Mimí L’ amour (relatos de amoríos y quereres) IV (Las afinidades funerarias)
Pelayo del Riego Artigas.- Cuando tomé posesión de la casa de mi tía Remedios, en la pequeña ciudad en la que habían transcurrido los últimos años de su vida solitaria, no podía suponer cuanto iba a aprender sobre algo de lo que no tenía mucha idea, la muerte pelona. Ese telón espeso y oscuro que nos cierra el horizonte día a día sin abandonarnos, y que se manifiesta al fin no como lo más cierto, sino lo único cierto que nos sucede a los vivientes. Lo demás es aleatorio y pasajero, sin hoja de reclamaciones posible, que valga.
Si tenía alguna idea, era porque se cierne sobre nuestras cabezas como algo malo o negativo, triste, acartonado y desagradable, que siempre se asoma por una esquina y nos ha alcanzado -se ha interpuesto- en el camino llevándose a seres queridos, con su aliento turbio, triste y oliendo a humedad, pero paradójicamente polvoriento.
Llevaba mis escrituras en el maletín junto a la manda notarial, que traía con cosas de aseo y alguna muda que otra, cogidas al paso para llegar al tren de la tarde. Debía proceder con la luz, el gas, el IBI y otras cosas a domiciliar debidamente.
Durante el viaje había leído unos relatos de Edgard Allan Poe que me regalase una joven señora de Burgos, la bella y tórrida Martina Pi Pita, cuando asistí al entierro de su tercer marido que fue compañero mío en asuntos de blanqueo, trapicheos inconfesables y otras tontunas remuneratorias. Se llamaba Negrete, como Jorge, si bien Bernardo. El libro, que lo metiera en el bolsillo de la gabardina que vestía aquel día, y ahora había cogido del perchero al salir, como mi boina tolosana de Elosegui, lo había encontrado felizmente durante el viaje.
Quería que yo fuese el cuarto, me maliciaba, porque entre sus páginas encontré una foto suya en un bañador indecente, a cuyo dorso me había apuntado su teléfono y su dirección con una dedicatoria muy cariñosa y explícita y que me sonaba mucho, no sé si de Las leandras o de otra revista del Martín: ¡Adminístreme usted lo que el pobrecito dejó! Tal cual, oigan. Acompañada de su firma, que era muy sugestiva y explícita en los trazados, como la rúbrica final, cuando se quería hacer entender.
Así decía textualmente su breve nota garrapateada y mojada de lágrimas y babeo que emborronaba aquello, como lo oyen. Bien es cierto que me daba un aire a lo Clint Eastwood por aquel entonces, displicente y con bucle y todo.
Lo pensaría, me dije, si tan solo supone lo que es administrar y llevar las cuentas… Lo primero sería averiguar el valor del patrimonio y me decía que eso era la suma del capital, más las reservas, menos el activo ficticio, según me dictaba la mercantilidad del caso, y proceder con dobles asientos y sucesivamente en el mayor y en el diario, pero cuando estaba en estas se me aparecía Martina en lo obscuro del cristal, y esta vez sin la parte de arriba y haciendo cosas con las manos muy poco edificantes, que me daban qué pensar y solo se prestaban a malas interpretaciones. Estaba un poco confuso y no quería acertar, pero ya me contarán qué podía hacer. Uno no es de madera.
Me habían impresionado estos relatos terroríficos, estaba sobrecogido por la tristeza y el obscurecer de la tarde –encima- lo había hecho de un modo tremebundo. Un fundido en negro de nubarrones espesos que no desaparecían, descargaban sin cesar y nos perseguían con rayos, centellas y truenos inmisericordes por más que corría el tren, sobre todo en las cuestas abajo cuando parecía huir de aquella maldición arremangando sus faldillas y tirando del fuelle. Una tormenta apocalíptica que acompañaba al breve convoy, estremeciéndolo, con la perseverancia propia de una reala pertinaz, una jauría de presa enloquecida, que hubiese olfateado sangre y purulencias.
Iba en mi departamento con un silencioso señor flaquito y calvo envuelto en una pelliza sobada –y poco aseado porque olía a chotuno mojado, de lejos- que se bajó en Medina y se había dejado un envoltorio de estraza en la red. La iluminación dejaba bastante que desear y el traqueteo me invitaba a adormilarme, pero eran tales los relámpagos y los truenos que les sucedían que no podía sino mirar por la ventanilla azotada por mantas de agua sucesivas y me parecía contemplar en el reflejo de la negrura la efigie sicalíptica de la bella Pi Pita, en un indecente bikini ceñido malamente a sus morbideces ebúrneas y escasito, lo mirases por donde lo mirases. ¡Qué mujerón de yate, Dios, qué protuberancias!
Esta vez era de color crema y las braguitas tenían unas cintitas a los lados anudadas en lazos, sobre los que rezaba: tirez. Había un cartelito que aclaraba para los no francófonos: tirad del tirez.
Habría que comprobar -seguía en ello- lo que había de cierto en todo aquello de los activos inmateriales, los imputs, los decrementos habidos en el ejercicio y lo que sumaban las reservas, pero me distraían esas visiones y no me centraba.
Como iba más sólo que la una, encendí un puro con el que me obsequiara la hermosa en la citada inhumación, no sé si en el pasillo del tanatorio, donde salíamos a fumar la pobre viuda y yo, o cuando los últimos pésames, ya en el cementerio y al atardecer. Quizás en la penumbra del panteón, cuando se había retirado el duelo y ella recomponía ante mí sus avíos y sus cremalleras tras bajar de mis rodillas.
Nos habíamos quedado solos hasta casi anochecer con motivo de los ánimos y pésames reiterados y de la resiliencia ante tanto dolor y desconsuelo, y salimos a escape porque escuchamos el aviso del cierre inminente, las cuernas de aviso y las voces aguardentosas de los enterradores, avisando a los rezagados, que resonaban por los patios vacíos de personal.
-Vamos, fuera todos, decían. Aviso a navegantes. No se nos queden por ahí rezagados, que echamos los cerrojos y se van a enterar. Achtung, achtung, insistían una y otra vez. ¡Las noches en los cementerios son muy poco agradables y no se pega ojo, coño!
Ya se sabe cómo son esas cosas del dolor y la consternación cuando muerden en el calcañar. Venía el habano en tubo de cristal junto al libro y estaba delicioso. Ponía en el costado del tubo: Totalmente a mano con tripa larga. Línea Maduro. Vuelta abajo. No se servía más. Le acompañaba una cajita de gruesos fósforos de cabeza azul con su raspador.
El paquete abandonado por el pasajero descendido en Medina, resultó ser un bocata de salchichón cular, de confianza, cuajado de pimientas y con un pan asentado de masa madre fermentada en frío, que estaba que para qué y que me asentó el cuerpo a sus costuras, con lo que terminé el viaje felizmente y con mayor serenidad hipotalámica. Esto me satisfacía grandemente y me provocaba una sonrisa maléfica y consentida ante los relámpagos y la tronada que nos acompañaba. ¡Chufla, chufla, me decía yo, que no me mojo! ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva! ¡Lástima de botellita de vino, ya me vendría al pelo un buen trago!
En la estación había cuatro gatos mojados que se veían pálidos a la escasa luz, y tomé el único taxi que esperaba en la parada. Eran las doce pasadas y continuaba la tormenta inundando las calles iluminadas por los relámpagos y ensordecidas a truenos espantosos. Era un diluvio universal muy ruidoso, con dejes y connotaciones muy de juicio final, que hacía rebosar las atarjeas.
Tardamos un buen rato recorriendo calles y callejuelas, plazuelas y costanillas hasta que se paró frente a la casa de mi tía. Una casita exenta, de dos plantas muy aparente, con un amplio mirador en la segunda, sobre la puerta de entrada. Enfrente había una farola y no pude fijarme en más, por no mojarme, pero juraría que era una reja de la que emergía una mano huesuda que me saludaba atentamente agitándose.
Al día siguiente, en efecto, pude comprobar que la mano procedía de la sepultura de un maestro de capilla, con fechas del XIX, muy pegada a la entrada y que se había desmoronado de tanta lluvia. Era demasiada agua la caída y muy comprensible la actitud que adoptaba el eclesiástico semi-exhumado ante el secular aburrimiento.
Llevaba las llaves en la mano y mi boina calada. Abrí deprisa y me introduje de un salto, porque la acera era un río. Encendí la luz y me encontré en un vestíbulo amplio y ante un gran espejo. Me reflejaba fielmente en él y me hacía sentirme menos sólo. Me saludé con la boina al quitármela, que dejé sobre la mesa y me hizo cierta gracia la sensación de compañía, aunque se me viese atribulado y con cara de cansado.
Mi lengua, pese a la distancia, se veía limpia al extraerla, lo que me tranquilizó. Aunque hice bajar mis párpados inferiores y agucé la vista, no pude distinguir bien, ni apreciar siquiera cómo se veían las conjuntivas.
Mi mirada, sí se distinguía clara y lejos, al levantar la frente.
En el centro, digo, había una mesa pequeña y por el lateral derecho subía una escalera a la planta superior con un pasamanos de caoba de Cuba muy reluciente, cubierta de una moqueta estrecha y oscura, que, a los lados, dejaba ver la madera pulida y encerada de los escalones. La luz procedía de una lámpara de bohemia en forma de pera y de buen tamaño que colgaba del techo.
Olía a humedad y a cera quemada y flotaba cierto olorcillo a muerte rasa, lo que me indicaba que allí había estado expuesto el cadáver de mi tía antes de viajar al cementerio de enfrente y ser bajada a la fosa, los días que ella habría dispuesto por su temor a que la enterrasen viva, y que no serían ni más de tres ni menos de dos, como el número de las tazas de té prescritas por los ingleses profundos, que tanto les gustara azucarado, acompañado de pastas de mantequilla y con su rodajita de limón, o su toque de bergamota.
En un rincón pude ver un enorme cirio, un blandón de reglamento apoyado en la pared con su pilastra, junto a dos soportes de madera cruda en equis, lo que confirmaba mi tesis. Había un sobre a mi nombre encima de la mesa, en el que reparé al cabo. Era de ella, era su letra de colegio de monjas. Dentro, una nota manuscrita.
En una cara anotaba instrucciones para mi aterrizaje que leí rápido y versaban sobre la luz, la calefacción y el agua caliente, la nevera y cosas parecidas y el dorso se mostraba repleto, con otras cosas mucho más íntimas, picantes y evocadoras, muy prolija de morbo testamentario, sucesorio y bajando a detalles maravillosos –incluso sórdidos- sobre mis virtudes, dotes artilleras y sus efectos en los plexos coroideos y en la duramadre de ella, que no les importan a ustedes –y no sigo, ni me extiendo en detalles- porque es algo muy personal entre los dos, muy íntimo, y que fuera de contexto suenan incluso mal y dan qué pensar al haber un difunto de por medio. Dejémoslo en algo notarial, testamentario, o de últimas voluntades.
Cómo sería esta mujer, que al final me decía, sorprendiendo mi buena fe y en mayúsculas garrapateadas:
-No me esperes a cenar, querido, se me ha hecho tarde.
La metí en el bolsillo de mi blazer para leerla tranquilamente en el escusado como hago con todo lo serio y que requiere atención, y lo hice tras elevar una oración a Dios por su alma, que buena falta le hacía, me dije.
No me impresionaba aquello, nada, porque ella cuando estuvo en Melilla viviendo durante años como hija fiel de un coronel de regulares, había alcanzado el respeto de cuantos la conocieron por su desapego a la vida, su desmitificación de la muerte de cuchara y su firmeza ante las dificultades, animando a todos los atribulados, lavando cadáveres en la morgue, cuando fue menester y atildándoles cuidadosamente para su velorio.
Todos la que la conocieron y trataron recordaban sus palabras sabias, tipo Luís Aragonés, el sabio brujo de Hortaleza:
-Lo importante es vivir, vivir y vivir y volver a vivir. Para eso nos han puesto aquí, y hay que ser agradecidos, que se sepa y que se vea.
Y luego cantaba lo de:
-Apoyá en el quicio de la mancebía, miraba encenderse la noche de mayo… De León, Valverde y Quiroga y de la Conchita Piquer de los cuarenta, y se metía en materia con dedicatorias y onomásticas tipo radio Andorra, con una gracia y un tronío que nos hacían partir de risa, porque cambiaba las letras a su antojo, atraía vivencias y resultaban cosas muy interesantes.
Luego, como enfermera de un hospital de sangre, terminó por adquirir un espíritu legionario que admiraba a los cirujanos, a los que ayudaba muy directamente cuando se mareaban amputando lo que fuese y taponando arterias in extremis, aplicando pinzas de la ropa para cerrarlas, o haciendo torniquetes como si nada. Que no se le fuesen en sangre. También, ayudando en el último trago a muchos valientes que se confiaban a sus brazos piadosos y abiertos, como los mejores para dar el salto definitivo a los del Padre, que ella se imaginaba –me confesaba en el trajín- firme y misericordioso, pero mirando para otro lado en ciertos momentos terribles, en los que se escuchaba la serreta entre colgajos sanguinolentos, y miembros que sonaban al caer al suelo.
Remedios remedió mucho a muchos, muchas veces, y la querían. Era guapa, de cuerpo espectacular y se prodigaba con los ojos cerrados entre los habituales del riesgo, para que cobrasen los ánimos necesarios ante el combate y que se reconciliasen con la Creación en ella, así como que superasen los amargos baches de la vida, cuando todo lo que pisas cede y se hunde como el fango fiematoso. A nadie le despedía sin sacramentar.
Se casó con un brigada de regulares apuesto, rubio como la cerveza y de grandes bigotes que le caían en plan morsa, Atilano Manzano Blanco, que la atizaba cariño a cada momento para sentirse hombre y, pese a los méritos diarios que les satisfacían muy mucho, Dios no les dio hijos. Fue el diablo el que les procuró un sobrino como yo, decía mi tía, hijo de su hermana Casta y que de siempre me tuvo en mucho, me hacía regalos cada cumpleaños, me mandaba jerséis que tejía ella con lanas electrostáticas y con quién era muy feliz cada vez que vinieron a visitarnos, porque la llevaba a remar al río, que nadie quería.
Así podía usar sus bikinis indecentes, lo que jamás supo su marido ni mi madre y lo que guardábamos en secreto los dos, cómplicemente, como tantas otras cosas que hubiesen lesionado los castos oídos de mi madre, e incluso podían haber incomodado al encantador brigada, que entonces aún mantenía el pabellón muy alto, o por lo menos era lo que decía a terceros, porque Remedios no tenía noticia ni evidencia de ello, según me confesaba en el Perejinal. ¿La rutina? ¿Los años? ¿La próstata?
Sobre la hierba de las orillas, amarrada la barca y ya caída la tarde y cuando se desprendía del bikini húmedo para ponerse algo más abrigado, me había enseñado –a dos luces crepusculares, que queda muy bien y lo hace todo suave por lo de la media luz- cuánto hay que saber para triunfar con las hembras maduras, lo que no resultaba difícil porque a la ocasión la pintan calva y no era su caso, ya que ostentaba una mata de pelo largo y sedoso que no vean.
Era una hermosura de mujer y todo eran elogios para mis faenas y mis atrevimientos bizarros cuando los grillos comenzaban sus cantos luciferinos y las luciérnagas nos permitían ubicar la ropa.
Luego, fumábamos abrazados, en full contact como le gustaba decir, al murmullo del agua y comentábamos las jugadas, recreándonos en los detalles pasados por alto, dado el fragor de la carne.
Era mi tía por excelencia. ¡Qué tía, Dios! La vida nos separó bastante y cuando murió Atilano me desplacé hasta Villa Cisneros, me salió a recibir y aún pude consolarla in situ sin miramientos, a volapié y muy satisfactoriamente al regresar a su casa, en el mismo hall y contra una consola Luis XV de caoba, aunque ya pasaba de los sesenta y estaba triste de verdad.
La que tuvo y bien que tuvo… anda que no retuvo, y mucho. Le hice un buen papel y le fui todo lo útil que hay que ser en estos trances. Esos momentos son duros y estimulantes. Ya se sabe que los duelos con pan son menos y si le añades algo al pan, tal que mantequilla, jamón, pickles, o membrillo, pues mejor.
Mira que lo sentí, porque Atilano era un caballero y siempre me reía las gracias y nos animaba a salir juntos cuando les visitaba en Cádiz, porque decía que ya era viejo para andar por ahí y no le gustaba que Remedios se aburriese y se lo reprochara.
No me tuvo enterado de su solitaria y dura enfermedad, quizás por pudor o por el eterno femenino de que no la viese deteriorada y sólo supe de su muerte cuando me citó el notario para leerme su última voluntad declarándome heredero universal de un buen patrimonio, que habían reunido con su esfuerzo, sacrificio a veces, y muy buena suerte con los ciegos; que la merecían. A los pocos días me llamaba Fulgenchu –o Carmencia- no sé bien, una amiga que la había asistido y nos encontraríamos en la casa el día y hora acordados.
Cuando andábamos de juerga en aquellas noches gaditanas, era admirada y codiciada por cuantos la veían, porque no se inhibía en estar atractiva y hermosa para amejorar el ambiente, darle tono y que lo disfrutase el personal.
Yo era el primero, con Atilano que no se quedaba atrás, y la incitábamos a exhibir sus encantos de los que gustaba ser generosa con quienes la sacaban a bailar en los chiringuitos, lo que ocasionaba algún mal entendido cuando se cuadraba y se negaba a seguir por donde les inducía y me obligaba a sacar la navaja de siete muelles que me había regalado el brigada –que era muy previsor- y ponerme pajarón y desafiante en el apechugamiento de pechador arrabalero previo al combate, pleno de frases redondas, manidas y sabidas, con quienes disputaba. Revolvía mis cabellos con una mano, encendía mis ojos con un vivo tinte rojizo… como sanguinolento y procedía con arrojo decidido.
-¡Que te saco la cheira, que te saco la cheira! Les gritaba a cuantos se enfrentaban a mí, en grupo y amenazadores, empuñando la faca aquella y haciéndola brillar al contraluz, en un alarde de soltura arrabalera.
Ella les advertía para facilitarme las cosas:
-¡Cuidado con este, que es de Sasamón, recriado en Mendavia, en la misma ribera y se ciega con el olor de la sangre y los menudillos! Avisaba. ¡Que no os haga un roto! ¡Metido en faena, no hay quién le pare!
Y rápidamente se replegaban sin más, mirando al tendido, con las manos en los bolsillos y haciendo como que silvaban, … “y no hubo nada”.
A ella le agradaba que lo hiciera así de sobreactuado con los gachés, en plan Bizet. Era mía, era mi tía más carnal de las que tenía. Jo, qué tía.
¿Iba yo a permitir que me la andasen ahí, como si nada, esos desarrapados? Además, después de estos enfrentamientos y desgarros –con mucho de opereta y grandilocuencia baladronera- en los que llegaba a haber palabras de muerte, Remedios me remediaba el disgusto -y vive Dios, que sabía hacerlo- con creces, porque como ya he dicho, había sido enfermera aguerrida y hablar de sangre le excitaba, le volvía a la juventud de la efervescencia sin sobreseimiento de la Carmen de Ronda y le salía la fiera cigarrera, carnívora y eugenésica que llevaba dentro de sus carnes trigueñas, prietas y perfumadas.
-¡Oh, eres mi paladín! Exclamaba a la que se abrochaba y recomponía sus vestiduras desgarradas.
Hacía las tortitas de camarones y el adobo de cazón como en la mejor tasca de la tacita de plata y siempre recordaré el guiso de morena que se cascaba, con arroz, azafrán y bien de ajedrea.
En un tris estuvimos de largarnos a Paris a vivir juntos cuando me dieron el Fastenrath de novela corta por The getto in the Bureba, side by side, una versión postmoderna de la Hortelana y el Comendador de Ocaña, no lo voy a negar ahora, pero Atilano era una bella persona y lo repensamos, bebiendo manzanilla, hasta acordar finalmente continuar la lid tal cual estaba, que era lo mejor para los tres y lo más que hicimos para celebrarlo fue viajar, a Peñaranda de Bracamonte, a la encontradiza y pasar allí dos días a calzón tirado.
Ya se sabe lo bien que se pasa intramuros y el relajo en el que se cae cuando hay motivo de celebración, como lo hubo. Ni una voz más alta que otra. Solo resuello y respiración afanosa al quiebro.
Vino una época, pasado este mal volunto, que cuando llegaba yo, tras avisarles desde la estación, Atilano se pasaba las palmas por la cara repetidas veces guiñándole un ojo y decía que se iba al barbero –el de la filarmónica que repasaba una y otra vez la hoja vaciada sobre el cuero o suavón para matar las rebabas- y nos dejaba solos más de hora y media, que si calculan ustedes bien, son noventa minutos, un partido de futbol de dos tiempos, el primero y el segundo, que da para muchos goles, uno en cada tiempo al menos, y a veces hasta con prórroga y penaltis, un tercero, como pasa en los partidos de verdad, que van andando y poco más que arrastrando los pies.
Ahora, sólo en aquella casa y con la tormenta arbolada hacia fuerza cuatro –era una ciclogénesis obsesiva, vamos- no me quedaba sino esperar a la mañana y ver cartas. Pasé a la cocina y en la nevera había champagne, latas de caviar y de paté, así que resolví la cena sin dificultad.
Encontré una frasca de whisky añejo en la mesilla de su dormitorio y un vaso limpísimo de cristal tallado con la pintura de sus labios dibujada en él, dejado a propósito por ella y para mí, en plan despedida hortera, sobre un pañito de encaje de Guipur y me preparé un cometido muy satisfactorio con bien de hielo y soda que, junto a mis oraciones y debidamente santiguado con el agua bendita de una pila de plata en la cabecera, me procuró una paz y una resignación que me permitieron dormir hasta las ocho de la mañana, pese a los truenos y el aguacero que no cejaban.
Lo hacía entre su perfume de siempre que emanaba de la almohada y que me mantuvo en una continua ensoñación -justo lo contrario de lo que es una pesadilla- en la que correteábamos por un florido prado verde esmaltado de flores y siempre la alcanzaba y siempre le daba lo suyo, entre risas y besos, sobre el terreno, cuándo me despertó un trueno espantoso, que me devolvió a la cruda realidad de la soledad de Alcuneza.
Entraba la luz por la ventana, la busqué inútilmente palpando entre las sábanas para continuar la juerga que nos traíamos y apesadumbrado al advertir que ya no la tendría más, me asomé a contemplar el chaparrón de alarma naranja tirando a fucsia, que descargaba en aquel momento. El estruendo era ensordecedor.
Frente a la casa, podía contemplar, entre una cortina de agua, el resplandor de los rayos y el fragor de los truenos, un cementerio recoleto circundado por una verja muy elaborada y romántica, lleno de cipreses erectos y en el que divisaba algunos panteones muy historiados y barrocos plenos de ángeles, volutas, flámulas, cruces, inscripciones y personajes de piedra cubiertos de musgo y líquenes, que se mojaban resignadamente. Allí reposaban sus restos.
Sobre la reja de entrada rezaba Cementerio de los Santos Matías y Atilano y debajo, como a mitad de un palmo escaso, entre un alfa y una omega, Como te ves me vi, como me ves te verás. Ahí quedaba eso. Me dio un escalofrío, agradable en cierto modo y bajé a la cocina. Era un aviso de cómo proceder, pensé. Por la escalera exclamaba:
-Ay, Remedios, Remedios. ¿Cómo remedio esto? ¡Qué faena me has hecho con tu marcha! ¿Qué va a ser de mí?
Hice café y esperé sentado en la cocina hasta que escampó para poder salir. Había tomado una ducha caliente, me recompuse y adecenté cuanto pude, sacando lustre a mis zapatos y sacudiendo bien mi boina tolosana. A las diez vendría la que fue compañía y cuidadora de sus últimos días, con quién había hablado antes de venir, Fulgenchu –sobrina de Carmencia- o bien Carmenchu -sobrina de Fulgencia- no sabía bien y de la que tanto había oído hablar a mi tía en tiempos, cuando su vida, con elogios, ponderaciones y cariños muy especiales.
-Es de mi escuela, me había dicho entre besos y caricias exploratorias muy osadas e innovadoras, una tarde de agosto.
No me había fijado yo mucho en aquello que decía, por estar más atento a los manipulados artísticos del barro en el que estamos sumidos, y ni siquiera haber tomado nota de su mensaje. ¡Cómo me tenía! Pero en estas horas bajas, cuando más falta me hacía, me venía a la memoria, si bien con imprecisión. ¡Lo que es la vida!
Con el paraguas más grande que encontré a la entrada, me llegué a un barecito cercano, donde me sirvieron unos huevos con panceta y café que me hicieron mucho bien.
Se llamaba El difunto Matías –era un cartel en caracteres amarillos sobre morado que quedaba muy fúnebre, al que acompañaba la apostilla “tus clientes no te olvidan” en caracteres dorados- y la especialidad era el Picadillo al muerto, tal como rezaba a la entrada y en el gran cristal de la barra con blanco España, en el que se ofrecían Riñones de todos los santos, Cocido de ánimas, Epitafios a la crema, Rascayús en tomate picante (de temporada), Trompetas de los muertos al gratén, Mortajillas fritas en aceite de oliva y cosas así.
Para los postres se anunciaban un Suflé Resurrexit, de café, y Responsos de nata o de crema pastelera, al gusto. Una especie de saleros grandes tenían escrito Indulgencias; era azúcar glass para espolvorear sobre los churros y los responsos. Todo ello del día y casero. De confianza, claro.
Junto a mi mesa desayunaban unos enterradores muy simpáticos, que festejaban la lluvia y el asueto que les traía. Devoraban unas costillas fritas y habían llenado un plato de huesos, algo muy propio en aquel ambiente distendido y con los que me informé de cuanto debía saber sobre el camposanto y la escatología.
Les invité a unos anisados tipo Pernod con agua y hielo –purito pastís- les ofrecí unos cigarritos –charutos- tipo breva y todos nos volvimos lenguaraces, cuando el ambiente era mortecino. Les tiré de la lengua –creo que me pasé- y me contaron que conocieron a la bella Remedios, con la que se habían sentado a esas mesas a beber y tomar café y a la que dieron tierra afligidos hacía casi un mes.
-Se nos ha ido en nada, comentaban.
Hicieron grandes elogios de su hermosura, de su rostro, de sus ojos y de sus piernas y en general de su cuerpo turgente y vistoso y lo bien que lo pasaron en aquellas veladas mantenidas los últimos años, desde que se instaló allí, y adonde traería los restos reducidos de Atilano desde Villa Cisneros, y cómo habían celebrado juntos las noches de difuntos desde entonces, pasado ya el día de los santos, que no paraban.
Consistía, desde que ubicaron a Atilano en semejante panteón, en llegarse aquella noche a él, donde Remedios tenía ya nicho reservado, con lápida grabada a falta de fecha, beberse un caneco de aguardiente del mejor y comerse una bandeja de Responsos variados, sentados allí en unas pilastras hasta la madrugada.
Unas veces rezaban fervorosos y largos rosarios, y otras la bella, como la nombraban con mucho cariño y respeto, les alegraba los ojillos con unos escorzos muy hermosos en una contradanza muy vital, que llamaban el rito del Tenorio versus el Comendador, acompañándose con leves toques de un grave pandero -muy fúnebres, aseveraba uno de ellos, cual el toque de difuntos- lo que les hacía sentirse en la gloria -feel heaven- a lo Fred Astaire.
-Algo de tintes paganos, sin duda, de druidas, decía el mayor de ellos dando una calada al purito y lamentándose de su marcha, a la vez que se recolocaba la boina debidamente ajustadica, ante un espejo, con cierta coquetería.
Al final, comentaban, se quedaba con el Rubio, que era un enterrador joven, que decían que se parecía mucho a mí, y que se cavaba una fosa en lo que los otros corrían malamente una losa ayudándose de rodillos y cabestrante polipasto, y que se había pasado a la Funeraria municipal desde que ella muriese debidamente sacramentada y certificada, que se ganaba más y tenía economato. Mira si sabía lo que hacía.
Éste les contaba las maravillas de la amanecida en el panteón junto a ella, y de sus hermosuras sobre la fría piedra, tanto como recitando a don José Zorrilla, a don Mariano José de Larra y a don José de Espronceda. No me extrañaba. Mi tía era excepcional y muy auténtica y sincera en todo.
¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
O arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro…
Quedamos en que me llevarían hasta su panteón y me abrirían la puerta para bajar a dejar flores y poder orar ante su lápida, en la que ardía una lamparita con aceite para un año al menos, me aseguraron.
Fulgenchu -que al fin era, sí, Fulgenchu sobrina de Carmencia, y no Carmenchu sobrina de Fulgencia- resultó un pibón rubio, muy desarrollado y de muchos vatios y fuertes costuras. Con un retraso de veinte minutos se presentó en la casa y el resto de la mañana, tras un desayuno de verdad –mientras tronaba sin cesar, llovía a mares y apetecían los huevos fritos con chistorras- lo dedicamos a revisar todo armario por armario y cajón por cajón, aliñándonos unos cometidos de ginebra con tónica, especias y hielo en los entreactos, según nos entristecíamos y nos venía la hipoglucemia depresiva.
Esto y la enorme tormenta me permitió conocerla mejor y avistar cosas muy interesantes en ella, sobre todo al acometer los altillos entre relámpagos y estruendos, a los que se prestaba a subir para hacerse cartel y cuando la tenía que sujetar de la cintura y de lo que no lo era, arriba de una escalera y ayudarla a bajar con cosas en las manos, por lo que tenía que confiarse a mí sin miramientos, ni tontunas.
Lo hacía sonriente y sin protestar, sabiendo de fijo cómo iba a ser el aterrizaje y cuánto contravendría su virtud. Fue algo ciertamente tormentoso, que nos complacía, aunque dijésemos otras cosas manidas, como:
-¡Uy! Perdón, no quería…
También tuve ocasión de conocerla mejor cuando se probaba ropa, complementos y lencería de mi tía, entre rayos y truenos, que le sentaban la mar de bien con esa música incesante, porque tenían calibres y proporciones muy similares y utilizaba el mismo perfume, que ella. A cada poco venía a mis brazos asustada de los truenos, y según la sorprendía el trallazo, lo que daba pie a situaciones equívocas y a malos entendidos, muy poco fúnebres sí, pero muy consoladores y gratificantes para entrambos dos.
Comimos a eso de las dos, en el Difunto Matías, un Cocido de ánimas excelente, de tres vuelcos y medio, con bien de Vino de ciprés, gran reserva y no tuvimos otra opción que echarnos una siesta de avío y eso que yo era muy remiso a hacerlo tan pronto, porque me sentía de luto riguroso -en eso soy muy mirado- y me parecía mal no guardar un poco las formas y los tiempos de toda la vida, pero es que caímos como fulminados y todo resultó muy inocente… Bueno… Bastante. ¿Para qué mentir?
Creo que fueron las copitas de un licor llamado Últimas voluntades, de 60º al menos, que sabía a menta piperita o sativa y del que repetimos para bajar el cocido al suelo, que tenía categoría de lebaniego o montañés, de tan arriscado y montaraz que se mostraba al salir de los chiqueros.
Nos dio el tiempo justo para echarnos una manta encima y fue al despertar, a eso de las ocho y media, con otro episodio de tormenta apocalíptica, de rayos y truenos espantosos, cuando nos dimos cuenta de las horas dormidas, y cuando nos entró una cosa misteriosa que nos retuvo allí. Nos preguntamos ambos a dos, mientras fumábamos desnudos:
-¿Adónde vamos a ir que más valgamos y estemos mejor que aquí, calentitos y así de pegadicos el uno al otro? Está la tarde de perros y desapacible en extremo. Nos revolcamos un poco con el debido respeto y continencia para hacer ambiente y le confesé:
-Me siento muy sólo sin ella, Fulgenchu querida. ¿Qué va ser de mí?
-Yo pondré remedio a eso para que no sufras, sé cómo hacerlo, tengo información muy valiosa sobre ti, tus texturas, querencias, gustos y los retrogustos más rudimentarios y primarios que puedas suponer. Los equilibristas al trapecio y los payasos a la pista, mi amor. No hay otra. La función tiene que seguir. Ya no hay más Remedios para el asunto, se acabaron. Ahora pintan Fulgenchus. ¿Te pispas?
Y me lo decía de un modo tan sugestivo y amoroso, cogido de los cabellos y trabado de piernas con las de ella, que no dudaba de su buena fe y mejor crianza y la miraba agradecido y sin resquemores, dejándome hacer.
-Qué bien que te tengo, Fulgenchu, añadí desde mi trabazón. No sé qué hubiese sido de mí si no contase contigo para estos menesteres y trámites tan engorrosos. En habiendo confianza, todo discurre como en manteca.
Ella asentía con la cabeza y daba cartas sin liberarme. Lo hacía perfecto y me daba un regusto a encabezado.
-Tú, déjame la batuta -reía maliciosa a la que se hacía con ella- que yo me ocupo del hipotálamo y de la cosa cortical, cher.
Un resplandor brutal y un trueno espantoso que estremecía la casa y parecía llevarla a ruina sin previa declaración judicial, ni interdicto alguno, partía un enorme ciprés por la mitad ante nuestros ojos y lo hacía caer sobre la verja de la entrada, montando un espectáculo dantesco, porque arrastraba cruces y lápidas y hacía incorporarse algunas sepulturas por el efecto palanca, como si las empujasen desde el fondo en plan Josafat. El maestro de capilla del saludo había quedado enganchado en la verja de la entrada, bueno, el esqueleto.
Se abrían algunas lápidas y quedaban otros difuntos en pie, con la que estaba cayendo. Parecían sorprendidos en un renuncio escatológico intensivo. Asomados a la ventana, nos abrazamos horrorizados y dispuestos a morir y visto lo visto, regresamos al lecho, bajo las mantas acogedoras.
¿Anunciaba este derribo apocalíptico, el comienzo de una nueva época en mi vida, que no me desagradaba en absoluto? Tenía toda la pinta.
Lo habíamos contemplado por la ventana abrazados e impresionados de verdad. Bajamos las persianas y allí se quedó eso tan brutal. Esta vez tras ducharnos, y atizarnos un cometido de sabia mezclilla, cargadito, nos deslizamos entre las sábanas hasta que amaneciese. No teníamos ninguna prisa en que lo hiciera. Habíamos dejado unas copas en la mesilla para reponer fuerzas y por si la sed, que esas cosas dan mucha. Una bandeja de responsos de crema pastelera acompañaba nuestro duelo.
En la cama se mezclaban el perfume de mi tía y el de Fulgenchu, que siendo el mismo, con el propio de la feromona idiosincrásica y cascabelera, resultaba diferente, agradabilísimo, afrutado y fresco, y al que se sumaba el de la ginebra especiada… Diría que ronde a la bouche. ¡Qué les voy a contar! Ya desayunaríamos en el Difunto Matías cuando procediese. Ahora, al bollo, tal que los vivos.
El ruido no nos importaba, porque no pensábamos dormir mucho, así que nos aplicamos a ello con denuedo del bueno. Lo furibundo de la tormenta desatada sobre el pobre cementerio, hacía enormemente grato el ambientillo del dormitorio y nos estimulaba a luchar por la vida bajo las mantas.
¿Para qué queríamos más? Los estampidos impedían que se escuchasen los gritos de Fulgenchu cuando la espoleaba en los ijares y el costillar para coger altura.
Lo de oír llover y no mojarse es una delicia y si vas a ver, está al alcance de cualquiera que se lo proponga. Digo.