar completamente en algunos años. He imaginado lo que debe ser envejecer y sentirse prisionero en esas calles estrechas donde mis vecinos hablan un idioma diferente y donde me hubiera convertido progresivamente en un extranjero solitario en un mundo que conocí antaño y que ya no me reconoce a mí.

Me he sentido profundamente, desesperadamente afligido por no haber hecho nada para defender aquellos cuyas vidas eran puestas patas arriba sin que nadie nunca les preguntara nada. Y que eran amenazados de que si tenían la mala idea de quejarse serían despreciados, puestos en la picota y marginados de la sociedad.

He pasado mucho tiempo en regiones de Inglaterra donde la intelligentsia revolucionaria no pone nunca los pies. Esta gente no visita nunca o casi nunca su propio país. Están en los barrios de moda de Londres, los destinos de vacaciones “en la onda”. Conocen mejor los Apeninos (cadena montañosa) en Italia que los Peninos en su propio país (montes entre el sur de Escocia y el norte de Inglaterra). Pero contrariamente a mí, la mayor parte de la generación de los 60 ha conservado las ideas que tenía en esa época y ya no cambiarán (con la excepción notable de David Goodhart, periodista de centro izquierda convertido en dirigente de “think tank” que ha acabado por reconocer sus errores).

Lo peor es la hipocresía abismal de esta historia. Incluso en mi época trotkista, empecé a notar que muchos de los inmigrantes asiáticos (indios y pakistaníes) no eran para nada nuestros aliados. En realidad eran incorregiblemente religiosos, socialmente conservadores y su actitud hacia las chicas y las mujeres eran próximas al obscurantismo medieval. Muchos de ellos eran horriblemente hostiles a los judíos, de una manera que habríamos resueltamente condenado si otros lo hubieran expresado, pero siempre encontrábamos excusas para perdonarlos y olvidar el caso. Hace poco, lo hemos vuelto a constatar con la declaración penosa de Lord Ahmed acerca de una conspiración fantasmagórica. Muchos de esos recién llegados que acogíamos con los brazos abiertos no sabían ni les importaba las grandes causas liberales que apoyábamos todos. Peor aun: eran hostiles a ellas.

En la izquierda, muchos todavía se mienten a sí mismos sobre estos temas. Georges Galloway, el miembro del Parlamento situado más a la izquierda debe su escaño al apoyo de los musulmanes conservadores. Sin embargo ha votado en favor del casamiento para las personas del mismo sexo. Sería interesante asistir a un mitin en el que el señor Galloway departa con sus electores.

Es seguro que todos los partidos hacen compromisos, pero hay una gran diferencia entre poner de lado ligeras diferencias de puntos de vista e ignorar totalmente la incompatibilidad irremediable de ideologías antinómicas. Este cinismo está en el mismo corazón del trato convenido: los inmigrantes han sido utilizados por aquellos que querían cambiar el país. Han tomado lo que les convenía e ignorado lo que les molestaba.

Lo mismo ocurre para otras comunidades. Una de las características más señaladas de los inmigrantes caribeños (Jamaíca, Barbados, Trinidad Tobago y demás islas de lengua inglesa) es su fe cristiana ferviente y completamente asumida, y su preferencia por una educación disciplinada. Sin embargo, la llegada de estas poblaciones nunca ha sido utilizada para decir que la sociedad debía ser más cristiana o que nuestras escuelas debían ser más disciplinadas. En esa época, los izquierdistas esperaban decir adíos a la Iglesia, y se empleaban en hacer desaparecer la disciplina de las escuelas públicas. Entonces nadie nunca proclamó: “Adaptemos nuestra sociedad a las exigencias de los inmigrantes”. Esos inmigrantes eran cristianos, y claro, no era la buena religión. En lugar de eso, las autoridades se interesaron más bien por el comportamiento de una minoría de esos inmigrantes afrocaribeños (muchas veces despreciados por sus congéneres), personas que consumían y vendían drogas y que no tenían la menor intención de respectar las leyes del Reino Unido. Si la salvaguarda del orden en esas poblaciones podía ser calificada de racista, entonces las legislaciones antidrogas podían verse debilitadas y la policía puesta bajo el control de los izquierdistas liberales. Es así como los disturbios de Brixton en abril 1981 pudieron ser utilizados como trampolín para debilitar a la policía y minar las leyes antidrogas antes que imponer más rigor en el mantenimiento del orden público y la paz civil en esa parte de Londres.

La policía tiene ordenes de tratar de manera diferenciada a las poblaciones en función de su origen étnico. ¿En interés de quienes? ¿Esta actitud no es discriminatoria? Eso poco les importa a los que han hecho lo posible para purgar a la policía de su miembros más conservadores y apegados a la “vieja escuela”. Esas mismas fuerzas han destruido a Ray Honeyford, el director de un colegio de Bradford, viejo militante de izquierda, volcado profesionalmente a la atención de los hijos de los inmigrantes, cuando decidió (antes de que eso se convirtiera en una tendencia) elevarse contra lo políticamente correcto que reinaba en las escuelas. Fue despedido y por supuesto calificado de racista. Sin embargo, hubiera sido más benéfico para la integración de los inmigrantes de Bradford y su igualdad real con los demás ciudadanos del país que sus advertencias hubieran sido escuchadas y tomadas en consideración. Lo único que consiguió fue la persecución y la amargura de acabar su carrera y su vida cubierto de oprobio y difamación. En el estado actual de la situación cualquiera puede constatar que los ciudadanos musulmanes de Bradford y los no musulmanes viven separadamente, casi sin contacto. Una gran parte de la comunidad musulmana está profundamente divorciada de la Inglaterra moderna.

Una vez más los revolucionarios liberales han formado una alianza cínica para destruir a la oposición conservadora. Su mayor aliado siempre fue el político Enoch Powell que definió en 1968 el debate sobre el tema de la inmigración con un discurso tan cínico como estúpido, un montón de palabras alarmistas salpicadas de invectivas y de rumores incendiarios. Gracia a él y a su tentativa deliberada de suscitar el odio racial, los izquierdistas lo ha tenido fácil a continuación para acusar a todos los oponentes de ser un simpatizante de las tesis de Powell. De manera absurda, incluso cuando las fronteras del país han sido derrumbadas por el gobierno de Blair y que cientos de miles de europeos de piel blanca se han instalado para trabajar, era posible ahogar toda protesta bajo las acusaciones de racismo. No podía ser más evidente que la cuestión de la “raza” no era el problema. Lo que diferenciaba a estos nuevos residentes era la cultura, el idioma, las costumbres, la actitud, el comportamiento. Antes que adaptarse a nuestros hábitos y costumbres, somos nosotros los que nos adaptamos a las suyas. Esto no es integración, es una revolución.

Sin embargo, nadie, y menos aun los representantes elegidos, les habrían escuchado porque hubieran sido acusados de ser los discípulos de Powell, motivados por un odio irracional. Pienso ahora que el odio irracional proviene casi exclusivamente de la izquierda liberal. Claro, siempre hay gente para mantener los prejuicios raciales más estúpidos, pero la mayoría de las personas preocupadas por las consecuencias de la inmigración no pueden ser tratadas de racistas. Esta intolerancia salvaje proviene de una élite pomposa, avergonzada de su propio país, que desprecia el patriotismo de los demás y no siente ninguno ellos mismos. Trabajan para una horrible utopía sin fronteras donde todo amor por la tierra habría desaparecido, donde el personal doméstico es barato y los salarios de los demás son bajos.

Es una pena ver que no parece existir ningún medio de hacer perder a esta gente su poder y sus puestos influyentes, ya que si en verdad queda la menor esperanza sobre esta isla, sólo puede venir de un gran esfuerzo para unirnos, juntos de nuevo, en un amor compartido por nuestra isla, el más hermoso trozo de tierra amado por Dios.