Mimí L’ amour (relatos de amoríos y quereres) II (Titina)
Pelayo del Riego Artigas.- Desde Pancorbo a la casa donde me crie –en la que no figura una simple placa siquiera- no hay más de media legua escasa, lo que al final se queda en tres kilómetros de paseo, que no excede de media hora, al menos entonces no la excedía. En bicicleta no pasa de diez minutos. Iba poco a Ameyugo y Santa Gadea, y rara vez a Miranda al cine, o en ferias.
Hace muchos años, fue un molino harinero. De buena construcción en piedra sillar, es muy grande y espaciosa y dispone de un caz y una presita en la que se pescan carpas, tencas, percas y barbos y un amplio huerto cuyos tablares se riegan con facilidad. Se escucha el murmullo de las aguas en todo momento, nos acompaña. Una extensa chopera se extiende al otro lado, cubierta de hierba y maleza, donde tanto he jugado a bandidos, he amasado barro de arcilla blanca, he descubierto nidos y recolectado setas de otoño.
El pago disponible en el entorno y debidamente titulado por hijuelas, se extiende a un robledal y multitud de quejigos, gayubas y carrascas. La casa es de dos plantas y da la cara a una solana deliciosa, por donde andan las gallinas confiadamente, picotean y nos acompaña un perro cariñoso y dócil, que sabe distinguir los olores y los sonidos y nos avisa de todo.
Multitud de tiestos y latas de bonito pueblan de flores la fachada y una parra virgen se abre paso hasta el tejado. En otoño se pone roja y en invierno deja ver su esqueleto. Hay una pocilga en la parte de poniente, donde se crían anualmente un par de cochinos y desde hace unos pocos años, una vaca se aloja en su proximidad y pasta por el prado vecino a la casa, que se extiende en unas cuantas áreas por la ribera del regato, un afluente del Oroncillo, que baja de la serrezuela y va al Ebro.
Mis abuelos adoptivos –porque a los míos paternos, que eran de Miranda, se los llevó una riada y me desvinculé, e incluso llegué a odiar al Ebro- no eran ningunos potentados, pero me querían. Me cuidaban en la ausencia de mis padres Amancio y Remigia que eran feriantes de altura. Su actividad festiva duraba desde primavera a finales del otoño, que remitían las fiestas.
Cuando regresaban con el camión, venían cada vez más cansados y con las caras más largas, porque era un coñazo de vida. Una vida que les hizo ilusión mientras fueron jóvenes, ella una guapa hembra de la que presumía el Amancio y las circunstancias sociales les favorecían cuando me trajeron al mundo. A los pocos años tuve que recibir escuela y me dejaron con estos abuelos -Recaredo y Fredesvinda- carentes de hijos y nietos, que se ofrecieron a mantenerme y cuidarme tras aquella desgracia y en virtud de la vieja amistad que mantenían con los de verdad. Me dieron doctrina y me pusieron en manos de don Miguel, mi maestro -que fumaba y era de Cantalejo- y en la fraternidad de mis compañeros.
Me habían conocido de pequeñín y me tenían ley como yo a ellos. Tengo vagos recuerdos de aquellos años en los que anduve de feria en feria y conocí muchos lugares diferentes. Recuerdo luces y músicas, a mis padres risueños, a mi madre muy guapa, fuerte y sonriente y rostros de personajes que me jaleaban y me hacían garatusas en las mejillas, carantoñas y cucamonas y recuerdo reír a modo con ello. Aquella época olía a churros, a gasoil y a grasa de litio.
Cuando advertí lo que era aquello, lo que significaba esa vida nómada, me comencé a dar cuenta de que mi padre cojeaba, había perdido pelo, se había vuelto refunfuñón y no se quitaba la boina ni para comer, su cara estaba seria y se sentaba en la banca de la entrada a fumar sus liados de picadura mirando al infinito. Mi madre tenía el cabello blanco y grandes surcos en sus facciones, bolsas bajo los ojos claros y bondadosos y una escualidez que me impresionaba. Ya no era aquella hembra que satisfacía a mi padre cuando la pillaba en el rincón más oscuro del camión, bajo la lona, y la hacía gemir y reír a la vez. Pensaba que eran cosquillas.
Los años no habían pasado en balde. Cuando regresaban, ajustaban cuentas con el viejo matrimonio. Satisfacían lo estipulado para mi manutención y cuidados, se interesaban por el relato de mi conducta y progresos y agradecían a la pareja mi buen aspecto y buena evolución traída y yo la bondad de sus juicios que destilaban amor y generosidad, como los de mi maestro, el bondadoso pero estricto don Miguel, al que visitaban y les aconsejaba sobre mi futuro. Me traían cosas que habían adquirido para mí y algo para ellos, como imágenes de sus devociones y recuerdos de las fiestas a las que asistían.
Les quedaba lo justo para mantenerse hasta la nueva temporada. Ocupaban una habitación en la parte de arriba, junto a la mía y a los pocos días de la arribada, mi padre se incorporaba al huerto y a hacer leña para los fríos, sustituyendo al buen Recaredo que ya era viejo. Mi hacendosa madre a las tareas y cargo de la casa, a la matanza de san Martín, al amasado del pan, y a las coladas de ropa, en relevo de Fredesvinda, con lo que su manutención era nada y estando ellos en la casa me encontraba muy bien, me placía que volviesen y me gustaban sus besos.
Quería que nunca volviesen a marchar de allí y muy posiblemente nunca se irían ya. Era necesaria su presencia y se lo sugerían ellos muy dulcemente, porque no tenían ningún otro heredero.
Leía cuantos libros encontraba en el enorme sobrado, durante las vacaciones, y los absorbía codiciosamente. Procedían de la juventud de don Recaredo, que había sido agrimensor y persona curiosa del saber por el saber. Había de todo y bastante, y pasaba horas tendido, acodado, sobre un serón a la luz de la tarde, bajo el ventanuco de la amplia mansarda, sin que nadie supiera de mí. También dibujaba a lapicero y me instruía en una gruesa enciclopedia ilustrada, al margen de las enseñanzas de don Miguel.
Oía a los pajarillos que andaban cerca y sonaban en la tejavana, lo curioseaba todo, incluidos los viejos baúles que habitaban aquello, en los que había cosas. En uno de ellos, enorme y oscuro, encontré soldaditos de plomo, una buena cantidad y muy bonitos. Eran dragones de caballería, y con los que jugué mucho tiempo, como con un tren eléctrico con vías y cruces, con el que pasaba horas y horas sin dar guerra ni molestar a los abuelos. Yo mismo lo reparaba cuando tenía alguna avería inoportuna. Aprendí a estañar, que no es fácil.
En un álbum muy grande, había retratos de abuelos y bisabuelos y unos muy elegantes de la boda de Recaredo y Fredevinda, jóvenes y guapos. Ella era una belleza que, aunque no tenía muchas referencias para apreciarlo, lo advertía a mi tierna edad. Resultaba espectacular la generosidad de sus pechos, sus enormes ojos y la dulzura de su gesto en todo momento. Yo percibía que se amaban, que había un toma y una daca y que ella dominaba el asunto porque poseía el atractivo de una hembra muy especial. Mandaba.
Muchas veces me acompañaba el gato en la paz de la troje. Me quería porque le daba muy buen trato y a veces se venía conmigo a la arboleda inmediata a la presa y me hacía exhibiciones escalando por los troncos de los chopos y cazando topillos, a los que mantenía a raya. Entraban en su boca y colgaba el rabillo. Llevaba el glorioso nombre de Espartero y se llevaba perfectamente y en armonía con el perro Zaburdón, que era una mezcla de mastín y pastor y un santo.
Por las noches leía en la cama –mi gran placer- a la luz de mi humilde lamparita de mesilla, mientras escuchaba el sonido de la lluvia en el patio y sobre el tejado y el gato se enroscaba a mis pies sobre la espesa colcha y disfrutaba del confort de mi reposo con suaves ronroneos. El perro dormía en el portalón y escuchaba los ruidos de la noche y velaba por el bienestar de las gallinas que estaban a su cuidado, por lo de los zorros que andaban por allí. Les arrufaba, les gañía y no se atrevían con él. Era muy consciente, parecía que las contase y no se le pasaba ni una. De vez en cuando se le escuchaba en las sombras de la noche, se hacía sentir. Era suficiente. No tenía ni que ladrar. Ni se movía.
En mi bolsillo, cuando los paseos y descubiertas, siempre llevaba mi tirador de largas gomas de cámara y férrea horquilla hecha del asa de un balde, perfectamente moldeada en el banco de carpintero que había al fondo de la cuadra por el buen Recaredo, que había sido requeté. El alojamiento de los cantos y pedrezuelas –mi munición- era de badana fina y jamás disparé contra los pajarillos ni nada que viviese y tan solo daba sustos a las maricas ladronas, las picarazas, para espantarlas no más, pero tenía buena puntería y les daba a los botes a distancia, haciéndolos sonar.
Doña Fredesvinda, que era de la más profunda Bureba -de Briviesca nada menos- era adorable, muy echada para adelante y gustosa de los elogios y piropos que le vertía su marido a cada momento. Hacía punto, guisaba y cuidaba de todos. Ya andaba por los setenta y resultaba guapa, bien plantada, usaba agua de colonia de cítricos, muy fresca, lucía peinados muy trabajados y favorecedores y se pintaba los labios cuidadosamente, aún gruesos y apetitosos, entre los que se veía una sana dentadura blanquísima. A veces cantaba tonadas de la Piquer… Él vino en un barco, de nombre extranjero y lo de la Bien pagá de Miguel de Molina. Me gustaba oírla entonar, porque lo hacía con sentimiento.
A veces Recaredo la copaba arriba, junto al dormitorio, en una esquina del recodo y se besaban. No indagaba sobre ello, pero me maliciaba algo en lo que no debía intervenir. Sentía sus jadeos y me sonaba a algo serio. Alguna vez la había escuchado desde la escalera, que decía con voz muy grave:
-Aquí no Recaredo, por favor, eso no. Luego. Nos puede ver el niño.
Cuando ocurría esto, yo bajaba calladamente, cogía la bicicleta y me iba por los caminos para no importunar. Era el tono de su voz, la gravedad con la que decía, lo que inducía mi proceder.
Normalmente me acercaba al casar de la Tablaja, la del aserradero, en la que vivía mi amiga Titina, una rubita casi de mi edad, espigada, de grandes ojos verdes, de largas pestañas y cariñosa, que me llamaba Pasitos -vete a saber por qué, las niñas son así- y que me recibía siempre cariñosa y alegremente.
Me llevaba a su huerto de la mano a coger fruta, trepaba por los árboles, yo iba detrás para asegurarla y ella me permitía mirar sus braguitas blancas. Decía que eran de perlé. No se recataba y me sonreía afectuosa cuando me sorprendía. Me atraía y la quería para mí sólo.
Sentados entre las ramas, además de coger fruta hablábamos y mirábamos a nuestro alrededor y en la lejanía le indicaba los montes del entorno que veíamos, por sus nombres y ella se admiraba de mi sabiduría. Titina cogía mi mano y a mí me placía que se sintiese más segura con ello. Alguna vez sorprendimos un nido muy bien asentado, con tres huevecillos pintones y nos abstuvimos de tocarlo.
-Parecen de chorlito, me dijo muy seria. Si los tocas las madres los aborrecen y los abandonan, sentenciaba.
Cuando bajábamos llevábamos las manzanas o los higos en las manos, en los bolsillos y en su falda, que recogía hábilmente a su cintura formando un saco y los comíamos sentados en un ribazo del riachuelo, sobre la hierba sombreada por un inmenso sauce.
Allí me enseñó en una tarde calurosa de finales de verano a besar, cuando andábamos por los nueve o diez años. Aproximó sus labios prominentes, gruesos y jugosos entre los que brotaban sus blanquísimas palas, a los míos, espontáneamente, en un silencio solemne y se quedaba quieta. Yo temblaba. Era algo nuevo para mí. Después cogía mi cabeza con sus manos y me besaba las mejillas cuidadosamente y con delicadeza, a poquitos, para terminar en mis labios. Era una magia quirúrgica y cuidadosa. Se escuchaba el agua cantarina del regato. Yo me sentía en sus manos y me estremecía.
-Eres guapo, me decía sin separar sus labios de los míos. Me gustas.
-Y tú a mí. Pareces una muñeca, con pecas… Un ángel pecoso. Me haces cosquillas… tan suave.
Yo estaba como un pasmarote, sentado a su lado y sin atreverme a tocarla. Olía a romero y a lavanda. Sus labios sabían dulces y me producía un gran placer eléctrico su contacto con los míos. Notaba que algo me crecía y ella ponía una mano allí y me lo hacía saber, porque murmuraba como admirada del prodigio.
-Uhhhgg… Pasitos… Te crece.
Entonces su boca buscaba la mía de nuevo, se tocaban nuestros labios en una sensación de intimidad intensa que me sorprendía gratamente y poco a poco me atrajo sobre ella.
Una vez que caímos abrazados entre la hierba permanecimos quietos, en silencio –como liebres- bebiendo nuestro aliento y sintiendo nuestros cuerpos reaccionar a su aire, y debidamente ajustado el uno al otro. Yo advertía que las pecas que cubrían el lomo de su pequeña nariz y parte de sus mejillas la hacían muy graciosa y que su rostro se ponía ruboroso. Sentía placer teniéndola así y quería que nunca se acabase aquello. Ella permanecía muy seria y cerraba los ojos. Respiraba afanosa. Su aliento era perfumado y yo lo respiraba con placer. Eso era todo.
Resultaba delicioso e intemporal, como había leído en el libro de Dafnis y Cloe de Valera y luego estuvimos tendidos el uno junto al otro mirando las nubes y escuchando el rumor del agua.
Parecía que despertásemos de un sueño. Ella no hablaba de esto, tomaba mi mano y la ponía sobre su vientre entrelazando sus dedos con los míos. Al rato de silencio me preguntaba:
-¿Qué nos pasa, Mateo?
-No sé bien. Creo que debe ser así.
-A mí me gusta.
-Y a mí. Es muy agradable ¿Verdad?
-¿Siempre estás así? Y señalaba con su mirada mi bulto en los pantalones.
-No, de verdad. Solo cuando estás tú a mi lado, muy junta y si nos besamos, más. Se pone imposible. Va por su cuenta. Luego se encoge.
-¡Qué cosas te pasan, Mateo! Pero me gusta que sea así y que lo sea por mí. A mí me dan como cosquillas donde el pis al sentirte cerca y no me crece nada, pero me gusta.
-Lo vuestro es una rajita y un tubo y tenéis un niño muy pequeñín en el vientre, encogido y del revés, cabeza abajo. Lo he visto en una enciclopedia ilustrada y en un belorcio alemán que anda por el sobrado. Está junto a las tripas.
-Mi madre me ha avisado de que cualquier día sangraré y que es natural.
-Vete a saber. Las mujeres sois lo que sois. Mi abuelo dice que os parecéis a las armas, que os carga el diablo y tiene una espindarga sobre la chimenea y un cuerno con tapa enroscada, para la pólvora y otro con bolitas de plomo. Dice que es del Riff y que la trajo su padre cuando estuvo de cuota con Primo, en Alhucemas.
Titina me miraba muy seria y volviéndose hacia mí se acodaba chupando lo blanco de una hierba arrancada.
-¿De cuota? ¿Con un primo? ¿Dónde está Alhucemas?
-En África.
-Jo. Pasitos. Ya se ha encogido, mira. Levantaba las cejas admirada. Ya no es lo de antes. No se nota.
-¿No te decía yo?
Había dispuesto un extraño alfar en la trasera de la casa, en un camarote de trastos, era mi nido secreto y allí limpiaba de piedrecitas la masa de arcilla blanca que recogía en una veta junto al caz. Lo hacía en una vieja jofaina muy desportillada y amasaba aquello hasta alcanzar algo uniforme y suave que se dejaba manipular… y lo modelaba.
Usando un cojinete que me diera Recaredo, había montado un disco de plancha de madera sobre una banqueta de ordeñar y giraba suavemente al empujarlo. Hacía vasijas, pero no sabía cómo hacer que funcionase sino dándole con una mano. Había visto hacerlo a pie. Le preguntaría al abuelo que seguro que sabría cómo debía ser y me ayudaría.
Me gustaba dibujar, de siempre y mi maestro decía que no lo hacía mal, que era un don, como el gran río ruso que yo identificaba con los cosacos –el que desemboca en el mar de Azof, que es como un globito encima del mar Negro- y que debía practicar, y había trazado en un cuaderno un personaje tendido boca arriba, desnudo y con la cabeza de lado. Como malherido.
Hacía jarritas y vasijas con mucha dificultad y muy rudimentarias, que dejaba secar al sol y cocería algún día –que esa era otra- y moldeaba cabezas, que para eso no era necesario que girasen y en cierta ocasión acometí el personaje dibujado y me pasaba horas añadiendo sus miembros, su cabeza, sus brazos…
Humedecía todo cada día y lo tapaba con un trapo mojado, para poder modificar y corregir al siguiente y advertía que no sabía bien la anatomía necesaria para que pareciese de verdad, como los cristos de las iglesias, que había visto uno en la de Santiago. Era como tener un hijo al que hacía a mi capricho y quería que saliese bien.
Una tarde, apareció Titina por allí atrás y dejó la bicicleta tirada junto a la puerta. Desde allí se escuchaba la caída del agua desde la presa por el caz. Era un rumor grato que invitaba a la ensoñación. Se aproximó hasta mí, que estaba pringado de arcilla y me besó en el cuello cuidadosamente. Sentí como electricidad que manaba de sus labios húmedos y mi cuerpo respondió de inmediato, como un saludo de alegría.
Sus abundantes cabellos rubios y rizados, al contraluz, brillaban como el halo de una santa, al mirarla.
-Ya está, me dijo. No puedes negarlo. Se mostraba ufana señalando el prodigio con su manita. Funcionas por mí.
-Nunca lo negaría.
Después se sentó enfrente, sobre una silla baja y me permitía ver sus braguitas. Era una declaración de que me pertenecía. Sabía que me gustaba mucho, que la quería, y contemplaba mi trabajo con sus bellos ojos claros y grandes. Miró mis dibujos en el block que hojeaba lentamente y le gustaron. Asentía con la cabeza.
-¿Vas a dibujarme a mí?
-¿Por qué no había de hacerlo? Si tú quieres…
-¿Soy guapa?
-Si. Mucho. Y además eres mía.
-Tienes razón. No pienso en otra cosa que no seas tú y me gusta sentirme tuya, que me tienes, y saber cómo te pones por mí. Antes de dormirme te rememoro y envío un beso… a mi chico. Y ponía sus gruesos y húmedos labios prominentes, en flor, para que los besara.
-Antes creía que eras del Pedrolas. Pero ahora sé que eres mía, porque me enseñas tus braguitas y me besas. Me gusta tu sabor.
-Es un tonto y un bruto y nunca le he besado. Soy tuya, Mateo. Jamás las ha visto el Pedrolas. Son de perlé. Lo decía muy orgullosa. Y tienen cintas, añadía,
– Lo sé. Me lo dices siempre. ¿Y qué tengo que hacer?
-Quererme, solo eso. Quererme siempre y hacerme feliz, hasta que seamos viejos como tus abuelos.
Se aproximó al engendro de torno en el que modelaba al señorito aquel, puso una mano en mi hombro y observó que tenía un pitilín muy realista, lo señaló con su dedo y lo empujó hasta hacerlo caer.
-Quiero que me hagas una mujer. No me cabe duda de que sabes cómo.
-Pues claro, Titina. Lo he leído en un libraco de biología… Sé lo que quieres. Metí mis manos en el cubo del agua para lavarme, y las sequé con un trapo mirándola. Venga, vamos… le dije y me puse en pie señalándole una estera para que se tendiese, a la vez que me llevaba las manos al cinturón para bajarme los pantalones. Era lo más lógico.
-No, Mateo, no. Ya sé lo que pretendes. Me lo han contado mis amigas mayores, Dolores la de la Guedita, Sarita y Merche. Me he enterado de todo lo concerniente a eso del asunto del melocotón, que le dicen, o fornicio y sé cómo funciona y me apetece hacerlo contigo. Es ingenioso y creo que flipas, pero ahora lo que quiero es que le pongas tetitas a este cuerpo, cabellos en su cabeza y sustituyas ese pingajo por una rajita. Voy a posar para ti, para que te quede perfecto. Ah, y que le pongas otra cara. La mía. Con pecas y todo.
Y se me abrazó al cuello, la estreché como un oso con las manos húmedas aún y nos besamos como nunca. Yo explotaba y Titina hacía por respirar y me sentía entre sus muslos, me lo hacía notar ceñida a mí y murmuraba cariñosa sin soltar mis labios.
-Me gusta contigo, Mateo.
Se confiaba en el amor que nos unía sólidamente, se separaba unos pasos y se sacaba la ropa ante mis ojos, despacio, colocándola plegada y ordenadamente sobre una silla, quedando totalmente desnuda con una naturalidad que me emocionaba y hacía brotar lágrimas de mis ojos. Era mía de verdad. Olía a espliego y me hacía marear. Se me iba la cabeza.
Tomó asiento ante mí, flexionando sus piernas de lado y dejando su sexo a mi vista para ilustrarme. Mis ojos miraban con avidez y ella no se tapaba, sino que ponía sus manos en la nuca sujetando sus cabellos derramados para que la contemplase a sabor. Era una preciosidad… y era mía.
Mis manos temblorosas sólo me permitían esbozar aquello sobre la arcilla de un modo muy esquemático. Ya lo puliría. La miraba… Sus pechos eran botones, como las yemas de los árboles, que comenzaban a emerger, abultándose levemente como suaves lomas. Le sorprendían mis lágrimas y abría los ojos mirándome de vuelta.
-¿Por qué lloras?
-No lo sé. Me apetece. ¿De belleza?
Nos amábamos mucho. La tarde declinaba, pardeaba poco a poco y comenzaba a oscurecer. Permanecíamos uno frente al otro en un dulce alborozo. Tendría que acompañarla a su casa con mi bicicleta para protegerla.
Desde aquella tarde nada podía separarnos. Venía al alfar, donde moldeaba su figura en la arcilla, o la dibujaba tendida, porque ya era mi modelo y aprendió a posar y a estarse quieta. Lo que la pidiese, aunque se cansara, y me aprendí su anatomía suave y deliciosa que olía a hembra, a yerbas del prado, a florecillas y me atraía más y más.
-¿Eres mi novia?
-Sí. ¿Te gusta?
-Mucho.
Otras veces nos subíamos al sobrado a leer y mirar librotes ilustrados, o grandes mapas en los que proyectábamos viajes. Los abuelos nos permitían todo aquello y sabían que nos queríamos y les gustaba. Fredesvinda nos daba la merienda en la cocina y nos llamaba:
-¡La merienda, chicos!
Tendidos en el serón el uno junto al otro, pasábamos tardes deliciosas acodados y acompañados del gato, de Emilio Salgari y de Julio Verne que le encantaban a Titina. Me leía sus aventuras con una voz clara y firme. Cuando llovía resultaba más grato. A veces se sumaba Zaburdón, pero en cuanto sentía lo mínimo se bajaba corriendo a su obligación y le oíamos arrufar desde la puerta. De vez en cuando nos besábamos, hasta que ella ponía orden, porque yo intentaba lo que no debía.
-No, Mateo, eso no. Ya lo haremos. Te va a doler si sigues.
Me controlaba totalmente del ronzal, sabía hacerlo de un modo encantador y me satisfacía su confianza. Yo no era el Pedrolas.
Nunca he podido olvidar las quedadas, ni se me borró jamás cómo aquella primera tarde volvía su carita hacia un lado, apurada, entornando los ojos ruborosa cuando la observaba en silencio como un buho, moldeando su figura y al final la besaba excitado por aquello tan hermoso y perfecto. Aprendí a parar a su orden, como las caballerías. Se estremecía dulcemente en mis brazos.
-Te quiero, me decía, pero eso no. Lo deseo tanto como tú. ¿No lo notas? Todo llegará. Somos novios.
Pasaron los años, murieron los abuelos, nuestros padres, nos habíamos casado y tuvimos hijos y nietos. Titina fue buena esposa, buena madre y mejor abuela… y siempre amante.
Cada vez que evocamos aquello sonreímos, ella coge mi mano y con ternura la lleva a sus labios, me abraza y nos besamos largamente hasta encendernos y a veces terminamos tendidos sobre una alfombra o sobre la tarima y lo hacemos.
Solloza, se estremece y su rostro se ilumina y hace comentarios que me agradan. Después fumamos mirando al techo y hablamos de todo y nos reímos mucho.
En el transcurso de nuestras vidas, cada vez que la requerí fuera de lugar o de tiempo, en mi impaciencia por tenerla, me decía:
-Ahora no, Mateo, por favor. Luego. Y me hacía sentirme Recaredo.
Qué erotismo e inocencia en el descubrimiento de esta sensualidad naciente ! Qué emoción nos haces sentir al recordar momentos similares de nuestra adolescencia, cuando se encieden los cuerpos con un vigor juvenil de una gran fuerza! A quién no le gusta leer estos amoríos relatados con un estilo tan preciso y adecuado, tan amoroso de verdad y de justeza de los sentimientos! Gracias Pelayo por este regalo!