Macario Valpuesta.- Apenas puede dudarse de que el feminismo, en sus primeras fases, respondió a necesidades de verdadera justicia. Una simple ojeada a la historia muestra que, desde el punto de vista jurídico y sociológico, la mujer ha sido considerada desde siempre una especie de menor de edad que no podía valerse por sí misma, en virtud de su “debilidad constitutiva” y, en consecuencia, necesitaba de la tutela del varón, bien fuera este su padre, su marido o algún familiar cercano. Bien es verdad que a las madres de familia que se quedaban viudas a menudo se les permitía administrar su patrimonio con total autonomía, pero esa posibilidad solo se daba de facto en mujeres de alto estatus social.

Tal situación de inferioridad de derecho respondía a una realidad social cuya razón de ser no es caprichosa y se pierde en la noche de los tiempos. No solo la civilización occidental, sino prácticamente todas las que ha conocido la humanidad en Asia, África, América y Oceanía han basado su organización social en la familia, en la cual funcionaba un primario reparto del trabajo: el varón era el encargado de suministrar recursos suficientes para el sostenimiento del núcleo doméstico, ya que su actividad era en principio cazadora y recolectora, lo que se compaginaba bien con su mayor vigor físico. Mientras tanto, la mujer tenía por misión ocuparse de la intendencia interna de la familia, sencillamente porque la naturaleza le había adjudicado a priori la gestación y la lactancia de la prole.

En una sociedad post-industrial, en la que tantas cosas se han puesto en tela de juicio, parece razonable revisar este estricto reparto de funciones. El hecho de que la mujer esté fisiológicamente diseñada para dar a luz y amamantar a sus hijos no priva al varón de su obligación –y también del inmenso placer- de atender a sus hijos pequeños, bañarlos, darles de comer, acostarlos, etc. Por otro lado, la experiencia ha demostrado con creces la evidencia de que las mujeres pueden ser abogadas, médicas, catedráticas, empresarias, bomberas o conductoras de autobús, en contra de lo que creía el tópico machista de antaño. Y si la mujer puede ocuparse de las tareas en el ámbito exterior, resulta también evidente que tampoco el varón tiene ninguna incapacidad congénita para realizar las labores domésticas.

No era justo, por tanto, que la mujer no pudiera votar en unas elecciones, como si fuera una menor de edad, ni tampoco que no pudiera ejercer cargos políticos o funcionariales, como si su personalidad careciera de las luces y de la madurez suficiente. Recordemos que esas cosas pasaban en Europa hasta mediados del siglo XX y de ahí que veamos con admiración a las sufragistas que componían el feminismo clásico. Creo que no hay nadie hoy en nuestra sociedad que pretenda volver a lo antiguo en este punto y por eso educamos a nuestras hijas para que se puedan ganar la vida, y no, como hacían nuestros abuelos, para que sepan buscarse un “buen partido” que las sostenga el resto de sus vidas. No es que hayamos de impedir a todo trance que ellas se conviertan en “amas de casa”, sino que tratamos de garantizar que, si alguna vez llegan a serlo, lo hagan libremente y en cualquier caso les damos herramientas para que puedan incorporarse a la vida laboral en cuanto se lo planteen. Y, por supuesto, les damos la misma educación moral e intelectual que a nuestros hijos varones.

Ahora bien, comoquiera que la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres es un hecho en Occidente, resulta incomprensible el protagonismo agresivo que tienen aún hoy los colectivos feministas en muchos ámbitos, como el de la educación y la política. Esa hostilidad militante no se dirige contra la cultura de nuestros inmigrantes, en los que la mujer está aún sometida al varón tanto de hecho como de derecho, ya que eso iría en contra de su tolerante multiculturalismo. Ellas son así: prontas a colar el mosquito y a tragarse el camello. Sin salirse jamás del ámbito occidental, llama la atención al respecto su actividad incesante, cargada de un resentimiento feroz contra la naturaleza, contra nuestra historia y contra los varones, como si las relaciones de pareja supusieran necesariamente una situación de enfrentamiento maniqueo entre verdugos (siempre ellos) y víctimas (siempre ellas). Ese maniqueísmo absurdo y falaz han logrado trasladarlo a la legislación, como ha denunciado brillantemente el juez Serrano, violentando el principio de igualdad ante la ley, uno de los fundamentos más básicos y justos de las sociedades occidentales. Si un hombre mata a una mujer se trata por definición de un crimen machista; en cambio, si es la mujer la que asesina a un hombre, la pobre es que estaba harta y algo le habría hecho él. Esa es la consigna y sorprende que en una época de librepensamiento nadie se atreva a decir que el emperador está desnudo.

Las feministas odian a la naturaleza, porque les ha dado el poder de engendrar hijos, considerando que este don maravilloso era en realidad una maldición. Por muy paradójico que suene, va a resultar al final que es verdad esa intuición popular de que el feminismo de nuestros días se caracteriza por el odio a la feminidad, al considerar que ser madre o esposa es, en sí mismo, una condena. Solo así se explica el afán necrófilo de esterilizar su vientre y el atribuirle el despótico “ius necandi” que se desprende del atroz eslogan “nosotras parimos, nosotras decidimos”, una afirmación que no resiste el menor análisis y que pretende hacerlas omnipotentes, más allá del bien y del mal.

Para colmo, se da la circunstancia paradójica de que la situación de la mujer hoy, a pesar de los progresos legales, se ha degradado notablemente a un nivel sociológico por diversos factores. Tanto en el caso de hombres como en el de mujeres, las nociones de pudor, recato y decencia han sido ridiculizadas como prejuicios antediluvianos, impropios de nuestro tiempo. La banalización de las relaciones sexuales, puesta en marcha a partir de los años sesenta gracias al cine y a los medios de control de la natalidad, ha producido en nuestras sociedades legiones de don juanes en potencia, la mayoría de los cuales desahoga en internet sus calenturientas frustraciones de adolescentes obsesos. En lo que se refiere a la mujer, abundan cada vez más las lolitas, cada vez más jóvenes, y las “cruelas de ville”, cada vez más ancianas, con faldas tan exiguas como su vergüenza, que fuman, beben, trasnochan y blasfeman como los crápulas machistas de ayer.

Sin embargo, las feministas no están satisfechas con esa cosificación del cuerpo femenino que hoy se practica, como si esa erotización forzada por parte de nuestras féminas fuera aún un homenaje que la mujer otorga a la virilidad. Frente a ello, la estética feminista se esfuerza por presentar a mujeres asexuadas, artificialmente asaeteadas de piercings, tocadas de teñidos con colores inverosímiles, ambiguas, malencaradas y con hábitos higiénicos cuando menos discutibles. En cualquier caso, sigue habiendo cosificación del cuerpo, convertido ahora en herramienta ideológica, según se ve incluso en el “modus operandi” de las Femen, esas activistas que esgrimen sus pechos como los sindicalistas de antaño lo hacían con sus pancartas. Decididamente, cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, pero tampoco lo es cualquier tiempo presente.

El odio a la feminidad se aprecia ya de forma descarada en los escritos teóricos de la llamada “ideología de género” (en su variante de la “teoría queer”) en los que efectivamente se niega toda sustantividad propia a la misma noción de mujer de la especie humana, en una negación de la antropología, lo que sin duda se podría poner en relación con la “muerte de Dios”, como ha hecho desde estas páginas Manuel Alcalde.

Debajo de este feminismo no hay más que rencor contra lo que siempre hemos entendido por humano. Rencor y un infinito afán de protagonismo.