El programa de la izquierda: ocupar la calle de forma permanente
Los sindicatos volvieron a quedar en evidencia el pasado días 29. La actividad laboral fue casi absoluta y allí donde no lo fue se debió sobre todo gracias a la eficacia de la silicona y a los métodos matonistas de los piquetes. Si entre mariscadas y mariscadas, los sindicalistas españoles se dedicaran a hablar con las fuerzas productivas, hubiesen comprobado que la adhesión o no de éstos a una convocatoria de huelga dependía más de una cuestión de integridad física que de identificación con las consignas sindicales.
Es decir, que muchos de los que cerraron lo hacieron por temor a que la acción violenta de algún piquete sindical supusiera una carga económica aún mayor que el propio cierre. Triste sino el de un sistema que permite que la persuasión por métodos violentos se imponga al derecho de los españoles a trabajar cuando les dé la gana. Tan canallesco como lo sería obtener a una mujer mediante la fuerza y presumir luego de haberla poseído.
Los sindicatos se encuentran hoy ampliamente cuestionados y pugnan por recuperar espacios de legitimidad política para continuar funcionando como entes burocráticos, de escasa afiliación y artificialmente sostenidos por los Presupuestos Generales del Estado.
La izquierda, hundida tras el ‘tsunami Zapatero’, huérfana de un sustrato ideológico al que agarrarse, en desasosiego permanente, privada de buena parte de su antiguo poder territorial y apartada de la prebenda oficial, con varios miles de cargos sin nóminas, espera que la crisis, enquistada en nuestra estructura económica, le devuelva la credibilidad perdida.
La izquierda española espera que la indignación, el malestar, la falta de horizontes y el pesimismo, que poco a poco se están expandiendo entre los españoles, acabe generando una situación de tensión social sobre la que reconstruirse, con los ojos puestos en los incendios y barricadas griegas que pretenden emular. Ya se sabe que el abono para que la izquierda gobierne ha sido siempre la tensión social y política. Sin la pantomima del 23-F, los socialistas no habrían alcanzado el poder en 1982. Sin los atentados de Atocha, acaso este país se habría librado de la desdicha de conocer al gobernante Zapatero.
No es por tanto ninguna novedad que el objetivo real de la izquierda y los sindicatos sea el de convertirse en los usufructuarios políticos del malestar que ellos mismos han creado. En este esquema táctico no podían dejar pasar la oportunidad que les brindaba el 11-M para seguir saliendo a la calle rescatando antiguos éxitos de movilización ya guardados como hitos en el universo icónico de la izquierda española. La intención era clara: unir la indignación generada por una reforma laboral que una proporción considerable de españoles considera que va contra sus derechos, con la versión oficial del 11 M que políticamente condena al PP. Con ello, sindicatos y PSOE, con el apoyo entusiasta de los cipayos de Cayo Lara (¡ojo con este canalla, cien veces peor que Llamazares!), creen que podrán saltar por encima del zapaterismo para volver al punto de partida que les llevó al poder.
Resulta lógico que en medio de la polémica generada por lo que podría derivarse en la reapertura del proceso del 11 M, en medio del cuestionamiento de la versión oficial, la izquierda quiera blindarse. Eso explica la diferencia de actitud entre unos y otros: por un lado la AVT, que nos dice que no va a guardar silencio porque exista una sentencia que ni mucho menos cierra el caso; y por otro el grupo de Pilar Manjón que, rescatado del olvido, ha salido para denunciar a quienes difunden tesis de paranoicas conspiraciones en vez de preocuparse ante la posibilidad de que exista otra verdad. ¿Pero qué clase de madre es ésta que antepone su sectarismo político al deseo de descubrir a los que asesinaron a su hijo?
En este marco, tanto las manifestaciones del 11 M “para parar a la derecha” como la huelga general del 29 M, no son más que los dos primeros pasos para dar consistencia a la idea de ocupar la calle de forma permanente.
Sí, joder, es que sólo dejan la calle para entrar en los grandes restaurantes.
Pero el café (irlandés) ya lo toman en la terraza.