AD.- Difícil sería encontrar una imagen más acorde con la España de nuestro tiempo. El personaje Pablo Iglesias da para muchas calificaciones. Acaso su pose con pajarita en la gala de los Goya nos sugiera la que le dedicó el director de ‘La ratonera’ en su última edición: un político hediondo, aunque se cubra de purpurina; un oportunista sin escrúpulos, que sería capaz de vender su alma al diablo con tal de alimentar su enfermiza egolatría. La egolatría de un enano que, ni en sus mejores sueños ni en nuestras peores pesadillas, pudo imaginarse el futuro del país a merced de sus patologías revanchistas. Aparenta ser un resentido social cuando acude al Congreso, cuando acude a la Zarzuela o cuando acude a Bruselas en representación, mal que nos pese, de España. Es de suponer que ese aspecto cuidadosamente desaseado lo seguiría manteniendo en el caso de prosperar su incalificable pretensión de ser el número dos del Gobierno. En su atrofiada escala protocolaria, el guarrismo seguirá ocupando un lugar preferencial dentro de su actividad pública. Sus mejores galas las reservará sólo para acontecimientos como el de anoche de los Goya. No merece más la España de coleta y pajarita, devota de kichis y paquirrines, de espiritu mariposón y de alma anestesiada. No merece menos esa colección de actores y actrices afiliados al presupuesto.

Todo bulle como una gusanera. Aquí está la viva estampa de un caradura sin escrúpulos, que cambia la churretosa camisa por el almidonado chaqué, a juego una y discordante otro con su mugrienta cola de caballo. O de asno, según se mire.

Así son y así actuan los ridículos progres españoles, henchidos de odio y pedantería. Son la descendencia, venida a menos, de aquellos otros progres que castigaban el buen vestir con la obligada visita a las cunetas.

Aquí están los oportunistas, los que le han cogido la medida a un país tan zafio como ellos, los envenenados de sectarismo, los snobs, los resentidos, los diligentes en acercarse a la cosa pública. Aquí están todos, liderados por el de la pajarita. Soeces, mezquinos, chillones, engolados en su mísera pequeñez, incapaces de entender a través de sus anteojeras ideológicas el atisbo aislado de la luz divina. Todos hablan de cambio. Ninguno de ellos hizo nunca nada destacable. De entre ellos no se conoce a un sólo emprendedor, a un sólo ejemplo de competitividad en el campo privado, a un sólo generador de empleo. Ni siquiera, de entre ellos, se conoce un sólo caso de familia numerosa. Nada de nada. El descubrimiento de la política como medio de vida y de medro les ha privado con toda seguridad de una vida de estrecheces y limitaciones a todos ellos. Lo que tienen entre ceja y ceja es malgastar los caudales públicos. Todo en ellos es demagogia, voracidad, cochambre y mentira.

Lo sentimos por los extraordinarios españoles que por fortuna todavía existen (de entre los lectores de AD podríamos reconocer a muchos de ellos), pero los enanos han podido con el gigante. Se le enredaron a los pies y le echaron a tierra. Muchos ya lo advirtieron hace décadas. Ahora sólo nos queda esperar y soportar lo que en cualquier otra época de la historia española hubiera sido insoportable. Nos queda un duro y accidentado tránsito hasta que el gigante vuelva a levantarse. Entre tanto, y hemos visto estos días su perverso reflejo en el carnaval de Carmena, nos queda ver cómo se revuelcan impúdicamente en su venenoso regocijo. Y el más ridículo y pedante de todos los enanos sonríe irónicamente mientras posa con su cambio de ‘loock’. Se sabe dueño del momento.

Nos han recordado los poses de otros enanos de la misma y siniestra condición, allá por los años 30 del pasado siglo. Mientras ellos sonreían, millones de españoles padecían todas las torturas del sectarismo, del odio y de las injusticias. Al final, esos españoles nuestros tuvieron fe y ya gozan del premio en lo alto, en los ámbitos de la perpetua serenidad. Nada puede inquietarles ya. Yo también tengo fe. Pasarán los años y toda esta mezquina gentecilla -politólogos, profesores a tiempo parcial, escritorzuelos, funcionarios, mequetrefes, mierdecillas en sus más variadas expresiones- se perderá arrastrada en las aguas. ¿Quién se acordará de ellos dentro de unos cuantos años?