Esparta y su ley (I)
¡Felices tiempos aquellos del pasado remoto en que un pueblo se decía a sí mismo: “¡Yo quiero ser el amo de otros pueblos!” Y es que, hermanos, lo mejor debe dominar y lo mejor quiere también dominar. Y allí donde se enseñe otra cosa es porque falta lo mejor. (F. W. Nietzsche, “Así habló Zaratustra”).
Esparta fue la primera reacción masiva contra la inevitable decadencia traída por la comodidad de la civilización, y como tal, hay mucho que aprender de ella en esta época de degradación biológica y moral inducida por la sociedad tecnológica. Los espartanos supieron adelantarse milimétricamente a todos los vicios producidos por la civilización, y haciéndolo, se colocaron en lo alto de la pirámide del poder. Todas las actuales tradiciones militares de élite son en cierto modo herederas de lo que se llevó al cabo en Esparta, y ello nos señala la pervivencia de la misión espartana.
He recabado datos de diversas fuentes, dando prioridad a las clásicas. El historiador y sacerdote de Apolo en el santuario de Delfos, Plutarco (46 EC-125 EC), en sus obras “Antiguas costumbres de los espartanos” y “Vida de Licurgo” nos da valiosa información acerca de la vida espartana y sobre las leyes espartanas, y mucho de lo que hoy sabemos acerca de los espartanos es gracias a él. Jenofonte (430 AEC-334 AEC), historiador y filósofo que mandó a sus hijos a ser educados en Esparta, es otra buena fuente de información, en su escrito “Constitución de los Lacedemonios”. Platón (427 AEC-347 AEC), en su conocida “República” nos muestra su concepto de cómo ha de estar regido un estado superior, enumerando muchas medidas que parecen directamente sacadas de Esparta, pues en ella se inspiró.
Hoy en día nuestros adoctrinadores académicos enseñan vagamente que Esparta era un estado militarista y brutal volcado completamente en el poder, y cuyo sistema de educación y entrenamiento era muy duro. Nos presentan a los espartanos, a grandes rasgos, como soldados eficientes, toscos y descerebrados, a los que “sólo les interesaba la guerra”. Esto es un reflejo deliberadamente distorsionado de lo que realmente fueron, y se debe principalmente a lo que nos han contado algunos atenienses decadentes, aderezado con la mala fe de quienes manejan actualmente la información, que pretenden tergiversar la Historia para servir a intereses económicos y de otros tipos.
Los espartanos dejaron una huella espiritual indeleble. El simple hecho de que aun hoy en día el adjetivo “espartano” designe cualidades de dureza, severidad, tosquedad, resistencia, estoicismo y disciplina, nos da una idea del enorme papel que cumplió Esparta. Fue mucho más que un simple Estado: fue un arquetipo, fue la máxima exponente de la doctrina guerrera. Tras la fachada perfecta de hombres aguerridos y mujeres atléticas se escondía el pueblo más religioso, disciplinado y ascético de toda Grecia, que cultivaba la sabiduría de un modo discreto y lacónico, lejos del ajetreo y la chabacanería urbana que ya entonces habían hecho su aparición.
Es imposible rematar esta introducción sin hacer referencias a la película “300”, a pesar de que la mayor parte del texto fue escrito bastante antes de que saliese la película en 2007. Según se vaya leyendo, se verá que el modo de ser de los espartanos históricos no tenía nada que ver con los personajes que nos presenta esa película, que intenta hacernos más “digeribles” a los espartanos, presentándonoslos de una forma más yanqui, más “simpática” para las mentes modernas —lo cual no está del todo mal, puesto que de otro modo la peli no hubiese cuajado.
A otro nivel, Esparta brinda la excusa perfecta para tocar temas muy importantes.
ORÍGENES DE ESPARTA
Confesemos pues, sin rodeos, de qué forma ha surgido siempre en la Tierra toda cultura superior: Unos hombres dotados de un carácter muy cercano a la naturaleza, bárbaros en todo el sentido terrible de la palabra, hombres de presa en posesión de una fuerza de voluntad y de una voluntad de poder aun intactos, se lanzaron sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, dedicadas quizás al comercio o al pastoreo, o sobre antiguas culturas agotadas, cuya última fuerza vital se extinguía en brillantes fuegos artificiales en el ámbito del espíritu y de la corrupción. La casta aristocrática fue siempre en sus inicios la casta de los bárbaros: su supremacía no radicaba tanto en la fuerza física como en la psíquica. Eran hombres más enteros, lo que equivale a decir “bestias más enteras”, en todos los sentidos.
Antes de las grandes invasiones indoeuropeas, Europa se hallaba poblada por diversos pueblos pre-indoeuropeos, algunos de los cuales tenían sociedades avanzadas a las que nos inclinamos a considerar como relacionadas con otras civilizaciones y sociedades fuera de Europa. [1]
En un principio, la mayor parte de Grecia estaba habitada por gentes mediterráneas que los posteriores invasores helenos llamarían pelasgos. Hacia 2700 AEC, floreció la civilización minoica (nombrada así en memoria del legendario rey Minos), basada en la isla mediterránea de Creta, muy influida por Babilonia y los caldeos, claramente relacionada con los etruscos e incluso con Egipto, y conocida por su “culto al toro” telúrico, el palacio de Cnosos, construcciones carentes de fortificaciones y un arte abundante en espirales, curvas, serpientes, mujeres y peces, todo lo cual coloca a esta civilización dentro de la órbita de las culturas matriarcales pre-indoeuropeas, de carácter telúrico y enfocadas a la Madre Tierra.
Alcance de la civilización minoica
Según la mitología helénica, a medida que los primeros helenos periféricos iban avanzando en Grecia y entrando en contacto con sus gentes, los minoicos acabaron exigiendo, como tributo anual, 14 varones helenos jóvenes para ser sacrificados ritualmente (la leyenda de Teseo, Ariadna, el laberinto y el minotauro es una reminiscencia de esta época).
Hacia 2000 AEC hubo una invasión por parte de la primera oleada helénica, que inauguró lo que la arqueología denomina Edad de Bronce. Los helenos eran una masa indoeuropea que, en sucesivas oleadas bastante separadas en el tiempo, invadió Grecia por el Norte. Se trataba de un pueblo recio, más unido, marcial y vigoroso que los pelasgos, y acabaron sometiendo aquellas tierras a pesar de ser menores en número que la población autóctona. Estos helenos eran los famosos aqueos a los que se refieren Homero y las inscripciones egipcias. Trajeron a Grecia sus dioses, sus símbolos solares (incluida la cruz gamada, utilizada posteriormente por Esparta), los carros de guerra, el gusto por el ámbar [2], asentamientos fortificados, un idioma indoeuropeo (el griego, que se acabaría imponiendo a la población indígena), la sangre nórdica, el patriarcado y sus tradiciones cazadoras-guerreras.
Reconstrucción del asentamiento de Micenas, principal centro aqueo. Nótese el estilo “feudal”, con fortificaciones, en contraste con la falta de defensas de la pacífica Cnosos.
Los aqueos se fueron asentando en Grecia, erigiéndose como casta dominante, sin llegar en un principio a Creta. La primera destrucción de los palacios minoicos (hacia 1700 AEC) fue probablemente debida a un gran terremoto del que hay evidencias, y no a una invasión aquea.
Los aqueos, en fin, acabaron dando lugar a la civilización llamada micénica, centrada en la ciudad de Micenas, Argólida. En 1400, los aqueos tomaron por la fuerza la isla de Creta, destruyendo los palacios y finalizando definitivamente la civilización minoica aunque, hasta cierto punto, acabaron adoptando algunas formas exteriores de la misma ?cosa que hacen muchos invasores desarraigados que pisotean a una civilización superior pero ya decadente.
Fueron los aqueos los que, alrededor de 1260 AEC, sitiaron y arrasaron Troya, en una cruzada de Occidente-Oriente capaz de unir a todos los aqueos ?generalmente propensos a guerrear entre ellos? en una empresa común. En la “Ilíada”, Homero nos los describe como una banda de bárbaros de mentalidad vikinga, arrasando una Troya refinada y civilizada. Tras este proceso, toda la costa occidental de Asia Menor, así como el Mar Negro y el Bósforo, quedó sometida a la influencia griega.
Los bandos durante la Guerra de Troya. En verde, la Grecia “homérica” de los aqueos. En violeta, reinos orientales que entraban en conflicto con la creciente expansión griega hacia el Este.
Alrededor de 1200 AEC, hubo de nuevo un inmenso flujo migratorio. Infinidad de pueblos indoeuropeos se desplazaban con gran tumulto hacia el Sur y hacia el Este. Todo el mediterráneo oriental sufrió grandes convulsiones bajo los llamados “pueblos del mar” y otras tribus indoeuropeas que invadieron las estepas del Este, Turquía, Palestina y Egipto, y que inauguraron la Edad de Hierro arqueológica en el Mediterráneo Oriental.
En cuanto a la civilización micénica de los aqueos, también fue arrasada por una de estas invasiones. Las menciones apocalípticas que se hacen en la historia tradicional griega (fuego, destrucción, masacre) hicieron pensar equivocadamente a muchos historiadores en grandes terremotos o revueltas. En esta legendaria invasión, mucho más numerosa que la anterior, se utilizaron ya armas de hierro, superiores a las armas de bronce de los aqueos. Los dorios, pertenecientes a dicha migración, y antepasados de los espartanos, irrumpieron en Grecia con extrema violencia, destruyendo a su paso ciudades, palacios y poblados. Los dorios tomaron Creta, y la civilización micénica de los aqueos desapareció abruptamente del registro arqueológico. Argólida —tierra de Micenas— nunca olvidaría esto, y aunque ya con sangre doria, el estado de Argos, junto con sus dominios, se opondría testarudamente al poder espartano en siglos posteriores.
El anterior asentamiento de los dorios había estado en los Balcanes y en Macedonia, donde vivían en estado bárbaro, pero no habían habitado siempre en esa zona, sino que acabaron allí como resultado de otra migración procedente de aun más al Norte. La tesis más sensata es la que coloca el lugar de procedencia de los dorios junto a los celtas, los itálicos, los ilirios y el resto de helenos, en las llamadas “Cultura de los Túmulos” y la posterior “Cultura de los Campos de Urnas” (o de Halstatt), civilizaciones proto-indoeuropeas semibárbaras y tribales que florecían en Centroeuropa, al norte de los Alpes y al sur de Escandinavia. Según el historiador griego Heródoto, los dorios tenían su hogar más primigenio “entre las nieves”.
En toda Europa, tras las invasiones, existía una pugna (primero abierta y después más sutil) entre la mentalidad marcial de los nuevos invasores del Norte y la concupiscible mentalidad nativa. El Este, Finlandia, Italia, la Península Ibérica y Grecia fueron ejemplos de esta pugna, y generalmente el resultado fue siempre el mismo: los invasores indoeuropeos se impusieron a pesar de su aplastante inferioridad numérica, estableciéndose como nobleza por encima de una plebe descendiente del pueblo aborigen sometido. En el Peloponeso, esta lucha latente resultó en el fruto sobrehumano de Esparta, del mismo modo que, posteriormente, la lucha entre itálicos y etruscos dio lugar a Roma.
Cada época y cada lugar tienen su propia raza dominante. En aquella época y aquel lugar, los dorios eran la raza dominante. Un aspecto físico nórdico, un alma de hielo y fuego, una disciplina nata y una brutal vocación guerrera que les era natural, les distinguían de los nativos, más pacíficos y completamente volcados en las voluptuosidades del bajo vientre. Los dorios en particular (y entre ellos concretamente los espartanos, que se mantuvieron estrictamente apartados del resto del pueblo) conservaron sus rasgos originales durante más tiempo que el resto de helenos: siglos después de la invasión doria, los cabellos rubios y la estatura elevada aun eran considerados propios del ser espartano. Ello se debe a que, como en India, la gran epopeya de la invasión ancestral permaneció durante largo tiempo en la memoria colectiva del pueblo, y el racismo de los dorios, junto con su obstinación en permanecer como élite selecta, dio lugar a un sistema de separación racial que pudo conservar durante siglos las características de los invasores originales.
El nombre de los dorios [3] proviene de Dorus, hijo de la legendaria Helena. Los aristócratas se llamaban heráclidas, pues decían descender, además, de Heracles, atribuyéndose así una ascendencia divina. Divididos en tres tribus (hileos, dímanes y panfilios), los dorios se hallaban guiados por este linaje regio, junto con los oráculos —los sacerdotes helenos, equivalentes a los druidas célticos. Para los heráclidas, la invasión de Grecia era un mandato divino, nominalmente de Apolo “el Hiperbóreo”, su dios predilecto.
Durante los cuatro siglos posteriores, de 1200 AEC a 800 AEC, surgió una etapa que la historia moderna llama “edad media griega”, en la que los dorios se erigieron en aristocracia de los aborígenes y formaron pequeños reinos “feudales” que luchaban permanentemente unos contra otros, como gustaban de hacer los invasores desarraigados de todas las épocas. Esta etapa fue una edad heroica, individualista y de gloria personal, en la que los guerreros buscaban un crepúsculo esplendoroso. Muchas batallas se decidían aun por duelo de campeones: el mejor guerrero de un bando se enfrentaba con el mejor del otro. Esto representa la mentalidad heroica pero insensata de la época: “los fuertes se destruyen entre sí y los débiles continúan viviendo”. [4]
Por aquel tiempo aun no se había alcanzado en Grecia la imagen del depurado guerrero-señor equivalente al posterior caballero medieval. Los dorios seguían siendo bárbaros en el mejor sentido de la palabra. Para bien o para mal, todas las grandes civilizaciones comenzaron así: con hordas guerreras y cazadoras, fuertemente unidas por lazos de clan, y disciplinadas por una forma de vida militarizada. Nietzsche ya señaló la importancia del carácter “bárbaro” en la formación de toda aristocracia. Para él, incluso cuando semejantes invasores se establecen y forman Estados, el carácter básico bárbaro seguía subyaciendo sutilmente en las formas de dichos Estados, aun ascendentes. Esparta, Roma y Prusia son ejemplos de esto.
Durante la edad media griega, en 1104 AEC, los heráclidas alcanzaron el Peloponeso. La historia espartana explicaba bastante correctamente que los dorios invadieron Grecia 80 años tras la destrucción de Troya y que, liderados por el rey Aristodemo [5], conquistaron la Península. Pausanias (siglo II, no confundir con el príncipe espartano que derrotó a los persas en la batalla de Platea), en su “Descripción de Grecia”, entra en más detalles. Nos dice que los dorios, procedentes de una región montañosa del norte de Grecia llamada Oeta y guiados por Hilo, un “hijo de Heracles”, expulsaron del Peloponeso a los aqueos micénicos. Sin embargo, una contraofensiva aquea los hizo retroceder. Después, en un proceso definitivo llamado “retorno de los heráclidas”, los dorios se asentaron definitivamente en el Peloponeso prevaleciendo sobre los aqueos, y hubo grandes disturbios en toda la península. La frase-dogma del “retorno de los Heráclidas” era la manera que tenían los dorios de justificar la invasión del Peloponeso: las familias nobles dorias, emparentadas lejanamente con las familias nobles aqueas (tanto dorios como aqueos eran helenos), se presentaban para reclamar lo que “legítimamente” les pertenecía.
El nuevo torrente de sangre indoeuropea, cortesía de los dorios, acabaría por revitalizar a la Hélade a largo plazo, manteniéndola en la vanguardia espiritual y física de la época, junto con Irán, India, un Egipto que ya no era lo que fue, y China. En el Sur de la península del Peloponeso, los dorios establecieron su principal centro, la ciudad de Esparta, también conocida por su nombre anterior, Lacedemonia. El territorio bajo dominio de Esparta fue conocido como Laconia.
La ciudad original de Esparta o Lacedemonia no era propiamente tal, sino que se componía de varias aldeas (Pitana, Cinosura, Mesoa, Limnas y Amiclas, en un principio guarniciones militares) diferentes pero cercanas y unidas, cada una con su sumo sacerdote. Los asentamientos siempre carecieron de murallas defensivas, pues confiaban orgullosamente en la disciplina y fiereza de sus guerreros. El rey Antacildas llegó a decir que “Los muros de Esparta son sus jóvenes, y sus límites el hierro de sus lanzas”. Sencillamente el carecer de muros les ayudaba a mantenerse alertas y a no dejarse relajar. Hitler dijo una vez, con una mentalidad idéntica: “Una excesiva conciencia de seguridad provoca en efecto a la larga un relajamiento de fuerzas. ¡Creo que la mejor muralla será siempre una pared de pechos!”
Esparta, empero, se hallaba rodeada de defensas naturales, ya que estaba situada en el valle del río Eurotas, entre altas montañas, con la cadena montañosa del Taigeto al Oeste y el Parnón al Este, pero con todo, el carecer de murallas demuestra la seguridad y confianza en sí mismos y en su capacidad que tenían los espartanos.
Este mapa físico de Laconia (Sureste del Peloponeso) muestra la localización de la ciudad de Esparta, en un valle situado entre altas cadenas montañosas. Se aprecia su posición bien protegida. Al Oeste, la coordillera del Taigeto les separaba de los mesenios, y al Este, el Parnón les separaba del Egeo, donde la influencia de Atenas y Asia Menor era fuerte.
En la Hélade, tres acabarían siendo las principales corrientes arias: Por un lado los ásperos dorios, que hablaban un rudo dialecto helénico que gustaba del empleo de la a y la r. Por otro lado, los suaves jonios, que procedían de una invasión helénica anterior a los dorios, vestían con ropas flotantes al estilo oriental y hablaban un dialecto helénico más amable al oído, que empleaba mucho la i y la s. [6] Los demás pueblos de Grecia eran llamados eolios, hablaban un dialecto que parecía una mezcla de dorio y jonio, y provenían de los antiguos aqueos mezclados hasta cierto punto con los pelasgos y posteriormente con los invasores dorios y jonios —por lo que en ocasiones también se les llamaba, erróneamente, aqueos.
La distribución de los pueblos helénicos en Grecia. El cuadrado negro del Sur representa la ciudad de Esparta. El pequeño “lago” de sangre doria que hay en la zona central es Delfos, santuario religioso venerado en toda Grecia.
PRIMER DESARROLLO DE ESPARTA: LAS GUERRAS MESENIAS
Como en la vida corriente, el “genio” necesita de un estímulo, muchas veces hasta literalmente un empujón, para llegar a iluminarse, de la misma forma sucede en la vida de los pueblos con la “raza genial”.
Durante el Siglo VIII AEC, Esparta, como el resto de pueblos de la Hélade, constituía una pequeña ciudad-estado gobernada por una monarquía y una oligarquía aristocrática de ascendencia dórica. Motivados por un crecimiento demográfico y una necesidad de recursos y de poder, los espartanos miraron al Oeste y decidieron que más allá de los montes Taigetos, en Mesenia, crearían una nación de esclavos para servirles.
La geopolítica de Laconia no les dejaba mucha opción: se encontraban sobre un terreno áspero y aislado, cruzado por montañas y ríos no-navegables. Laconia era algo así como el Heartland, o región cardial, del Peloponeso: una zona inaccesible para cualquier potencia que utilizase el mar como vector para proyectar su poder. Por tanto, estaba bien protegida del extranjero, pero a cambio, los laconios no podían darse al mar, ya que la costa era abrupta y sólo existía un emplazamiento apto para establecer un puerto, en Gitión, y estaba a 43 km de la capital (a diferencia de El Pireo, que estaba al lado de Atenas). Por tanto, no podían seguir el ejemplo de los atenienses, que saltaban de isla en isla, colonizaban las costas y sacaban grandes cantidades de trigo de la orilla norte del Mar Negro. Sin embargo, el vecino reino de Mesenia tenía la llanura más fértil de la Hélade (“buena para plantar, buena para arar” decía Tirteo; “llanura feliz”, la llamaban los espartanos). Anexionándosela, alcanzarían la autarquía alimentaria y ya no necesitarían depender de territorios lejanos, del comercio, de los mercaderes, de islas estratégicas, de estrechos marítimos fáciles de controlar para el enemigo o de una flota naval. Además, no tendrían que cosmopolitizarse, como suele pasar con todas las potencias comerciales. Esparta, pues, se estaba perfilando como una telurocracia —una potencia geopolítica de tipo claramente continental— en contraposición a la marítima talasocracia ateniense.
Alrededor de 743 AEC, en una ocasión en la que los mesenios estaban festejando y ofreciendo sacrificios a sus dioses, Esparta mandó a tres chicos disfrazados de doncellas. Estos pequeños soldados, bien entrenados, portaban espadas cortas debajo de sus túnicas, y en el despreocupado ambiente festivo no tuvieron problemas para infiltrarse en territorio mesenio. Desde dentro, acecharon a la multitud mesenia desarmada, y a una señal dada, comenzaron una sangrienta carnicería en el grueso de la muchedumbre, antes de que la masa mesenia redujese a los muchachos. Después del incidente, los varones mesenios se agruparon enfurecidos, se armaron y marcharon sobre Laconia. En el combate que se desató, cayó uno de los reyes de Esparta, y comenzó la primera guerra mesenia (descrita por Tirteo y por Pausanias, quien se basa a su vez en Mirón de Priene).
Tras cuatro años de guerra y una gran batalla, ningún bando se había hecho aun con la victoria. Aquello era una resistencia sorda al estilo de la guerrilla, y probablemente los ejércitos convencionales habían sido relativamente desbaratados tras la primera batalla. Aun no se había adoptado la táctica de la falange ni el equipamiento hoplítico, y las acciones más decisivas eran los golpes de mano, las razzias y los asedios. Sin embargo, los mesenios habían sufrido tantas pérdidas que el caudillo guerrero mesenio, Aristodemo, se retiró con sus hombres a una fortaleza en el monte Itomé, y visitó al oráculo para pedirle consejo en su lucha contra Esparta. El oráculo le respondió que para resistir a los espartanos, una doncella de una antigua y respetable familia mesenia debía ser sacrificada a los dioses. Aristodemo, que debía ser un gran patriota, no vaciló al sacrificar a su propia hija. Cuando los espartanos oyeron esto, se apresuraron a hacer la paz con los mesenios, pues, supersticiosos o no, otorgaban gran importancia a este tipo de asuntos rituales.
Después de algunos años, empero, los espartanos resolvieron atacar a los mesenios de nuevo. Hubo otra gran batalla, pero de nuevo la victoria aun no se decantó por ninguno de los dos bandos. Y puesto que el rey mesenio había caído, el caudillo Aristodemo pasó a reinar sobre los mesenios. Al quinto año de su reinado, pudo expulsar de su territorio a las fuerzas espartanas. Sin embargo, Aristodemo parecía estar bajo una sombría maldición. En un templo mesenio, un escudo cayó de la mano de la estatua de la diosa Artemisa. La hija sacrificada de Aristodemo se le apareció como figura etérea y le pidió que se quitase la armadura. Él lo hizo, y ella le coronó con una corona de oro y le vistió con una túnica blanca. Según la mentalidad de la época, todas estos augurios significaban que la muerte de Aristodemo se avecinaba. Los hombres antiguos se tomaban estas cosas con mucha gravedad, no se trataba de superstición, se trataba de desentrañar los signos arquetípicos que se repetían en la Tierra como eco de lo que sucedía en el cielo. Y, según esto, negros presagios gravitaban sobre Aristodemo. Una densa depresión se apoderó de su mente. Comenzó a pensar que tanto él como su nación estaban condenados a la esclavitud. Creyendo que había sacrificado a su hija en vano, se suicidó sobre su tumba. Decían los griegos que “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.
La guerra duró un total de 19 años, y fue solo tras este tiempo que los espartanos pudieron exterminar la resistencia mesenia y arrasar la fortaleza de Itomé. Algunos mesenios huyeron del Peloponeso, y los que permanecieron pasaron a ser tratados con más dureza que los mismos helotas (la plebe) de Laconia. Quedaron relegados a ser hilotas (campesinos vasallos de Esparta) en la fértil llanura mesenia, y se les obligó también a pagar la mitad de la producción de su tierra a sus amos espartanos.
Pero los mesenios, muchísimo más numerosos que los espartanos, no estaban satisfechos con esta situación de pueblo “secundario” y sometido. Dos generaciones después de la primera guerra, surgió un osado líder llamado Aristómenes que, apoyado por los Estados de Argos y Arcadia, predicó la rebelión contra Esparta. A raíz de esto, en el Siglo VII AEC, comenzó la segunda guerra mesenia. Con una banda de leales seguidores, Aristómenes protagonizó numerosas incursiones en territorio espartano, incluso arrasando dos poblaciones. Tres veces celebró un extraño sacrificio llamado Hecatomfonía, ritual que sólo estaba permitido ejecutar a quien había matado más de cien enemigos. Los mesenios, por primera vez, emplearon la táctica de la falange hoplítica, caracterizada por formaciones de orden cerrado, parapetadas tras un muro de escudos desde el que las lanzas apuñalaban impunemente. Los espartanos aun no habían adoptado esta forma de combate, y sufrieron catastróficas bajas en la batalla de Hysias.
Esparta consultó entonces al oráculo de Delfos. Allí se les dijo que acudieran a Atenas para procurarse un líder. Esto no debió de agradar a los espartanos, pues sus relaciones con Atenas no eran buenas, y tampoco agradó a los atenienses por el mismo motivo, pero ambos Estados respetaban las decisiones salidas de Delfos, y no se opusieron. Los atenienses, empero, actuaron con mala fe: mandaron un maestro cojo llamado Tirteo (conocido por la posteridad como Tirteo de Esparta), pensando que no valdría como capitán militar. Sin embargo, Tirteo era un gran poeta. Sus cánticos de guerra inflamaron el ardor guerrero de los espartanos y alzaron su moral. En la siguiente batalla contra los mesenios, los espartanos marcharon ya enardecidos y en formación de falange de combate, cantando sus canciones. Con tal impulso, derotaron a Aristómenes y a los suyos en la batalla del Gran Foso, forzándoles a retirarse a otra fortaleza de montaña llamada Ira, a cuyos pies se estableció un campamento espartano. Esta situación de asedio, en la que volvieron las guerrillas con más fuerza que durante la primera guerra, duró once años. Aristómenes a menudo conseguía romper el cerco espartano de Ira y dirigirse hacia Laconia, sometiéndola a pillaje. Dos veces fue capturado por los espartanos, y dos veces escapó. A la tercera vez, fue capturado junto con 50 de sus hombres, y se les paseó victoriosamente por Esparta como si de un triunfo romano se tratase. Después fueron llevados al pie del monte Taigeto y arrojados por un precipicio, el famoso Kaiada. Según la historia griega, sólo se salvó Aristómenes, que sobrevivió milagrosamente a la caída y pudo salir del abismo siguiendo a un zorro. Al poco tiempo, ya estaba en la fortaleza de Ira al frente de sus hombres.
Pero los espartanos acabaron infiltrando a un espía en la fortaleza, y una noche, después de que Aristómenes volviese de una de sus correrías, la fortaleza fue traicionada. En la cruenta batalla que siguió, se dijo que Aristómenes fue herido y que, juntando a sus hombres más valientes, rompió las líneas espartanas y escapó a Roma, donde murió poco después. Es más que probable que este mito fuese construido para revitalizar el orgullo mesenio: incluso dijeron 250 años más tarde que Aristómenes fue visto en un campo de batalla combatiendo contra los espartanos.
Los espartanos conquistaron con la lanza y la espada suficientes tierras para mantener a todo su pueblo y a las gentes sometidas. Subyugaron a los mesenios, vencieron a muchedumbres hostiles muchísimo más numerosas que ellos mismos y las sometieron indiscutiblemente a su dominio. Las poblaciones mesenias costeras se convirtieron en poblaciones periecas (una suerte de clase media comercial y marina), y el resto del país en hilotas (plebe campesina). Abarcando toda la mitad sur del Peloponeso, incluyendo el territorio original de Laconia y el conquistado de Mesenia, Esparta se convirtió en el Estado más grande de toda la Hélade con diferencia (tres veces más que el del Estado ático de Atenas, que ya es decir). A diferencia de los demás estados helénicos, Esparta había elegido ser una potencia terrestre y continental, de territorio compacto, en vez de dedicarse a la marinería y a colonizar zonas ajenas a Grecia, como hicieron otros estados helénicos en Asia Menor, Italia, el Mar Negro o África. [7] Al menos en parte, esto se lo debió Esparta a su inmenso potencial agrícola: Mesenia era la tierra más fértil del mundo griego con mucha diferencia, y mientras que Atenas sufría falta crónica de grano continuamente y debía ir a las costas del Mar Norte a buscarlo, Esparta no tuvo problemas.
Hay que pensar por un momento en cómo estos combates, terriblemente feroces y largos, y que a punto estuvieron de hundir a la misma Esparta, pudieron influir sobre el carácter espartano. Las guerras mesenias marcaron para siempre su mentalidad. En última instancia, los maestros de los espartanos fueron sus propios enemigos y las guerras que les forzaron a mantener. Ellos fueron los que instauraron en Esparta la paranoia militarista y la preparación para el combate que caracterizó a Esparta. Fueron los que hicieron entrar en crisis a la aristocracia espartana y, por pura necesidad, buscar la mejor forma de prevalecer sobre sus enemigos. Esparta jamás hubiese sido lo que llegó a ser si en el combate se hubiese topado con un pueblo cobarde. Sostener una prolongada lucha contra elementos de alta calidad, enemigos audaces y temibles de los cuales enorgullecerse, despertó la fuerza espartana. Tal vez sea ésa la única “ventaja” de las desafortunadas guerras fraticidas, tan típicas de Europa.
LICURGO Y LA REVOLUCIÓN
Los primeros que crearon fueron los pueblos, y sólo luego lo hicieron los individuos: realmente, el propio individuo es más bien una creación reciente. En un tiempo, los pueblos se impusieron una tabla del bien. El amor que ansía mandar y el que anhela obedecer crearon conjuntamente para sí estas tablas.
Como se ha dicho, entre 1200 y 800, hubo 400 años de “edad “oscura” o edad media griega. Los hombres de aquella época actuaban por gloria personal, es decir, su conducta estaba inspirada en las gestas legendarias de antiguos héroes individualistas. Hermanos de sangre se mataban insensatamente entre ellos en vez de unificarse en una voluntad común, no buscando ya la gloria personal, sino la gloria de su pueblo. Esparta misma estaba inmersa en este sistema heroico pero fraticida, donde cada hombre transitaba su camino buscando su propia inmortalidad. Los nobles dorios se mataban entre ellos mientras sus verdaderos enemigos proliferaban. Esparta no era sino un reino más de los muchos que existían en la Hélade, y además en condiciones bastante tumultuosas y caóticas. Pero en el fin de esa edad oscura surgió la figura del mensajero de una nueva era: Licurgo, el padre de Esparta, el portavoz de la sangre doria, el hombre que hizo de Esparta lo que después llegaría a ser.
Volvamos a entrar en materia: tras haber sofocado la segunda rebelión mesenia con gran dificultad, los espartanos se encontraron con el inquietante panorama de estar al borde de la derrota, muy vulnerables, y a las riendas de una población extranjera resentida y hostil que les superaba en cantidad de más de 10 a uno. Y no se trataba de esclavos fáciles de someter, sino de pueblos griegos que conservaban su identidad, su orgullo y su voluntad de poder. Todos los espartanos estaban bien mentalizados de que los subyugados volverían a rebelarse algún día tarde o temprano, y que debían estar preparados para esa ocasión. En este ambiente cruel, si Esparta pudo preservar su pureza y sobrevivir, fue gracias a Licurgo.
No se sabe cuándo vivió Licurgo. Algunos dicen que pertenece al Siglo IX AEC —es decir, antes de las guerras mesenias—, otros al Siglo VIII, y otros lo sitúan en el VII. En todo caso, su extraordinaria personalidad es la del creador de nuevas leyes, transmutador de valores, “dador de tablas”. Licurgo es medio histórico y medio legendario. Su nombre significa “conductor de lobos”. [8] Era un veterano de las guerras mesenias, y heráclida, pues pertenecía al linaje real de los Ágidas, siendo hijo menor del rey Eunomo. Éste había suavizado su régimen para contentar a las multitudes, pero las mismas multitudes se envalentonaron por ello, y cayó apuñalado con un cuchillo de carnicero. Heredó el trono su hijo mayor, el rey Polidectes, pero habiendo muerto pronto, Licurgo (su hermano menor) le sucedió en el trono. Su reinado duró 8 meses, pero fue tan correcto, justo y ordenado en comparación con la anarquía anterior, que conquistó el respeto de su pueblo para siempre. Cuando Licurgo supo que su cuñada (la anterior reina) estaba embarazada de su hermano y difunto rey, anunció que el fruto del embarazo heredaría el trono, como era correcto, y por tanto Licurgo pasaba a ser meramente regente.
Pero esta reina era una mujer ambiciosa que quería seguir entronizada, por lo que le propuso a Licurgo casarse con él y deshacerse del bebé heredero del trono en cuanto naciera, para que pudieran ser rey y reina a perpetuidad, y tras ellos, sus propios descendientes. Licurgo se enfureció ante esta proposición y la rechazó vehementemente en su interior. Sin embargo, como una respuesta negativa hubiese significado que el partido de la reina se alzaría en armas, mandó mensajeros para aceptar falsamente la proposición. Pero por otro lado, a la hora del nacimiento del bebé, envió siervos con órdenes de que, en caso de nacer una niña, la entregaran a su madre, y en caso de nacer un niño se lo entregaran a él. El bebé nació varón, y le fue entregado tal y como ordenó. Durante una noche en la que cenaba con los jefes militares espartanos, Licurgo mandó traerlo, con la idea de hacer saber a los líderes que había ya heredero. Alzándolo con sus brazos y sentándolo sobre el trono espartano, exclamó “¡Hombres de Esparta, he aquí un rey nacido para nosotros!” Y puesto que el heredero aun no tenía nombre, lo bautizó como Carilao, “alegría del pueblo”. Con este gesto, Licurgo afirmaba su lealtad al heredero y futuro rey y dejaba claro que debería ser protegido, además de que se convirtió en su guardián y protector hasta que tuviese la edad de reinar.
Entretanto, Licurgo como regente era altamente reverenciado por su pueblo, que admiraba su rectitud, honradez, sabiduría y pureza. La reina madre, empero, no había perdonado su rechazo y que raptase y diese a conocer a Carilao. A base de manipulaciones e intrigas, hizo difundir el rumor de que Licurgo conspiraba para asesinar a su sobrino y convertirse así en rey de Esparta. Cuando este rumor llegó a oídos de Licurgo, decidió exiliarse hasta que Carilao tuviese edad para reinar, contraer matrimonio y dejar un heredero al trono espartano. En su exilio, Licurgo viajó por distintos reinos estudiando sus leyes y costumbres para poder mejorar las espartanas tras su vuelta. El primer país donde estuvo fue la isla de Creta, asentamiento dorio heredero de Micenas y de renombrada sabiduría, donde trabó amistad con el sabio Tales, convenciéndolo de que fuera a Esparta a ayudarle en su propósito. Tales apareció en Esparta como un músico-poeta —una suerte de trovador—, lanzando canciones de honor y disciplina al pueblo espartano, y preparándolo así para lo que vendría. Los codiciosos y ambiciosos abandonaron voluntariosamente sus deseos de riqueza y lujos materiales para unificarse en poderosa voluntad común con su estirpe. Licurgo también visitó Jonia, donde no sólo estudió a Homero, sino que se dijo que lo conoció personalmente (aquí es patente que ciertas fechas no cuadran). Recopiló su obra, la escribió y luego se la dio a conocer a su pueblo, a quien agradó muchísimo, iniciándose así la célebre afición espartana por Homero. Otra notable hazaña que se le atribuyó a Licurgo es el ser uno de los fundadores de los juegos olímpicos.
Licurgo hizo, además, un viaje a Egipto, donde pasó tiempo estudiando el adiestramiento del Ejército. Le fascinaba el hecho de que en Egipto los soldados lo fuesen durante toda su vida, ya que en las demás naciones los guerreros eran llamados a las armas en caso de guerra, y volvían a sus trabajos anteriores en épocas de paz. Aunque sin duda no fue éste el único propósito de su viaje a Egipto, ya que en la época ese país era donde iban todos aquellos que buscaban iniciación en la sabiduría antigua. Licurgo debió de acceder a conocimientos, prácticas, maestros e iniciaciones que hicieron de él un hombre superior.
El espartano Aristócrates dice que Licurgo viajó también a España (“Iberia”), a Libia y a India, donde conoció a los famosos sabios gimnosofistas, con los que también se entrevistaría Alejandro Magno siglos más tarde. La escuela gimnosofista valoraba, entre otras cosas, la desnudez a las inclemencias de la intemperie como método para curtir la piel y hacer resistente el cuerpo y el espíritu en general.
Mientras Licurgo estaba fuera, Esparta decayó. Las leyes no eran obedecidas y no existía fuerza ejecutiva que castigara a los infractores. Los hombres rectos añoraban la época de la regencia de Licurgo y le rogaban: “Es verdad que tenemos reyes que llevan las marcas y asumen los títulos de realeza, pero en cuanto a las cualidades de sus mentes, nada los distingue de sus súbditos. Sólo tú tienes una naturaleza hecha para mandar y un genio para ganar obediencia”.
Licurgo volvió a Esparta, y su primera acción fue reunir a 30 de los mayores jefes militares espartanos para informarles de sus planes y motivarles ardientemente. Después de que estos hombres le juraran su lealtad, les ordenó reunirse armados en la plaza del mercado al amanecer con sus seguidores, para insuflar terror en los corazones de aquellos que rechazaran los cambios que planeaban. Se confeccionó una lista negra de enemigos potenciales para darles caza y eliminarlos si hiciese falta. Ese día la plaza se abarrotó de fanáticos seguidores de Licurgo, y el efecto fue tan impresionante que el mismo rey se acogió en el templo de Atenea, pues pensaba que se había urdido una conspiración contra él. Pero Licurgo le envió un mensajero para informarle de que lo único que quería era implantar nuevas leyes para mejorar Esparta y fortalecerla. Así reconfortado, el rey salió del templo y, dirigiéndose a la plaza, se unió al partido de Licurgo. Con Licurgo, los dos reyes y los 30 líderes militares, dicho partido contaba con 33 miembros.
Mas, aun con el apoyo del rey, lo que había hecho Licurgo era claramente un golpe de estado, una conquista del poder, una imposición de su voluntad: una revolución. Había unido a su pueblo, inculcándole el sentimiento de cohesión que debe caracterizar a toda gran alianza: “la Especie lo es todo, el individuo nada”. [9] O como diría Hitler a sus seguidores: “tú no eres nada; tu pueblo lo es todo”.
Tras haber elaborado sus leyes y hecho jurar a los reyes que las respetarían, informó que viajaría al santuario de Delfos (centro religioso más importante de la Hélade, considerado “ombligo del mundo”) en busca del consejo de Apolo, para ratificar su decisión. Cerca de Delfos, núcleo marginal de población doria, había a las laderas del monte Parnaso un santuario dedicado a este dios, que se decía había matado allí a la serpiente Pitón (un ídolo telúrico relacionado con los pueblos pre-arios). Existía allí toda una escuela iniciática, los llamados misterios de Delfos. Estos misterios fueron una venerable institución, doria hasta la médula, a la que acudían personajes notables de toda la Hélade en busca de consejo, iniciación y sabiduría. En el templo de Apolo había una sibila o pitia, sacerdotisa virgen que se creía poseía un vínculo especial con dicho dios y, como él, dones de videncia que la hacían capaz de ver el futuro y realizar profecías. Tras recibir solemnemente a Licurgo, la Sibila lo calificó de “más dios que hombre”, dijo que era un elegido de los dioses, anunció que sus leyes eran buenas, y bendijo sus planes para establecer la constitución espartana, pues haría de Esparta el reino más famoso del mundo.
Con la bendición de la sacerdotisa, Licurgo estableció la Constitución espartana (la Gran Retra) y sus leyes tan duras y severas, leyes de tradición oral que prohibió escribir para que cada individuo las asimilara en su alma a lo largo de años de entrenamiento, práctica e interiorización que lo harían portador de tales leyes a dondequiera que fuese, y en cualquier situación. Su intención no era crear un sistema mecánico, cuadriculado, rígido y frío, sino una rueda viva, flexible y adaptable cuya ley fuera, no sólo el sentido común y la lógica, sino también su intuición e instinto ancestral.
Por aquel entonces Esparta estaba rodeada de vecinos hostiles difíciles de repeler, y con sólo unos nueve mil hombres no-militarizados para actuar en caso de guerra o crisis. Pero Licurgo previó que si cada uno de ellos era seleccionado y entrenado duramente en las artes de la guerra desde la infancia, lograrían triunfar sobre sus adversarios aunque éstos fuesen superiores en número. A lo largo de generaciones, el pueblo espartano se endurecería tanto que no tendría enemigos que temer, y su fama se extendería por los cuatro puntos cardinales. Desde entonces, los varones espartanos se convirtieron en algo más que guerreros. Se convirtieron en luchadores de propósito, con una misión de por vida, empeñados en cuerpo y alma, sacrificados enteramente en honor de su ideal. Se convirtieron, pues, en soldados —tal vez los primeros de Europa.
Licurgo no pretendía precisamente instaurar una especie de democracia. En una ocasión un hombre hizo ante él un elogio de la misma, dando un encendido discurso. Licurgo, tras haber escuchado todo el discurso en silencio, le respondió: “Excelente, ahora ve y da ejemplo instaurando una democracia en tu casa”. Y hemos de tener en cuenta que incluso en aquellas antiguas “democracias” griegas sólo votaban los ciudadanos, eso es, varones de sangre helénica pura que hubiesen alcanzado la mayoría de edad. No tenían, pues, nada que ver con la idea demócrata moderna. A pesar de esto, no faltan los embaucadores que nos intentan vender incluso que Esparta era una especie de sistema comunista, sólo porque el Estado estaba omnipresente y porque los espartiatas sabían compartir ?entre ellos.
La revolución de Licurgo no fue totalmente pacífica. El pueblo espartano pronto vio que las leyes eran extremadamente duras incluso para ellos, helenos de buena estirpe doria, pues se habían acostumbrado a la comodidad y al lujo que llegan siempre al victorioso cuando éste no se mantiene fanática y prudentemente en guardia. El sobrio, ascético y marcial socialismo predicado por Licurgo, que obligaba a todos los hombres jóvenes a desprenderse de sus familias y comer con sus camaradas, no fue bien recibido entre muchos, especialmente entre los ricos y acomodados. Hubo una oleada de indignación y una turba enfurecida se reunió para protestar contra Licurgo. La turba estaba compuesta especialmente por antiguos individuos ricos que encontraban degradante la regla militar que prohibía comer si no era en una mesa colectiva con los camaradas de armas. Cuando Licurgo apareció en las cercanías, la multitud comenzó a apedrearlo, y se vio forzado a escapar para no morir lapidado. La muchedumbre furiosa lo persiguió, pero Licurgo —hombre robusto y resistente a pesar de su edad— era tan rápido que al poco tiempo sólo un muchacho llamado Alejandro le pisaba los talones. Cuando Licurgo se volvió para ver quién le perseguía con tanta agilidad, Alejandro le golpeó en la cara con un palo, saltándole un ojo. Licurgo no dio señales de dolor, tan sólo se paró y, con el rostro ensangrentado, dio frente a su perseguidor. Al darles alcance el resto de la turba, vieron lo que el impetuoso joven había hecho: un anciano venerable, plantado solemnemente ante ellos con un ojo vacío echando sangre. Aquella era una época muy respetuosa con los mayores, especialmente con hombres tan carismáticos y nobles como Licurgo. Al instante debieron sentir una inmensa culpa, vergüenza y arrepentimiento. La multitud avergonzada acompañó a Licurgo hasta su casa para mostrar sus disculpas, y le entregaron a Alejandro para que lo castigara como él creyese conveniente. Licurgo, ya tuerto, no reprendió al joven una sola vez, sino que le hizo convivir con él. Y pronto Alejandro aprendió a admirar y emular el austero y puro modo de vida de su mentor. Como tradición derivada de aquel suceso, los senadores renunciaron a la costumbre de asistir a las reuniones estatales con bastones.
Después de que el pueblo espartano jurara las leyes de Licurgo, éste decidió abandonar Esparta para el resto de sus días. Su misión estaba cumplida y lo sabía. Ahora tenía que morir dando ejemplo de una gran voluntad. Sintiendo nostalgia por su patria, y siendo incapaz de vivir alejado de ella, se suicidó por hambre. Un hombre que ha nacido por un propósito sagrado, una vez cumplido el propósito, ya no tiene por qué seguir atado a la Tierra. El suicidio ritual ha sido practicado por muchos hombres excepcionales cuya misión había terminado, hombres a los que, tras cumplir su destino, ya no les quedaba nada que hacer en el mundo; o bien que habían perdido el derecho a la vida. [10] También Nietzsche habló de la “muerte voluntaria”:
Hay muchos que mueren demasiado tarde y algunos que mueren demasiado pronto. Aun nos resulta extraña esa máxima que aconseja morir a tiempo. Y eso es precisamente lo que enseña Zaratustra: que hay que morir a tiempo. Claro que, ¿cómo podemos pretender que muera a tiempo quien nunca ha vivido a tiempo? (“Así Habló Zaratustra”, Primera Parte, La Muerte Voluntaria).
Otra versión relata que, antes de partir a Delfos, Licurgo hizo jurar al pueblo espartano que seguiría sus leyes al menos hasta que volviese de Delfos. Y, habiéndose suicidado sin volver jamás a Esparta, los espartanos no quedaron con otra opción que acatar por siempre las leyes de Licurgo. De un modo u otro, queda claro que Licurgo fue un hombre excepcional, poderoso y valiente, de voluntad inquebrantable.
Licurgo fue un precursor, un líder de vanguardia, un adelantado. Poseía el poder real, el carisma sagrado de los grandes caudillos, reyes y emperadores ?ese “cierto poder que atraía a las voluntades”, en palabras de Plutarco. Él llegó y convirtió a una desbordada masa caótica de gran potencial en el ejército más eficaz de la Tierra. Él imprimió a su mundo una nueva inercia: la suya; y le dio un nuevo aspecto: el que él quería. Tras su muerte, se erigió un templo en su honor y se le rindió culto como un dios. Y fue a partir de su época que no sólo Esparta, sino Grecia entera, volvió a brillar, pues comenzó la llamada era clásica de Grecia.
Jenofonte admiró enormemente a Licurgo, diciendo que “alcanzó el más alto límite de la sabiduría”. [11] Savitri Devi se refirió a él como “el divino Licurgo”, y recordó que “las leyes de Licurgo le habían sido dictadas por el Apolo de Delfos —«el hiperbóreo»”. Gobineau, por otro lado, supo apreciar la salvación que supuso la legislación de Licurgo: “Los espartanos eran pocos en número, pero de gran corazón, ambiciosos y violentos: una legislación mala los hubiese convertido en pobres diablos; Licurgo los transformó en heroicos bandidos”. [12].
NOTAS
[1] Una cierta presencia de sangre nórdica en estas zonas está relacionada con los guanches de las Islas Canarias, los bereberes norafricanos, los antiguos libios, la aristocracia egipcia y las aristocracias americanas precolombinas, se relacionaría esencialmente con el hombre de Cromagnon.
[2] Algunos han señalado que la antigua patria de los aqueos era la zona báltica. El gusto por el ámbar reforzaría tal tesis, puesto que el Báltico siempre fue una zona asociada al ámbar —considerado como una condensación solar, la sangre de los árboles. Personalmente me inclino a pensar que, no sólo los aqueos, sino todos los helenos como tribu aria original, procedían del Báltico.
[3] En http://es.wikipedia.org/wiki/Dorio, sin embargo, podemos leer:
Julius Pokorny deriva Dorio de Doris, “bosque” (que también puede significar “tierra alta”). El segmento Dori sería del grado-o del Indo-europeo *deru-, “arbol”. El bosque original debe de haber comprendido un área mucho mayor que sólo Doris. Dorio podría traducirse como “la gente del campo”, “la gente de la montaña”, “los montañeses”, “la gente de los bosques”, o algún apelativo parecido, lo que encaja eminentemente con su reputado origen.
[4] George Bernard Shaw.
[5] No confundir con el posterior líder mesenio de la insurrección anti-espartana.
[6] Esta herencia lingüística la podemos equiparar a la santificación de aquello que tiene que ver con la runa Ar (relacionada con el Germanismo) por parte de los dorios y la runa Is (más asociada a Egipto) por parte de los jonios.
[7] El afán de convertirse en un imperio unido y compacto lo encontramos también con el III Reich. Mientras Inglaterra se dedicó a abastecer colonias lejanas (infectándose finalmente con el cosmopolitismo), Alemania procuró extender su territorio continental. Una quiso dominar el mar y tierras lejanas, la otra grandes extensiones de tierras cercanas. Una se volcó en el comercio, y la otra en la agricultura, arraigándose a la Tierra. Eran las dos caras del Germanismo, el imperialismo ario de la época, aunque en el caso de Inglaterra haya estado tan contaminado por la Judería y la Masonería. En la misma línea de ejemplos, y bajo el punto de vista geopolítico, tenemos (no siempre enfrentados) a Esparta y Atenas, Roma y Cartago, Castilla y Aragón, el Sacro Imperio y España, Alemania e Inglaterra, y la Unión Soviética y Estados Unidos.
[8] El nombre de Hitler (Adolf) significa “Lobo Noble”.
[9] Nietzsche, “La Gaya Ciencia”, Libro Primero, 1.
[10] El Tao-Te-King de Lao Tsé dice “Retirarse una vez acabada la obra: he aquí la vía del cielo”. Los cátaros perfectos ancianos practicaban la Endura, que consistía precisamente en dejarse morir de hambre. Otras veces, el suicidio cátaro era por congelación, en las montañas. Los samurai de Japón, esos hombres con honor de acero, practicaban el Sepuku (vulgarmente llamado Hara-Kiri) si consideraban que su honra había caído, diciendo que “quien pierde su honor debe perder también la cabeza”. El hombre fuerte y profundo decidía cómo, cuándo y dónde quería morir ?recordemos en España a Ramiro Ledesma. En eso consiste la eutanasia, palabra de origen griego que significa precisamente “buena muerte” y que constituye la contrapartida perfecta de la eugenesia o “buen nacimiento”.
[11] “Constitución de los Lacedemonios”, 1.
[12] “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”, Libro Primero, Capítulo V.
Fuente: Europa Soberana.