Ufkir, el general traidor
El general Ufkir, héroe, villano y golpista. La vida de este militar encarna la perversión en estado puro. Hombre de confianza de Mohamed V primero y de Hassan II después, se ocupó de someter a los marroquíes y gestionar las cloacas del régimen. Torturador y maquiavélico, murió como un traidor tras haber atentado contra su rey.
En el prólogo a su reciente libro sobre la monarquía alauí tras la independencia, Les trois rois, Ignace Dalle cita una frase de Claude Simon: “No trates de recordar cómo fueron las cosas, eso nunca lo sabrás”. El autor francés ilustra así su reflexión sobre la dificultad de establecer la verdad de la historia marroquí, en tanto que el cronista ha de recurrir al testimonio de personas a las que debe suponer dispuestas a mentir o atenazadas por el miedo a contar lo que saben y piensan.
La reflexión vale especialmente a la hora de intentar hacer una semblanza del que quizá sea, a la misma altura que Hassan II, el personaje más notable del Marruecos del siglo XX: el general Mohamed Ufkir, durante muchos años gran visir del monarca y al final frustrado regicida. Esta última vuelta de tuerca le valdría pasar a los anales de su país como el general felón, convirtiéndose así en la bestia negra de todos: de los opositores por haber encarnado la feroz represión del régimen, y de los cortesanos por la postrera traición al rey. Un delito que pagaría a altísimo precio su familia; su viuda, Fátima, y sus seis hijos, encerrados en condiciones infrahumanas durante 17 años, sin que Hassan II se apiadara de ellos ni quienes lo criticaban se interesaran por la suerte de aquella mujer y aquellos niños cuya falta no era otra que la de llevar el apellido maldito.
La historia de este encierro se hizo relativamente conocida merced a los libros que publicaron algunos de los protagonistas tras su liberación. Sobre todo, por La prisonnière, las memorias de Malika Ufkir (la hija mayor del general, educada en palacio y para quien durante años Hassan II fue como un segundo padre), y Les jardins du roi, el emocionante y apenas resentido ajuste de cuentas con el pasado de la viuda, Fátima Ufkir. Por esos testimonios conocemos las tremendas condiciones de hambre, enfermedad y humillación que vivieron aquellos desdichados, que durante ocho años no se vieron la cara los unos a los otros pese a estar recluidos juntos y poder oírse. Sabemos cómo lucharon contra la locura con historias que inventaba Malika y apuntaba una de sus hermanas menores, Sukaina, y cómo llegaron a organizar una fuga de película con túnel al estilo de La gran evasión, aunque finalmente los que lograron salir fueran atrapados de nuevo al cabo de unos días. Pero la historia del hombre, del marido y padre abatido de cinco tiros el 16 de agosto de 1972, tras haber organizado el fallido derribo del Boeing 727 de Hassan II por seis cazas F-5 de sus Fuerzas Armadas Reales, quedó en segundo plano. Y no es menos impresionante.
Después del atentado y la fulminante ejecución de su número dos (oficialmente se hablaría de “suicidio de fidelidad”, pero pocos suicidas aciertan a meterse cinco tiros, y uno de ellos en el lado izquierdo de la cabeza siendo diestro), Hassan II, con su proverbial talento para los símiles, diría que aquel último acto daba fin a un “drama shakespeariano”. Tal era, sin duda, el intento de asesinato del rey por su hombre de confianza, pero tal fue la vida toda de Mohamed Ufkir, nacido el 29 de septiembre de 1920 en el pequeño oasis de Ain Chair, en el Tafilalet, provincia sahariana limítrofe con Argelia, de la que, por cierto, proviene la familia real marroquí, los alauís. Como éstos, la familia Ufkir reclamaba su condición de chorfas o jerifes, es decir, de descendientes del profeta (Mohamed lo sería en vigesimotercera generación). Su padre, el pachá Si Ahmed, no era un hombre rico, aunque sí gozaba del respeto de la gente de Budnib, donde Mohamed pasó su infancia. De hecho, ufkir significa algo así como “empobrecido”, y Ahmed Ufkir era conocido por practicar el precepto coránico de la generosidad hacia los indigentes.
Tras educarse en la escuela bereber de Azrou, Mohamed ingresa en 1939 en la escuela de oficiales de Meknés, de donde salían los cuadros de los tiradores marroquíes, las eficaces tropas indígenas del Ejército francés, intensivamente utilizadas en las dos guerras mundiales y en conflictos coloniales diversos. En 1941 se incorpora como subteniente al 4º RTM (Regimiento de Tiradores Marroquíes), de guarnición en Taza. En estos primeros años de servicio causa una excelente impresión, tal y como resume el informe de sus superiores franceses: “Buena instrucción militar, gallardo, sabe mandar, robusto y enérgico, deportivo. Espíritu abierto, franco y simpático”. Muy pronto ratificará sobradamente sus condiciones en el campo de batalla.
En 1944, el 4º RTM es enviado a Italia, donde las tropas aliadas tratan en vano de abrir el camino hacia Roma, obstruido por la resistencia de Montecassino. Los marroquíes, die Todesschwalben (“las golondrinas de la muerte”, apelativo que les dieron los soldados alemanes en la Gran Guerra), se revelarán como un factor clave para resolver la situación: acostumbrados al combate de guerrillas en las montañas, sus acciones serán valiosísimas para la causa aliada. En ellas se distinguirá el subteniente Ufkir, que no participó, sin embargo, en la toma de Montecassino ni quedó desfigurado por los lanzallamas alemanes, como dice su leyenda (sacando conclusiones erróneas de su particular aspecto físico: usaba gafas porque tenía miopía y astigmatismo, las prefería oscuras porque le daban un aire intimidatorio y los relieves de su piel eran debidos al acné). Tuvo, eso sí, un papel destacado en la batalla de Cerasola y en la toma de Siena, lo que le valió el ascenso a teniente, la Cruz de Guerra francesa con palmas, la Silver Star norteamericana y la Legión de Honor. Pero la carrera militar de Ufkir apenas estaba empezando.
Donde se revelaría realmente sería en Indochina, adonde llega con el 4º RTM en la primavera de 1947. Allí, Ufkir se hará notar en las peligrosas operaciones de limpieza en el delta del Mekong. Tras pasar por varias unidades, acabará dirigiendo el temible Comando O, un escuadrón anfibio de liquidadores que se mueve a placer en la noche y en los arrozales, donde se cobra la vida de cientos de rebeldes vietnamitas en una guerra sin cuartel. En Oriente terminó de forjarse el hombre Ufkir. Volvió como capitán y con varias palmas más en su Cruz de Guerra. Fue además en tierras vietnamitas donde conoció al general Boyer de la Tour, posteriormente Residente General en Marruecos y clave en su futura ascensión. En Indochina, según sus detractores, habría aprendido asimismo las artes de tortura que pondría años después en práctica como jefe del aparato represor de Hassan II. Y según el amargo testimonio de Fátima Ufkir, también allí, en el barrio saigonés de Cho Lon, fue donde contrajo un desmedido amor por el juego y por las mujeres asiáticas.
Mujeriego, Ufkir lo sería toda su vida. A Fátima, su esposa y después viuda, la conoció poco después de volver de Indochina. Ella sólo tenía 14 años, él ya había pasado los 30; pero Mohamed le dijo a su padre, compañero de armas, que quería casarse con aquella muchacha apenas la vio. El padre acabó consintiendo bajo condición de que no la desposara antes de los 16 ni la hiciera madre antes de los 20. Lo primero lo cumplió, no así lo segundo. Fátima le dio seis hijos y él le fue infiel incontables veces, a menudo con amigas suyas. Pero la mujer que había elegido por esposa era una persona de carácter y no se quedó atrás: tuvo al menos dos amantes conocidos, y con el primero llegó a irse a vivir después de divorciarse, en pleno apogeo del poder de Ufkir. Él, sin embargo, no se atrevió a tomar represalias y acabó pidiéndole a Fátima que volviera con él, lo que ésta, agotada la pasión por su joven galán, hizo un par de años después. De ellos se refieren escenas memorables, como la vez que Ufkir fue a buscarla a un hotel de Tánger, creyendo que ella estaba con otro hombre, y la abofeteó antes de descubrir que en realidad había viajado allí con una amiga. Fátima le devolvió el bofetón, haciéndole volar sus emblemáticas gafas, que pisoteó furiosa.
La peripecia de este matrimonio tormentoso y a la postre desdichado (aunque en sus memorias Fátima le recuerda con cariño, como el verdadero hombre de su vida, que hasta el final “le hacía el amor con la pasión de los veinte años”), daría para una novela entera, pero debemos volver a la otra historia, a la que dio a Ufkir su lugar en la Historia con mayúscula.
En los últimos años del Protectorado francés sobre Marruecos, el brillante héroe de guerra Ufkir aparece como ayudante de campo del Residente General, la máxima autoridad francesa en la oficiosa colonia (oficialmente se trata de una tutela consentida por el sultán). El entonces presidente del Gobierno francés, Edgar Faure, recordaría después en sus memorias que el joven capitán mostraba ya dotes para la intriga. Lo cierto es que Ufkir se las arreglará para aparentar haber tenido un papel determinante en la abdicación del sultán títere Ben Arafa, y, por tanto, en la restitución del trono al exiliado Mohamed V, paso previo para la independencia finalmente declarada en 1956. En esos años, Ufkir evoluciona hábilmente: de colaborador de los franceses, y por tanto cómplice al menos formal de la áspera persecución de los independentistas marroquíes, pasa a ser el contacto en la Residencia General de los nacionalistas, con quienes se reúne en numerosas ocasiones (entre ellos está Ben Barka, a quien después se ligaría su destino). En resumen, cuando Mohamed V toma el poder, el ya entonces comandante Ufkir (recién ascendido por los franceses) será su ayudante de campo. No falta quien dice que a sugerencia de Francia, que habría organizado así una transición no traumática a la nueva situación.
Sea como fuere, a partir de aquí Mohamed Ufkir iba a desempeñarse como fiel servidor de los monarcas alauís. De Mohamed V, primero, y poco después, tras su desgraciada y misteriosa muerte, del heredero y sucesor, Hassan II. En tal condición, Ufkir se ocupó de someter a los marroquíes y gestionar las cloacas del régimen. En recompensa, fue recibiendo cargos y ascendiendo imparablemente, hasta el grado de general de división. Comenzó por organizar el nuevo ejército, que se estrenó sofocando la revuelta del Rif, la región septentrional del país. Una operación que llevaron a cabo personalmente Ufkir y el entonces príncipe Hassan, desde ahí íntimos, y en la que, según la chismografía marroquí (tan copiosa como poco fiable), Ufkir habría cometido atrocidades tales como degollar prisioneros o hacerlos volar con granadas para halagar a su señor.
Tras ascender al trono, Hassan II encarga a Ufkir la dirección de la Seguridad Nacional. Empieza aquí el papel más oscuro y siniestro de nuestro personaje. Para doblegar a la oposición, organiza una red de centros extrajudiciales de detención, entre los que destacan Dar el Mokri, a las afueras de Rabat, y la comisaría Derb Mulay Cherif, en Casablanca. Allí, según diversas fuentes, se practican torturas y mutilaciones espantosas, y muchos opositores entran en ellas para no salir jamás. Algunos testigos dicen que se llega a atormentar a mujeres embarazadas y a los padres en presencia de sus hijos, y que el propio Ufkir participa a menudo en los interrogatorios. Relevantes opositores marroquíes, detenidos y torturados, afirman, en cambio, no haber visto nunca a Ufkir ocuparse de la odiosa tarea.
En todo caso, su responsabilidad resulta innegable: hasta Fátima Ufkir la admite. La única excusa que ofrece es que su marido “hizo sólo lo que el rey le pedía”. El punto culminante del horror se produce en 1965, verdadero año negro del régimen. En marzo, unas protestas estudiantiles degeneran en graves disturbios en Casablanca. El fiel Ufkir se encarga de reprimirlos. Según cuentan, llega a vérsele disparando sobre las avenidas de Casablanca atestadas de gente desde un helicóptero al que ha hecho arrancar la puerta lateral para instalar una ametralladora. Cientos de muertos quedan tendidos sobre las calles.
El 29 de octubre de 1965, Mehdi Ben Barka, antiguo profesor de matemáticas del rey, fundador de la UNFP (Unión Nacional de Fuerzas Populares), oponente insigne del régimen y célebre líder revolucionario internacionalista, es raptado en París. No volverá a aparecer. El asunto genera un grave escándalo, arruina las relaciones franco-marroquíes y termina con la condena en rebeldía de Ufkir como instigador del secuestro. El general, que nunca más podrá volver a pisar el suelo del país por el que derramó su sangre y cuyas más altas condecoraciones posee, siempre negaría su responsabilidad. Recientes revelaciones de antiguos agentes marroquíes indican, sin embargo, que no sólo estaba al corriente de todo, sino que incluso pudo interrogar a Ben Barka (ese día estaba en París), y que, tras morir éste accidentalmente, organizó el envío a Marruecos del cadáver y lo hizo desaparecer con un ácido especial proporcionado por el Mosad. Todo hace pensar que la operación no era sólo marroquí. A Ben Barka se lo llevaron policías franceses y se hicieron cargo de él, en primera instancia, hampones vinculados al SDECE, los servicios franceses, con los que Ufkir mantenía buena relación (como con la CIA, el Mosad o los servicios secretos españoles).
Tras el ‘affaire’ Ben Barka, en Marruecos se suceden duros años bajo el estado de excepción, siempre con Ufkir, que va acumulando ministerios, como hombre fuerte del régimen. La situación de podredumbre, corrupción y descontento estalla con el asalto del palacio real de Sjirat en 1971, cuando un millar de cadetes irrumpe en la fiesta de cumpleaños del rey causando una matanza de la que Hassan II escapa milagrosamente. Ufkir, al lado del rey en todo momento durante el ataque, recibe el encargo de reducir y castigar sin piedad a los golpistas. Y así lo hace. A la mañana siguiente son fusilados numerosos jefes del ejército, entre ellos varios generales. Desde ese momento, según múltiples testimonios, Ufkir sufre una transformación.
La escenificará en la primera reunión del Gobierno tras la masacre, donde al ver que los demás ministros, enriquecidos por el saqueo del país, proponen que todo siga igual, saca su viejo revólver de Indochina, lo pone encima de la mesa y les espeta que o algo cambia o Marruecos va a la perdición. Ufkir no es el pobre que indica su apellido, pero no se ha consagrado a la rapiña como otros. El rey se lo lleva aparte, lo calma y le escucha. Anuncia una serie de medidas en favor de la población.
Según su familia, a Ufkir le causó una honda impresión ver fusilados a viejos y honrados compañeros de armas. Según sus enemigos, estaba ya implicado en el primer golpe, aunque acertó a ocultarlo. El hecho es que en los meses siguientes se mostró ausente, taciturno, replegado sobre sí mismo. Tenía con sus hijos extraños arrebatos de cariño (en especial con Malika, la mayor, a la que, cosa notable en un país musulmán, permitía ir en minifalda y llenar su cuarto de chicos), y toleraba sin protestar la aventura que su mujer, con la que había vuelto a casarse, vivía en ese momento con otro hombre. Fue entonces cuando se aproximó a los líderes opositores, con los que se vio en secreto en el extranjero, y urdió el atentado aéreo contra el rey.
Pero los cazas F-5 sólo lograron inutilizar dos de los tres reactores del Boeing 727 real, al que atacaron sobre la vertical de Tetuán cuando volvía de Francia. Con el motor que le quedaba, el avión aterrizó en Rabat, y el rey se puso a salvo. Llamó a su presencia a Ufkir, que acudió sin oponer resistencia. Para algunos, fue el coronel Dlimi, su sucesor al frente de las alcantarillas del Estado, quien le disparó allí mismo los cinco tiros. Para otros (que alegan que Dlimi era buen tirador y seguramente no habría necesitado tantas balas), fue el propio rey quien acabó con el traidor.
El cadáver acribillado fue devuelto a la familia. Cuentan que su madre no derramó una lágrima durante el velatorio. Un año antes su hijo le había pedido que no llorara por él, si acertaba a morir como un hombre. Por razones bien distintas, tampoco Marruecos le lloró. Héroe, villano, o héroe y villano, lo cierto es que Mohamed Ufkir fue todo menos un hombre vulgar.
Lorenzo Silva