De políticos corruptos y sus encubridores sociales
Un político hará cualquier cosa para sacar votos. A veces, incluso, puede llegar a decir la verdad. Eso es lo que le ha ocurrido a Erkoreka, el portavoz del PNV en el Congreso, al lamentar que uno de los males de la democracia española sea la aceptación social de la corrupción. No es cosa ajena a muchos de nosotros. Vemos así cómo las noticias sobre corrupción política (pongamos por caso el procesamiento de un alcalde por cohecho y enriquecimiento ilícito), no tienen el mismo impacto emocional sobre el ciudadano que si escuchara la noticia de la detención del atracador de una sucursal bancaria. ¿Por qué esa aceptación de la corrupción política entre gente a la que, por ejemplo, le sobrecogería el ánimo estar en presencia de un simple carterista?
¿Por qué un caso flagrante de corrupción política en nuestro municipio no es percibido con la misma severidad que un supuesto caso de irregularidad contable en nuestra comunidad de vecinos? Y sobre todo, ¿por qué los casos notoriamente graves de corrupción política, salvo que los grandes medios se hagan eco y lo conviertan en asunto de desgaste político, no provocan casi nunca el rechazo de los ciudadanos ni la voluntad de éstos de infringir un castigo en las urnas a sus autores? Tal vez porque los electores no tengan ese sentido de la pertenencia sobre los recursos públicos robados que tienen sobre las radios de sus coches, pero en cualquier caso este doble rasero moral nos muestra la adulteración semántica del término ‘Civis’ desde los romanos hasta nuestros días.
Veremos en las elecciones autonómicas andaluzas cómo, pese a los abusos y corrupciones en el ejercicio de la función política por parte de los socialistas, los resultados en las urnas no van a diferir de forma sustancial de los ya habituales en los últimos procesos electorales. Al final, la constatación una vez más de que esta sociedad ha sido inoculada con el virus de la abstención moral para que no responda con criterios éticos a los permanentes desafíos de una clase política mayoritariamente cleptómana.
Al ser preguntado Jesús Gil por qué quería ser alcalde de Marbella, su respuesta fue un derechazo al mentón de quienes concebían aún la política como un arte pretendidamente noble: “Estoy cansado de que los concejales me roben y me pidan comisiones hasta por respirar. El concejal de Urbanismo (socialista) no tenía donde caerse muerto y hoy tiene más millones que Julio Iglesias. Así que después de pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que a partir de ahora el que robe voy a ser yo” (Diario Costa del Sol, 13 de abril de 1.991). La experiencia de Gil en Marbella, con su miríada de aprendices corruptos, nos debería haber enseñado que cuando lo legal no es siempre lo más justo, ocurren las cosas que suceden en España.
Pero no sólo Marbella. Puedo contar por decenas los casos de alcaldes y concejales que se han enriquecido tras su paso por las corporaciones locales. Pese a la notoriedad de algunos de estos casos, no crean que el prestigio ni el ascendiente social de esos golfos han sufrido menoscabo, antes al contrario. La única diferencia entre un ladrón de poca monta y un político ladrón es que los primeros te roban, mientras que los políticos, además de robarte, tienen medios para pasar tu prestigio por la trituradora de los medios que controlan. Por eso el derecho moral de veto sobre las actividades corruptas de los políticos ha sido socialmente erradicado.
Por lo demás, salvo alguna honrosa excepción como la de la corajuda jueza Alaya de Sevilla, la mayoría de los jueces que conozco se deben antes a sus carreras profesionales que a la erradicación de los hábitos corruptos tan frecuentes entre los políticos, de tal forma que lo más rentable y ventajoso para ellos sea siempre mirar para otro lado.
Democracia y Libertad en el PP. D. Armando, felicidades, más claro, sincero y valiente no puede ser. Siga siendo libre. Un abrazo. http://www.democraciaylibertadpp.es